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Francisco Ortiz Pinchetti

05/08/2014 - 12:00 am

¡Váaamonos!

El puro anuncio de la inminente licitación para la construcción del nuevo ferrocarril México-Querétaro me lanzó irremediablemente por los rieles de la nostalgia. El regreso del transporte ferroviario de pasajeros a nuestro país, cuya desaparición fue además de una torpeza y una irresponsabilidad, una verdadera infamia, tiene los alcances de un acontecimiento histórico, sin duda. […]

El puro anuncio de la inminente licitación para la construcción del nuevo ferrocarril México-Querétaro me lanzó irremediablemente por los rieles de la nostalgia. El regreso del transporte ferroviario de pasajeros a nuestro país, cuya desaparición fue además de una torpeza y una irresponsabilidad, una verdadera infamia, tiene los alcances de un acontecimiento histórico, sin duda. Claro, se tratará de un convoy de alta velocidad que poco tendrá que ver con el romántico, lento y ruidoso ferrocarril de antaño: pero de todos modos mueve fibras muy íntimas, entrañables, a quienes vivimos esas épocas y que todavía vibramos con el recuerdo del rítmico bamboleo del tren sobre las vías.

Mi afición por los trenes tiene una clara herencia paterna. Durante mi infancia y adolescencia el atractivo infaltable de las vacaciones anuales era precisamente el viaje en tren, generalmente al puerto de Veracruz y eventualmente a Guadalajara, pero siempre en un convoy nocturno de carros dormitorio. Era el servicio Pullman que, ahora sé, debe su nombre a un inventor estadunidense de nombre  George Mortiner Pullman, que allá en el tercio final del siglo 19 ideó en su país el concepto del coche dormitorio al adaptar los elementos de los camarotes de los buques de lujo a la estrechez de un vagón ferroviario. La fascinación del viaje en esas condiciones se iniciaba días antes de la partida, cuando mi padre me llevaba consigo a le estación de Buenavista para comprar los boletos correspondientes. Recuerdo la parsimonia del boletero que buscaba y buscaba lugares disponibles en unas tarjetas alargadas que remedaban la distribución de cada coche. Invariablemente advertía que para la fecha solicitada las localidades estaban agotadas e invariablemente acababa por encontrar los lugares necesarios. No olvido el sonido seco del sello metálico al imprimir con fuerza en el billete la fecha seleccionada.  En realidad se tenían que pagar dos cuotas, una por el pasaje, que daba derecho a viajar en un carro de primera clase, pero sentado, y el servicio Pullman, que incluida una localidad para dormir. Había varias opciones, con diferentes precios. La más económica y general era la sección o litera, que incluía una cama baja y una cama alta, que como por arte de magia aparecían durante el trayecto nocturno en el lugar que de día ocupaban dos cómodos sillones encontrados uno al otro. Seguía el compartimento, la alcoba y finalmente, el gabinete, que era una habitación completa con baño privado para cuando menos cuatro personas. Un lujo, claro.

Ahora mismo revivo la emoción de la llegada en taxi a la estación cargados de maletas, siempre con prisa. Había que pasar a un mostrador ubicado en el acceso a los andenes, donde el señor conductor, que tal era el cargo del responsable del convoy Pullman, según lo confirmaba el letrero metálico  fijado a su quepí, checaba con toda calma la ubicación de cada pasajero, con relación al boleto respectivo. Entonces era cuestión de emprender la carrera a lo largo del andén en el que esperaba el tren respectivo para localizar el coche asignado.  Un hombre siempre amable y siempre ataviado con una filipina blanca se encargaba de recibir a los pasajeros en la escalinata del vagón y conducirlo con todo y equipaje a su localidad. Era el portero. Normalmente, a la hora de abordar las camas de las literas, ocultas por espesas cortinas, estaban  ya montadas –con sábanas y  almohadas limpias  y cobertores gris azul que lucían la marca del servicioPullman, entonces concesionado a la compañía norteamericana de tal nombre—  por lo que había que meterse en ellas de alguna manera para encontrar acomodo. Para acceder a las camas altas había una pequeña escalera fija en cada litera. En el nicho de cada compartimento, se contaba con ganchos para la ropa, una red, una lámpara y ocasionalmente un pequeño ventilador. En el caso de las demás localidades, sobre todo el gabinete, la instalación de las camas se hacía a pedido expreso del pasajero.

El ¡vaaamonos! infaltable indicaba el inicio del trayecto, casi siempre precedido por un fuerte  jalón. Y apenas estaría el tren llegando a la estación de Lechería cuando el señor conductor, que hacía sonar una peculiar y pequeña marimba, anunciaba con toda seriedad a lo largo del pasillo de cada uno de los coches: “A cenar, a cenar…” Era la hora de recorrer tres, cuatro y en ocasiones hasta cinco coches dormitorios entre el incesante bamboleo para llegar a la siguiente maravilla del viaje: el carro comedor, oloroso a comida. Por lo general, era un  buen servicio. Se ofrecían siempre tres opciones de menú, que eran servidas con vajilla de losa en mesas dispuestas muy correctamente con manteles blancos y limpios, servilletas de tela y vasos de cristal. Los concesionarios del servicio cuidaban bien esos detalles. Así llegaba finalmente la hora de acostarse para dormir, arrullados los viajeros por el vaivén característico del ferrocarril y el chaca chaca, chaca chaca, chaca chaca de las ruedas sobre los durmientes.

A mí  me emocionaba siempre, cuando viajaba en cama baja, levantar unos centímetros la cortinilla de la ventana para asomarme y ver el amanecer, que iluminaba una vegetación cada vez más exuberante a medida que el ferrocarril se aproximaba a su destino, en el caso de Veracruz. Muy temprano reaparecía por los pasillos del tren el señor conductor con su marimbita, ahora para invitar “a desayunar, a desayunar”. La llegada a la estación del puerto, entre las ocho y las nueve de la mañana,  era otro goce que incluía el ajetreo de los “diableros” que se ofrecían a gritos para transportar las maletas.

