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Tomás Calvillo Unna

20/08/2014 - 12:02 am

La Historia: una disciplina de la observación

Para quienes fundaron hace 21 años la revista Historia y Grafía; académicos nómadas, cuyas Maestrías fructificaron en el desierto. En dónde se ubica la Historia, pertenece al campo de las humanidades, está en el ámbito de las ciencias sociales, ¿es acaso una disciplina científica o una rama que se mece entre la literatura y la […]

Para quienes fundaron hace 21 años la revista Historia y Grafía; académicos nómadas, cuyas Maestrías fructificaron en el desierto.

En dónde se ubica la Historia, pertenece al campo de las humanidades, está en el ámbito de las ciencias sociales, ¿es acaso una disciplina científica o una rama que se mece entre la literatura y la lingüística  o un desprendimiento de la filosofía que ha olvidado su origen?

No hay una sola respuesta porque todas estas áreas de conocimiento participan de sus indagaciones. Es decir, la Historia es más que nada una práctica de investigación, por eso incluso se reviste con frecuencia con métodos y estilos detectivescos y su narración tiene vasos comunicantes con los relatos policiales e incluso con la literatura que ejerce ese género.

Desde hace ya décadas se comenzó a desmantelar su propuesta positivista y lineal, donde el documento era la piedra angular de la explicación y el núcleo de la verdad histórica; mientras el tiempo asemejaba una caverna de estalactitas inamovibles a pesar de su constante filtración y goteo.

En ello tuvo que ver un movimiento estratégico que se dio en el tablero del gabinete del historiador. El rey se convirtió en alfil y por lo mismo el alfil en rey, El historiador se volvió el sujeto de la propia historia que narraba, la narración era de alguna manera también su propia historia. El documento ya no era el corazón del pasado, era una pieza más en un rompecabezas siempre incompleto y cambiante.

La historia de las élites y de las grandes fechas y gestas, se entremezcló con la historia de todos los días de la gente común y corriente; y la misma plaza pública se ocupó de alcobas y pequeñas habitaciones, de cocinas y maquinaria.

Historia social, Historia de la vida privada, Historia de las  mentalidades, Historia del medio ambiente, Historia de las mujeres, Historia de la patria y de la matria, microhistoria y en el fondo de todo, el cuestionamiento del pasado como experiencia y concepto recuperables.

Los más extremos redujeron la disciplina a un ejercicio puramente narrativo de veracidad difícil de identificar frente a la ficción literaria. La historia aparecía determinada por el ejercicio de la narración y su estilo; su autor ejercía una experiencia de escritura donde su presente condicionaba los argumentos del pasado.

Se sumó la historia misma de los documentos a los que accede, de donde provienen, como se fueron descontextualizando al ser incorporados a un archivo. ¿Qué significa el archivo como un orden nuevo ajeno a los mismos documentos que conserva y clasifica?

La tinta, la máquina de escribir, la computadora todo ello es tan importante como la larga noche de los soldados de Santa Anna, cuando esperaban hambrientos en el desierto de Coahuila el amanecer helado de la muerte.

El presente del historiador define el pasado, dirían algunos, sus intereses, sus temas y la manera de abordarlos va mostrando o creando con la escritura una nueva realidad donde los muertos originales continúan ausentes.

Su tarea es a la vez una develación y un entierro, por lo mismo, en realidad su trabajo es estar velando desde el silencio con memorias, cantos, oraciones, chismes, al ausente e invocando de mil maneras posibles su retorno, su presencia y en ocasiones su olvido.

La Historia es la última disciplina que resta de la narración original, del inicio mismo de la escritura. Su lógica es su apego a la conciencia de la muerte ante el asombro de la vida, ello marca su territorio y sus límites.

El mañana no le pertenece aunque lo pueda imaginar desde su presente, su realidad es la no existencia, la caducidad, el devenir dirían los antiguos. En todo ello también está su tragedia, su continuo esfuerzo por tener tiempo, por capturarlo sin importar si es el hoy, el ayer o el mañana.

[Julio Verne, Rad Bradbury, entre otros, invirtieron la imaginación para apoderarse del futuro. La historia del mañana ciertamente los recuperó en su brevedad del presente, para dejarlos exhaustos entre interminables viajes y alucinantes tatuajes junto al mar de un horizonte curvo de plasma].

Desde estas perspectivas su destino es deambular. No es ciencia, no es arte, no es filosofía, es el sujeto mismo, el náufrago y vagabundo de las disciplinas adherido a ese divagar que, le permite una cierta libertad para indagar en los sueños, laberintos e infiernos del palacio y en el hedor, en las madrugadas, de los muelles abandonados de las urbes elaborando una detallada contabilidad; es la libertad frente a toda clase de ilusiones quien le otorga su fortaleza.

