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Tomás Calvillo Unna

13/08/2014 - 12:01 am

Las lecciones del Dr. Salvador Nava

La noche del 15 de septiembre de 1961, el Dr. Salvador Nava y quienes lo habían impulsado para que encabezara una batalla que sería épica, se dieron cuenta que estaban en las entrañas de la bestia y esta no tenía misericordia alguna cuando se sentía amenazada en lo más íntimo de su ser. Esos ciudadanos […]

La noche del 15 de septiembre de 1961, el Dr. Salvador Nava y quienes lo habían impulsado para que encabezara una batalla que sería épica, se dieron cuenta que estaban en las entrañas de la bestia y esta no tenía misericordia alguna cuando se sentía amenazada en lo más íntimo de su ser.

Esos ciudadanos potosinos, que lideraba el Dr. Nava, habían decidido establecer la democracia en México. Creían en la Constitución, en el país, en su pueblo y en la palabra del presidente en turno Adolfo López Mateos. Pero sobre todo creían en ellos mismos, en la mayoría  de la gente que durante los últimos cuatro años habían empezado a derrumbar desde San Luis Potosí el régimen autoritario, comenzando por el cacicazgo de Gonzalo N. Santos.

Durante ese periodo en varios estados se persiguió y encarceló a líderes ferrocarrileros, (entre ellos a Demetrio Vallejo y Valentín Campa), maestros (Othón Salazar) y se asesinó al dirigente campesino en Morelos, Rubén Jaramillo.

En julio de ese 1961, ante el fraude electoral implementado desde el centro de la ciudad de México e instrumentado con el apoyo del ejército y sus tanques de guerra que ocuparon la ciudad de San Luis Potosí y otras poblaciones del estado, los navistas, como se le comenzó a conocer, decidieron resistir decidida y pacíficamente frente a ese atropello que afectaba el derecho fundamental de los mexicanos: su voluntad y libertad de elegir.

El poder los ignoró, los agredió, los cercó, los provocó, los insultó, los arrinconó, los golpeó, y los buscó atemorizar alineando a su prensa e intelectuales para descalificarlos como a un grupo de exaltados reaccionarios que se oponían a los avances de la Revolución Mexicana.

La Revolución Mexicana que el PRI asumió como una propiedad suya intelectual y física, que le otorgaba el derecho de ser el garante de la nación misma. Y en esas fechas el gobierno que encarnaba ese destino manifiesto, era presidido por el presidente Adolfo López Mateos, su secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, el presidente del PRI Alfonso Corona del Rosal, sus delegados priistas en San Luis Potosí, los jóvenes profesores Carlos Hank González y Enrique Olivares Santana, entre otros.

En aquella noche de la celebración del grito de Dolores, del grito de la Independencia, era difícil comprender lo que estaba pasando. De un momento a otro el mundo se comenzó a cerrar, a venir encima; Esas familias potosinas comenzaron a vivir en carne propia el peso inaudito de la maquinaria del Estado, cuando éste se decide a aniquilar políticamente a sus adversarios.

Sintieron la fragilidad ciudadana ante al ministerio público y las bayonetas, las amenazas anónimas y las agresiones verbales y físicas; sintieron la abismal soledad frente al uso de la fuerza bruta de quien ostenta el monopolio de la violencia, se miraron unos a otros buscando entender la nube oscura del desgarramiento y la llana y cruel represión.

Palparon la esencia de la nación, su encogimiento físico, pero su grandeza cotidiana y solidaria; la nación como amistad y honestidad política en esas familias que en el jardín de Tequisquiapan celebraban la fiesta patria, honrando así la palabra democracia comprometida entonces con el credo en la vía electoral, mientras un plan maestro de represión los cercaba y aislaba del país todo.

Unos pocos años después José Emilio Pacheco escribió su breve poema Alta traición que sin referirse a lo acontecido en San Luis, parecía ser un desprendimiento verbal de esa textura de la década de los 60 y sus rupturas políticas en México:

No amo a mi patria

Su fulgor abstracto

    es inasible

Pero (aunque suene mal)

    daría la vida

por diez lugares suyos,

    cierta gente,

puertos, bosques de pinos,

    fortalezas,

una ciudad desecha,

    gris, monstruosa,

varias figuras de su historia,

    montañas

-y tres o cuatro ríos

El Dr. Salvador Nava, sin saberlo se convirtió a partir de ese 15 de septiembre, en un héroe cívico vivo, de su lugar, de sus plazas, de sus calles, de su ciudad, de su gente. La entereza con que enfrentó la represión, la cárcel, el engaño, es admirable; así como su respuesta siempre no violenta. No faltó quién le aconsejara que tomara las armas. Era un hombre práctico, cirujano oftalmólogo de profesión, sereno y paciente y de fuerte carácter con un sentido de humor a flor de piel.

Esa noche desde los sótanos del Estado mexicano se puso en marcha un plan siniestro que se volvería a implementar en la ciudad de México el 2 de octubre de 1968. Raúl Álvarez Garín lo advirtió hace tiempo: la matanza de la Plaza de Armas en San Luis Potosí la noche del 15 de septiembre de 1961, precedió a la matanza de Tlatelolco. Sergio Aguayo ahondó en esas similitudes que nos enseñan la lógica e instrumentación de la represión en la historia política del México autoritario.

El Dr. Nava a quien le habían despojado de la gubernatura, narró aquellos momentos con un tono sorprendentemente sereno, sin odios, sencillo y atento a detener cualquier forma de violencia, buscando evitar que sobre sus seguidores recayera la torpeza y brutalidad de la impotencia política de quienes ocultaban sus carencias éticas e intelectuales, tras las pomposas caretas del poder y sus desgastados rituales.

Los fragmentos de un escrito testimonial del Doctor Nava nos aproximan a esos hechos, y nos recuerdan que la ciudadanía no es amnésica ni de corta memoria. Sabe cuándo, con quién y donde se manifiesta; prefiere su cotidianidad de esfuerzo continuo y sobrevivencia al activismo permanente. Emerge cuando su dignidad es amenazada y encuentra en los liderazgos como principal virtud el valor y la responsabilidad.

“Como a la media hora de haber regresado oímos ruido en la calle de camiones y asomándonos vimos que eran camiones que llevaban tropa, la cual se bajó enfrente de la casa y se situaron detrás de los árboles, apuntando con ametralladoras hacía las ventanas del primer piso y los balcones. Ante esta situación ya no quisimos salir a la calle y optamos porque todas las personas que estaban ahí permanecieran durante la noche, y ya al día siguiente saber que era lo que debíamos hacer.”

en Sinembargo al Aire

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