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Francisco Ortiz Pinchetti

26/08/2014 - 12:00 am

388 tacos de canasta al mes

Para explicar mi complicado método de medición sobre el deterioro paulatino y constante del salario mínimo en México, tan debatido en estos días,  debo confesar antes mi adicción irremediable al taco de canasta, ese inigualable y popular tentempié  de origen prehispánico que hoy colma  las esquinas de todos los rumbos de nuestra querida capital y […]

Para explicar mi complicado método de medición sobre el deterioro paulatino y constante del salario mínimo en México, tan debatido en estos días,  debo confesar antes mi adicción irremediable al taco de canasta, ese inigualable y popular tentempié  de origen prehispánico que hoy colma  las esquinas de todos los rumbos de nuestra querida capital y otras ciudades de la República.

Empecemos por precisar que el taco de canasta tiene en su ADN  ni más ni menos que al mexicanísimo itacate.  Encontré una referencia muy interesante de Carlos Lavín al respecto, en el Diario de Morelos. Explica que los tacos de canasta o “sudados” como también se les nombraba antes,  tienen su origen en la cultura mexica-tlahuica. “Ya en la Colonia se extendieron por el centro del país y fue el almuerzo de los indígenas que salían de su pueblo a las labores del campo y que rayando el medio día hacían un espacio en su trabajo a la sombra de un cazahuate, ceiba o copal para tomar sus alimentos en pequeños grupos sentados en algún tronco”, escribió.

Este almuerzo era colocado al centro de cada grupo, contenido en una pequeña canasta de mimbre (de ahí el nombre actual), donde en un mantel o en varias servilletas de tela muy limpias se habían envuelto los tacos doblados a la mitad,  colocándolos de dos en dos formando un circulo. Así se encimaban hasta hacer un altero; la tela se amarraba firmemente en la parte superior haciendo nudos con la puntas cruzadas, de modo de formar un compacto paquete conocido como itacate (del náhuatl itakatl: atado de comida) y encima otro mantel o más servilletas elaboradas con el codiciado algodón tlahuica, siempre presentes en las comidas prehispánicas mexicas. En esa forma los tacos se “sudaban” y se conservaban calientes. Ese es el gran secreto. Antes de ser colocados en la canasta, los tacos se habrían barnizado con manteca caliente y adobados ligeramente con una salsa de chiles criollos secos, de esta manera llegaban por lo menos tibios a la hora de consumirse. Apunta  nuestro cronista que generalmente el itacate era de un solo guiso, “pero con sabor a pueblo”, que podía ser un adobo, o salsa de ciruelas verdes, salsa de guajes o mole si se había tenido alguna fiesta recién, con hebras de carne de res, puerco, armadillo, iguana o conejo. Otros eran simplemente de sal, de quintoniles, frijoles refritos o de la olla. Además en Morelos los había de acociles (pequeños camarones de Zempoala), charales y jumiles, que todavía se venden los días de plaza, en algunos poblados morelenses.

Les platico que mi afición por los tacos de canasta se remonta a mi muy temprana juventud. Acababa de regresar de mi exilio en Pachuca, a la que injustamente llamaba entonces “la Siberia mexicana”, y mi cuñado me ofreció chamba de medio tiempo para que pudiera alternar con mis estudios de prepa. Se llamaba Rafael Pardo Zepeda y era un tipo de primera, generoso como pocos. Trabajaba como gerente de la naciente Unión Social de Empresarios Mexicanos (USEM) que algunos ilusos fundaron con la bendita intención de concientizar a los ricos sobre su responsabilidad social, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. La USEM, que entonces presidía el potentado Clemente Serna Martínez, dueño de Radio Programas de México (RPM),  ocupaba una oficinita en el edificio de Bucareli 107, esquina con General Prim, en la colonia Juárez.

Entre mis obligaciones como mensajero (entonces se decía “office boy”) estaba el ir a cobrar a los socios su cuota mensual y llevar a revisión y firma la contabilidad y demás documentación de la incipiente organización con Lucas Lizaur, propietario junto con sus hermanos de la zapatería El Borceguí ubicada en Bolívar 27 –que ahí sigue– en el centro histórico de la ciudad. Pues debo decirles que justo enfrente de El Borceguí, quizá en el número 30 o 32, en la entrada de un viejo edificio de oficinas, se instalaba todas las mañanas un vendedor de tacos de canasta, tal vez los mejores del mundo. Había otros nada malos en una tienda de abarrotes de la calle Uruguay, sin poder omitir los que estaban en 16 de Septiembre, frente al Banco de Comercio de la placita de la Rana.

