Jorge Javier Romero Vadillo
11/07/2014 - 12:00 am
Europa desconcertada
El 25 de mayo en Burgos el paseante curiosos apenas si notaba que se trataba de una jornada electoral. Los colegios de votación pasaban casi inadvertidos en una ciudad que se movía al ritmo dominical de las capitales de provincias españolas. Sólo en el convento de Las Huelgas el horario de visita se había modificado […]
El 25 de mayo en Burgos el paseante curiosos apenas si notaba que se trataba de una jornada electoral. Los colegios de votación pasaban casi inadvertidos en una ciudad que se movía al ritmo dominical de las capitales de provincias españolas. Sólo en el convento de Las Huelgas el horario de visita se había modificado por los comicios europeos. Al día siguiente, sin embargo, se conocieron los efectos de la onda sísmica que había resquebrajado al establecimiento político de toda Europa. En España una fuerza emergente constituida apenas unos meses antes, con un discurso contra la “casta” política, había captado cerca del 10 por ciento de los votos a costa de las fuerzas tradicionales de izquierda, sobre todo el Partido Socialista Obrero Español, que junto con el ahora gobernante Partido Popular, de derecha, hasta la elección de mayo había concentrado el 80% de la votación desde la década de 1980; ahora las dos fuerzas en las que se ha cimentado el bipartidismo en España durante más de treinta años juntas no alcanzaron la mitad de los sufragios. A pesar de haber ganado, el PP obtenía un mal resultado, sólo atemperado por el ligeramente peor de los socialistas.
Pero si en España el terremoto electoral había dejado huellas de desastre, que llevaron a la inmediata dimisión del líder socialista, el prudente Alfredo Pérez Rubalcaba, en Francia y en Gran Bretaña el destrozo fue mucho mayor: el triunfo del ultraderechista Frente Nacional de Marine Le Pen, con su discurso xenófobo y antieuropeo y del UKIP —Partido por la Independencia del Reino Unido, sacudía por igual a los socialistas franceses y a los conservadores británicos en el poder casi hasta quitarles el piso. El presidente Hollande y el primer ministro Cameron vieron a sus partidos relegados al tercer lugar, con lo que ello significa de crítica a sus respectivas gestiones. A lo largo de toda Europa, con la notable excepción de Alemania, los resultados de las elecciones europeas le dieron un varapalo a los partidos tradicionales, ya fueran de izquierda o de derecha. Los partidos radicales antieuropeos crecieron en votos, y fuera con clamores antiinmigración o con reclamos contra la austeridad y el recorte de derechos sociales.
La socialdemocracia quedó peor parada que el centro derecha de matices socialcristianos, pues sólo en Italia la izquierda gobernante tuvo un buen resultado. Resulta exagerado, sin embargo, decir que las fuerzas tradicionales que han estructurado la Europa unificada se han quebrado, pues con mucho los grupos Popular y Socialista siguen siendo los dos más grandes en el Parlamento Europeo, mientras que los enemigos de la Unión, a pesar de su crecimiento, no dejan de ser marginales y no tendrán capacidad real de influir en la legislación; pero el crecimiento del electorado que ha usado su voto para cuestionar el rumbo de la construcción europea es una muestra del fracaso de varios de los presupuestos sobre los que se ha sustentado la creación política que se pensó como la utopía realizada del principio del siglo XXI.
Al finalizar el siglo XX la superación de las fronteras económicas y políticas entre los países de la Europa occidental, que rápidamente se ampliaba hacia los Estados que se habían librado del dominio soviético en el Este, se prometía como la fórmula política capaz de superar los nacionalismos, los enfrentamientos y la desigualdad. Una comunidad unida en torno a los derechos, con una ciudadanía común, con libre circulación de bienes y de personas, sin barreras económicas ni sociales. Los viejos fantasmas de la guerra, la xenofobia y la pobreza serían erradicados gracias a la construcción de una nueva forma de Estado, un nuevo Leviatán fundamentado en la preservación de los derechos humanos y el bienestar social con base en el libre mercado, la educación de calidad, la innovación tecnológica y los beneficios sociales.
Veinte años después de que en la ciudad de Maastricht, en los Países Bajos, se firmara el tratado de la Unión Europea, la crisis económica amenazaba a todo el edificio con la ruina. Los ciudadanos europeos resultaban imaginarios y lo que reaparecía con fuerza eran las viejas identidades nacionales forjadas por siglos de reiteración ideológica de los viejos Estados. Los británicos rechazaban a los polacos, a los franceses les repugnaban las oleadas de rumanos gitanos que acampaban en sus ciudades, los electores húngaros votaban por un autoritario ultranacionalista. Y dentro de los propios Estados se reavivaban viejos agravios —reales o supuestos— que hacían clamar a escoceses, vascos, catalanes o corzos por su independencia. Los particularismos estaban lejos de ser superados y la austeridad del gasto público, los recortes sociales y el desempleo no hacían más que exacerbarlos.
La Unión Europea no está liquidada, pero la realidad contundente le ha restado su halo de utopía concretada. La desigualdad creciente, las dificultades para mantener los derechos sociales, la pérdida de competividad de su economía y, sobre todo, los fantasmas del pasado con sus clamores de defensa de lo particular, hacen necesario el resurgimiento de la imaginación innovadora en los políticos para evitar el derrumbe y recomenzar la construcción. El avance de los xenófobos, de los racistas, de los nacionalistas, es un fracaso de la política democrática, de la educación integradora, de la idea de ciudadanía como comunidad de derechos. Los demagogos tienen campo fértil ahí donde fracasa el Estado y el oportunismo de los políticos, preocupados más por su supervivencia que por el proyecto de futuro es fuente de grandes desastres. A cien años del principio de la Gran Guerra, los políticos europeos tienen la enorme responsabilidad de evitar el resurgimiento de los viejos fantasmas, pero como ocurrió hace un siglo, a veces es difícil ver más allá de la próxima elección, aunque ello conduzca a perder la cabeza.
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