Nada de raro tiene que mi trenfilia haya perdurado a través de toda mi vida, a pesar del deterioro paulatino e indetenible de este medio de transporte en nuestro país. Eso explica que me haya trepado a cuanto ferrocarril haya estado a mi alcance. Seguramente más de una decena de veces he recorrido los 652 kilómetros de asombrosos  paisajes a bordo del ya cincuentón Ferrocarril Chihuahua al  Pacífico, el heroico Chepe, sobreviviente único de la debacle ferroviaria nacional. El viaje implica  más de 15 horas desde Chihuahua hasta Los Mochis, a través de 37 puentes y 86 túneles que hacen de este tren una maravilla de la ingeniería mundial.  Alguna vez viaje también con Paco mi hijo en el Ferrocarril del Pacífico, desde Los Mochis hasta Álamos, para conocer el terruño de mis antepasados sonorenses, los Ortiz, y regresar entre olores nauseabundos a Mazatlán, en cuya estación se guardaba celosamente el misterioso Vagón de Plata del entonces gobernador Antonio Toledo Corro, de nefasta memoria. Por supuesto viajé varias veces en tren de Chihuahua a Ciudad Juárez y viceversa, y de México a Cuautla y Toluca, dos de las últimas rutas en desaparecer. Con gusto recuerdo un único viaje en ferrocarril a Guanajuato, vía Querétaro, acompañado por mi hija Laura Elena, y los ya mencionados a Morelia y Uruapan, Guadalajara y Monterrey, entre otros. En una ocasión  hice por puntada el recorrido entre Pachuca y la capital en un tren de segunda, acompañado por varios compañeros de la secundaria. El viaje que en autobús llevaba a lo sumo dos horas, nos llevó ¡nueve y media en el ferrocarril!

La desaparición de los ferrocarriles mexicanos no fue sólo efecto de la modernización irremediable del transporte ni del devenir de la historia. Por supuesto que la indolencia, la irresponsabilidad y la falta de visión de los gobernantes fueron los causantes principales. Hubo responsables, aunque ninguno haya pagado por ello. Los sucesivos gobiernos de los presidentes priistas Gustavo Díaz Ordaz –ultimo mandatario por cierto que viajó en el emblemático tren Olivo, el convoy presidencial, algunos de cuyos coches se conservan en el Museo Tecnológico de la CFE en Chapultepec–, Luis Echeverría Álvarez, Miguel de la Madrid Hurtado y Carlos Salinas de  Gortari le negaron al sistema ferroviario de pasajeros creado por Porfirio Díaz en 1907 y nacionalizado por Lázaro Cárdenas en 1937, atención, apoyo y recursos y acabaron por provocar su desmantelamiento, con la ayuda de un sindicato corrupto y consentido.  Finalmente Ernesto Zedillo dispuso en 1995 su privatización, que consumó el panista Vicente Fox Quezada ya a principios del nuevo siglo.

Hubo un último esfuerzo por rescatar las rutas sobrevivientes de los Ferronales durante la gestión de Andrés Caso Lombardo como director de la empresa, a mediados de los años ochenta. La inolvidable periodista Sarita Morión, su jefa de prensa entonces, emprendió una campaña para promocionar cuatro trenes nocturnos, a los que se pusieron nombres alusivos: El Jarocho, a Veracruz; El Regiomontano, a Monterrey; El Tapatío, a Guadalajara, y El Purépecha, a Morelia-Uruapan, así como uno diurno a Querétaro, El Constitucionalista. Poco sin embargo duró aquel impulso, ahogados ya los ferrocarriles por el burocratismo y la corrupción. Los equipos estaban ya obsoletos, el servicio era cada vez más deficiente y las corridas acusaban en ocasiones hasta siete, ocho horas de retraso, provocado deliberadamente por los ferrocarrileros para cobrar horas extras. Así que aquellos intentos fueron finalmente los estertores de una lenta y muy triste agonía. Gracias a Sarita, por cierto, fue posible un acontecimiento inolvidable para quienes lo vivieron y que yo nunca me repondré de la amargura de habérmelo perdido: ella consiguió en 1986  un coche especial, con comedor y bar, para que los miembros chilangos de la Unión de Periodistas Democráticos (UPD) que entonces presidía el excelente reportero Elías Chávez, viajaran a la ciudad de Zacatecas para asistir a su congreso nacional. Mis tareas reporteriles durante los últimos escarceos de la pugna postelectoral de ese año en Chihuahua me privaron de participar en esa epopeya, conocida desde entonces en el gremio como la Segunda Toma de Zacatecas.

Por todo lo anteriormente comentado –y mucho más por comentar–  alegra sobremanera el anuncio del regreso de los trenes a nuestro país y en particular la reapertura de una ruta altamente simbólica: México-Querétaro, que estará en operación en el segundo semestre de 2017. Sólo tendremos que esperar tres años. Nada que ver, entiendo, con los recuerdos de mis vivencias ferroviarias. Se tratará de un bicho raro para muchos de nosotros, un tren de alta velocidad de diseño ultra supersónico capaz de viajar a 300 kilómetros por hora y de devorarse en menos de 50 minutos los 220 kilómetros de recorrido, desde la vieja y renovada estación de Buenavista hasta el centro de la capital queretana. Será seguramente emocionante. No será posible, eso sí, escuchar nuevamente el grito que marcaba la inminente partida, como ocurrió durante tantos años. Y tal vez sea una aguda chicharra la que indique el vertiginoso arranque. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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