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Jorge Javier Romero Vadillo

08/08/2014 - 12:00 am

El Estado guango y el petróleo

Mientras en el Congreso mexicano se terminaban de aprobar las leyes que reforman radicalmente el sistema de derechos de propiedad del petróleo y la electricidad, instituciones fundamentales de la época clásica del régimen del PRI que los nuevos priistas decidieron finiquitar, el periódico Reforma publicaba los resultados de una investigación propia sobre la manera en […]

Mientras en el Congreso mexicano se terminaban de aprobar las leyes que reforman radicalmente el sistema de derechos de propiedad del petróleo y la electricidad, instituciones fundamentales de la época clásica del régimen del PRI que los nuevos priistas decidieron finiquitar, el periódico Reforma publicaba los resultados de una investigación propia sobre la manera en la que las gasolineras trucan los contadores de las máquinas expendedoras para robar a los clientes. Los resultados del trabajo periodístico hubieran sido escandalosos de no ser porque se trata de México. Aquí la primera reacción de las autoridades fue el silencio; ni siquiera una declaración sosa sobre una posible investigación. Varios días después, la Procuraduría Federal del Consumidor salió a decir que publicaría la lista de las gasolineras ladronas; no que las sancionaría, tampoco que emprendería un programa para acabar con la práctica. No: simplemente las acusaría para que los consumidores sepan dónde son atracados.

El ejemplo del robo en las gasolinera sirve para ilustrar la manera en la que opera el Estado mexicano: sus reglas son negociables, la aplicación de las normas es laxa y discrecional y siempre es posible transar con la desobediencia. Es un Estado guango y en su holgura se cuela la impunidad y, sobre todo, el aprovechamiento privado de lo público. Así surgió esta organización estatal; así resolvió sus problemas de agencia: para extender su dominio otorgó a grupos particulares concesiones de parcelas de poder estatal para que fueran aprovechadas de manera privativa en su nombre. Los policías de la esquina imponían las reglas de tráfico a su arbitrio y se quedaban con las mordidas que sustituían a las multas, los sindicatos corporativos de la educación o el petróleo administraban una parcela de rentas a cambio de mantener la paz de sus gremios, los burócratas concedían o negaban licencias, usos de suelo, exenciones de impuestos, permisos de importación. Todo servicio estatal estaba sujeto a algún tipo de intercambio. A los más pobres se les exigía lealtad política a cambio de servicios mínimos. El poder del Estado mexicano fu siempre negociado y arbitrario a un mismo tiempo.

El error del párrafo anterior es que está escrito en pasado. La mayor parte de esas práctica siguen intactas. El Estado mexicano es laxo y venal. El orden jurídico sigue siendo un referente para la negociación, no el marco real de reglas del juego que genere certidumbres en el intercambio. Los costos de transacción en México se disparan por la necesidad de calcular el gasto necesario para conseguir una interpretación favorable de la ley, una licitación a modo, una concesión adecuada. La arbitrariedad de los agentes del Estado aumenta la incertidumbre y desincentiva la inversión de largo plazo. Nada de eso se ha modificado de hecho con las tan cacareadas reformas estructurales. En su función diaria, el Estado mexicano apenas ha cambiado desde sus tiempos formativos. Los abigarrados conjuntos legales que se suelen desarrollar sirven más de pretexto para nuevas negociaciones o generan nuevos agentes estatales que medran a la sombra de las nuevas normas. El dominio legal—racional del tipo ideal weberiano no ha sido más que un horizonte inalcanzable en estas latitudes.

De ahí que a pesar de la alharaca triunfalista del gobierno, el PRI, el PAN, los economistas adoradores del libre mercado y demás opinadores, las reformas recién aprobadas merezcan en realidad ser miradas con escepticismo. De ellas no es esperable que detone el anhelado desarrollo económico que saque al país del atraso y contribuyan a una prosperidad general. Sin duda crearan riqueza, y mucha, para las empresas que inviertan aquí sin la necesidad de tener que cumplir con las engorrosas condiciones ambientales de Canadá o Noruega. También se enriquecerán los gestores burocráticos y los políticos que negocien la aplicación de las nuevas normas. PEMEX no se convertirá en PETROBRAS, limitado por el corporativismo sindical que lo atenaza y porque las nuevas condiciones dejan a la empresa en situación de debilidad frente a la nueva competencia; la empresa publicitada por años como orgullo nacional languidecerá.

Mientras, la derrama salarial será limitada y los efectos ambientales y sobre el tejido social de pueblos y comunidades serán devastadores. Es de esperarse que cuando se hagan públicos los daños irreversibles a los ecosistemas o se den casos de contaminación incontrolada las autoridades reguladoras anuncien que harán públicas las listas de los responsables. No quiero siquiera imaginar lo qué haría el guango Estado mexicano frente a un accidente como el de BP en el golfo de México hace un par de años.

Lo bueno de la reforma petrolera y eléctrica es que los cantores de loas al libre mercado no podrán seguir diciendo que la causa del magro crecimiento económico de México es la falta de reformas estructurales. La agenda abierta en los tiempos del gobierno de Carlos Salinas, que pretendía liberar a la economía mexicana del sistema de derechos de propiedad desarrollados a partir de la década de 1930, ha sido ya completada, pero difícilmente sacará a México de su trayectoria histórica de arrancones y frenazos en el crecimiento.

Pronto se verá que en lugar de desmantelar al Estado y apostar a las hipotéticas virtudes de un no menos hipotético libre mercado, lo que se requiere es la reconstrucción del Estado con base en un orden jurídico sólido y legítimo, limitado por los contrapesos sociales y sometido a una estricta rendición de cuentas. Un Estado democrático de derecho como base para el desarrollo sostenido y de largo plazo. La verdadera reforma del Estado pasa por su fortalecimiento controlado por la sociedad, no por hacerlo cada vez más guango, cada vez más instrumento para el beneficio de intereses particulares. De eso hemos tenido mucho a lo largo de la historia.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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