Adquirí la costumbre de comer tacos de canasta cada vez que me era posible hacerlo, sobre todo como un exquisito y barato tentempié de media mañana.  En aquel entonces su venta no era generalizada como ahora, que en cada esquina nos encontramos la infalible bicicleta con la canasta de tacos y sus dos frascos de salsa. A principios de los años sesenta del siglo pasado, la venta de este manjar se limitaba casi de manera exclusiva al centro de la ciudad. Había una variedad de rellenos a cual más sabrosos y grasosos, pero los clásicos eran los de mole verde, ternera en adobo, frijoles refritos y papa, sola o con longaniza. Su precio en aquel entonces  era de tres piezas por un peso. El salario mínimo en el año 1962, que en ese entonces se fijaba cada dos años, era de 17.50 pesos, por lo que mi recordado cuñado me fijó un sueldo equivalente de 250 pesos al mes por medio tiempo, es decir, a razón de 500 pesos mensuales, muy similar a los 525 pesos que por ley tenían que pagarse como mínimo al mes. Con esa cantidad, déjenme decirles, era posible comprar mil 575 tacos de canasta.

Con el paso del tiempo han desaparecido en la ciudad de México muchos personajes tradicionales, como los ropavejeros y los vendedores de chichicuilotitos y guajolotes vivos que iban con su pregón inconfundible por las calles de nuestras colonias. En cambio, los vendedores de tacos de canasta no sólo sobrevivieron, sino que se multiplicaron como piojos en cabeza de vagabundo al grado de convertirse hoy día en una plaga que no puede ser erradicada, ni por la desaforada hambre de los oficinistas. La diferencia es que ahora en lugar de ubicarse en el quicio de una puerta o a la entrada de un abarrote, llevan su canasta en una bicicleta y se instalan literalmente donde les da la gana, con la ayuda de algún poste o un árbol para recargar la bicla. Hoy predominan como los rellenos más socorridos los de chicharrón, abobada, papa y frijol, aunque de repente encuentra uno a alguien que los ofrezca también de mole verde o cochinita pibil. Otra innovación  es que sin dejar de llevar un envoltorio de tela, o cuando menos de papel de estraza, ocupan ahora para conservar caliente su preciada mercancía un trozo de hule que invariablemente y por razones absolutamente misteriosas, es siempre de color azul claro. Alguna vez llegue a pensar que la uniformidad en el uso del hule azul era evidencia de que existía un “zar del taco de canasta”, como lo hay de los tamales, que monopolizaba su producción y venta, ésta a través de los jóvenes bicicleteros a los que por supuesto explotaba.

Mi aseveración, sin embargo, no parece tener sustento.  Acabo de enterarme de que en el sur de Tlaxcala hay  un pueblo llamado San Vicente Xiloxochitla, municipio de Nativitas, en el que al menos la mitad de sus dos mil 428 habitantes (2010) se dedican a la industria casera del taco de canasta. Cada primer domingo de diciembre se lleva a cabo ahí la Feria del Taco de Canasta, única en el país. Me dicen que es espectacular ver cómo todos los días, entre seis y siete de la mañana, cintos de ciclistas con su canasta y sus frascos de salsa salen de las casas para emprender el viaje hasta su destino, en municipios vecinos como San Martín Texmelucan, Cholula, Panotla o la mismísima Angelópolis, donde venden su producto. Algunos la emprenden hasta el Distrito Federal y se ubican en lugares estratégicos del Oriente de la capital, como las inmediaciones de las estaciones del Metro o del Tren Ligero. ¿Y qué creen? Invariablemente, todos, llevan sus tacos envueltos en un hule de color azul claro. Hace poco pregunté a una muchacha que impunemente vende tacos de canasta en el Parque de San Lorenzo, en la colonia Del Valle, la razón de esa unanimidad en el color del plástico. “No sé”, me dijo muy seria; “tal vez sean una cosa ya emblemática” (¡sic!).

Otra diferencia notable con el tentempié de antaño es su precio. Hoy día, los tacos de canasta fluctúan entre los cuatro y los siete pesos por unidad. El precio más estandarizado es de cinco pesos en los expendios ambulantes que proliferan en las esquinas, en los parques, afuera de las clínicas del IMSS, las dependencias oficiales, las estaciones del Metro y las escuelas. En algunas tienda Oxxo, que llaman “de conveniencia” (será para sus dueños) venden ahora los famosísimos tacos, pero a razón de nueve pesos la pieza, lo que ya es un abuso.

Una complicada operación aritmética me permite fijar un precio promedio de 5.20 pesos por taco, conservadoramente. El salario mínimo  general en la Zona “A” de la República Mexicana, que incluye al Distrito Federal, es actualmente de 67.29 pesos. Así, puedo afirmar de manera contundente que, si Pitágoras no era peluquero (como decía el inolvidable Leopoldo Gutiérrez, Don Polito,  el periodista más educado y sarcástico que he conocido, secretario de redacción de Excélsior en sus mejores años y luego del semanario Proceso) el actual salario mínimo equivale a dos mil 18 pesos mensuales, cantidad con la que se podrían adquirir solamente 388 pinches tacos. Al aplicar el algoritmo especialmente diseñado por mí para este caso (¡guau!), resulta que la pérdida del poder adquisitivo del salario mínimo en México en 52 años –entre 1962 y 2014–  es exactamente de 386.7 por ciento. O, traducido a tacos de canasta, una caída pavorosa de mil 137 sudorosas  unidades. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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