Arnoldo Cuellar
19/06/2014 - 12:02 am
Restauración pasada de copas: ¡viva Peña Nieto!
La caída de Fausto Alzati, el político priista que ocupaba sin pena ni gloria la dirección de Televisión Educativa desde mediados de 2013 hasta el pasado viernes 13 de junio, cuando irrumpió en las redes sociales como un fósil de los años sesenta del siglo XX, nos deja algunas reflexiones y varias alertas. Durante los […]
La caída de Fausto Alzati, el político priista que ocupaba sin pena ni gloria la dirección de Televisión Educativa desde mediados de 2013 hasta el pasado viernes 13 de junio, cuando irrumpió en las redes sociales como un fósil de los años sesenta del siglo XX, nos deja algunas reflexiones y varias alertas.
Durante los meses previos a la elección de 2012 y desde antes, uno de los mayores debates y preocupaciones sobre la siguiente elección federal, fue la posibilidad que se presentaba para un regreso del PRI, visto desde la perspectiva histórica de una restauración.
La preocupación por el arribo de una nueva presidencia que trajera consigo todos los vicios que agotaron al PRI de la segunda mitad del siglo anterior se justificaba, sobre todo, por el actuar de los gobernadores de ese partido, que durante los 12 años de gobiernos panistas se habían convertido en verdaderos señores de horca y cuchillo en sus entidades, ante la caída del control político que significó la desaparición del presidencialismo al viejo estilo.
Así, un autoritarismo con vértice preciso no había dado lugar a un empoderamiento social, sino a un fenómeno definido como la feudalización de la política mexicana, con una reedición de los cacicazgos regionales que el presidencialismo moderó y gobernó, así haya sido de manera vertical.
La pertinencia de ese debate incluso orilló a uno de los dos precandidatos que aspiraban a representar al PRI a esa cita histórica, el coordinador senatorial Manlio Fabio Beltrones, a plantear que la principal cuestión que debía resolver ese partido, antes de pensar en un posible retorno, era en torno a para qué se quería regresar al poder presidencial.
No parecía tener mucho sentido regresar a Los Pinos simplemente para restablecer los usos y costumbres del priismo tradicional: el presidencialismo a ultranza; la discrecionalidad por encima y por debajo de la ley; el uso de recursos públicos como si fuesen propios; la designación de colaboradores por lealtad, por amiguismo, por parentesco y no por capacidad; la ley como coartada y el pragmatismo como ley… y todo aquello en lo que los panistas fueron unos discípulos tan lerdos que hicieron extrañar a los dueños del método.
La cuestión planteada por Beltrones tenía mucho sentido, pues un PRI dinosáurico parecía no tener cabida en el nuevo México del siglo XXI. Sin embargo, la pregunta solo fue empleada con efectos retóricos, pues en realidad nunca produjo un solo debate y, a la postre, su autor ni siquiera la sostuvo sino que simplemente intercambió su débil aspiración por una posición en la galaxia priista renaciente de la mano de Enrique Peña Nieto.
Sin debate, sin un plan de transformación de la complicada herencia del viejo PRI, aumentada por las desviaciones de los mandatarios panistas, al gobierno de Enrique Peña Nieto no le quedó más que el expediente de las reformas estructurales en el terreno económico, a fin de rebasar el de por sí minado esquema de rectoría estatal de la economía para dar paso a un neoliberalismo sin contrapesos.
En los terrenos de lo político y lo social no hay reformas dignas de tener ese nombre. El desmantelamiento del IFE, quizá una de las instituciones de mayor reconocimiento entre los ciudadanos en los últimos años, no está dando lugar a un esquema que mejore la competitividad electoral.
El PAN se encuentra obsesionado con el poder de los gobernadores priistas sobre los órganos electorales de sus entidades, pero la vía que encontró para contrarrestarlo es un retroceso federalista, al subordinar los procesos electorales locales al órgano federal.