La Historia se develó como una construcción, que se posesiona de la idea del pasado al sumirse como una reconstrucción, es la capacidad de volver a ubicar en el escenario del presente lo que ya no está. No deja de tener así el hálito de la magia, en particular la aceptación de un truco que pretende disolverse en el proceso de la narración.

Para lograrlo requiere de una estructura educativa previa que asume a la disciplina de la historia como el relato que da cuenta del pasado, escrito por expertos que indagan en todo tipo de huellas, fundamentalmente documentos, para revelarnos lo sucedido.

La educación como adaptación genera una dinámica de aceptación no de una versión en particular sino del concepto de que la verdad histórica se puede traducir en textos que se comparten para instruir. La verdad histórica es en sí un presupuesto que se presenta como algo dado que hay que buscar y conocer. El tiempo está detenido en ese ocultamiento que su propio paso provoca.

El pasado es un suicidio del propio tiempo sobre sí mismo que la historia y sus escritores se encargan de reproducirlo.

En realidad es una tensión permanente cuyo origen está en el mismo concepto de verdad histórica, que ha servido para todo tipo de aventuras y aparatos de dominio, algunas veces con crueldad extrema.

Concepto que pretende ordenar la instrucción pedagógica del pasado traducido en la materia de historia. Pero esta instrucción responde en si a un contexto cuyo referente es ajeno al propio presupuesto conceptual del que parte.

El andamiaje de orden institucional explica esa propia inercia conceptual que emerge como una necesidad ineludible. Todo ello se ha reflexionado de una u otra manera. No obstante, debemos pensar con mayor detenimiento sobre el quehacer de la historia en la mutación actual de la propia experiencia del tiempo y su apropiación intelectual.

Se puede advertir que el tiempo como lo vivíamos e interpretábamos nos ha sido expropiado. La revolución tecnológica informática y comunicativa sumada a otras como la biotecnológica, modifican sustancialmente el concepto tradicional del tiempo, al grado que la velocidad que articula las redes sociales y culturales hoy en día, comprime las distancias con el pasado imaginado o construido o reconstruido.

Ya no tenemos tiempo esa es la experiencia de hoy, si ya no tenemos tiempo que alcance, el pasado mismo se enajena y en el mejor de los casos se fragmenta como residuos de un mundo ido, el cual sólo es un paisaje mental que se codifica en centenas y miles de diversos productos, la mayoría  de ellos de orden mercantil.

El reloj de arena se convirtió en reloj atómico y explotó en medio de la arena del circo romano.

La multiplicación de los panes y peces ha sido tal, que la concepción misma del pasado como historia es no sólo interminable sino desgastante, al convertirse como los demás conocimientos en una realidad exponencial donde las cualidades dejan de ser relevantes y todo adquiere una tesitura semejante perdiendo sus significados.

La revolución mexicana, por ejemplo, además de convertirse en múltiples objetos de consumo iconográfico adheridos a motivos emocionales y de mercado, se traslapa en su violencia con las guerras del presente; y se adormece en un bar de Nueva York que reproduce un corrido junto a un póster de Diego Rivera. Mientras Frida Kahlo en tierras nórdicas, es visitada por miles que admiran su galería de impresiones biográficas, de un país cuyas huellas plásticas cotidianas se convirtieron en su propia sangre.

Junto a ello, en las universidades se multiplican las tesis que indagan sucesos acaecidos en el primer cuarto del siglo XX; a la vez que el gobierno en turno desmantela las estructuras jurídicas del armado institucional que derivó de ese episodio de la historia de México.

La revolución mexicana como discurso histórico e incluso historiográfico terminó; y sus enterradores, son los herederos directos de quienes se asumieron como usufructuarios privilegiados y fundadores de la misma.

La imagen en cartón de Lázaro Cárdenas en el Congreso superó el propósito de protesta de los diputados que la portaban, ellos mismos eran ya diputados de cartón.

El tiempo ido irrecuperable, convertido en gestos cuyo único valor fue expresar la inutilidad  de la oposición; y la carencia de una mirada presente, fresca y posible que no necesariamente dé la espalda a ese pasado, pero tampoco se atrape en él, quedando prisionera de su propio discurso, sin alternativa e imaginación para leer el presente que ya nos advierte de un muy difícil mañana.

La historia mostrada como ficción incapaz de reinventarse y reencarnar porque su naturaleza no se lo permite.

El balance entre tradición e innovación, entre conservación y cambio, requiere de un esfuerzo mayor que el de ceder sólo a uno de ellos; como sucede en este 2014 a cien años de la más que simbólica y desvanecida Convención de Aguascalientes.

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