De nada sirve evitar el control directo de los gobernadores para hacerlo recaer en las burocracias partidistas nacionales. En todo caso, el control del nuevo feudalismo político nacional debería pasar por una mejor rendición de cuentas de las asignaciones federales de las que viven todos los estados y no sólo por el reparto burocrático del control electoral.
Las promesas de Peña Nieto para una mejor fiscalización de los recursos públicos a través de una comisión anticorrupción no solo van más lentas que el resto de sus iniciativas reformistas, sino que se encuentran detenidas y hasta en reversa, ante el debilitamiento de la feneciente Secretaría de la Gestión Pública. El compromiso de regular el gasto del gobierno en los medios de comunicación es otra de las ofertas del candidato olvidadas por el presidente.
En ese sentido, la presidencia reformista de Enrique Peña Nieto no parece buscar una reinvención del ejercicio del poder en México, sino solo una limitada reingeniería que refaccione a una república defectuosa, desequilibrada, limitadamente democrática, muy desigual y puesta en manos de los grupos de presión atrincherados en monopolios económicos y en el manejo político de medios de comunicación que anteponen las agendas de sus dueños a las de las audiencias.
Es en ese contexto, visible para cualquiera que revise la realidad de estos dieciocho meses de gobierno, que el caso de Fausto Alzati se vuelve paradigmático del fenómeno restaurador.
La alta burocracia que ha regresado a los cargos de responsabilidad en el sector público tras un largo exilio que les dejó claro que no saben hacer negocios ni sobrevivir con solvencia lejos del poder, siente en las entrañas la misma vieja lealtad hacia el presidencialismo tal y como era antes del año 2000.
Para esta clase dorada, experta en las comidas políticas pagadas por el erario público abundantemente regadas y en el manejo extralegal de las influencias y las lealtades, la crítica es siempre eminentemente maliciosa, la espontaneidad es siempre una celada y la lealtad no radica en la eficiencia en la tarea asignada, sino en el servilismo ramplón hacia el máximo ícono de poder: el presidente imperial.
Los gritos alcohólicos (o agripados) de Alzati para enaltecer a Peña Nieto recuerdan con creces los del sargento Pío Marcha en la asonada que ungió emperador a Agustín de Iturbide, en el amanecer del México independiente.
El nuevo país que quieren los tecnócratas como Luis Videgaray no es muy remoto del viejo país que se resquebrajó en 1994 y acabó por derrumbarse en el 2000, aún y cuando conservara rescoldos que han resurgido en 2012.
En este país reformador todavía se maquillan las cifras de los desaparecidos ocultando y descubriendo miles de nombres de un día para otro; en este país el Secretario de Energía es dueño de gasolineras y se dice ofendido porque se hace público ese hecho; en ese mismo país, un funcionario prepotente quiere clausurar una exposición acordada meses atrás porque, a su leal saber y entender, se ofende al presidente… ¡con un poema!
Este es el país donde desaparecerán los consejeros electorales de los estados para ser designados en una cúpula central permeable a las sugerencias de los dirigentes políticos nacionales. También es el país donde muy pronto empresas privadas extranjeras y nacionales podrán explotar la riqueza energética, bajo obligaciones que serán supervisadas por políticos en los que ocho de cada diez mexicanos no confían.
El problema es que esto no parece una restauración, sino que parece algo peor, un retroceso: hoy no desconfiamos de un gobierno y su partido, descreemos del sistema político en su conjunto.
Y aunque las redes sociales, esta nueva plaza pública recargada y lanzada a alta velocidad, ha mostrado su poder para exhibir, ridiculizar y hasta frenar ciertos excesos, lo cierto es que en torno a las cuestiones de fondo, el rumor de la plaza digital, como ocurría con la otra, luce igual de impotente.
Alzati pudo caer víctima de la crítica y el sarcasmo viral de Internet, pero el reparto de país que hacen los nuevos dueños del gobierno, difícilmente retrocederá por lo que puedan decir los millones de usuarios de redes sociales, de los que sólo un pequeño porcentaje se interesa en los temas de la agenda nacional.
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