Francisco Ortiz Pinchetti
03/06/2014 - 12:00 am
Metrobús de mis tormentos
Agobiados como estamos los capitalinos por las calamidades de la línea 12 del Metro, poco reparamos en las deficiencias cotidianas del otro servicio de transportación masiva en el Distrito Federal, el llamado Metrobús. Vale anticipar que por supuesto es mejor que exista a que tuviéramos que seguir totalmente atenidos –como en gran parte todavía lo […]
Agobiados como estamos los capitalinos por las calamidades de la línea 12 del Metro, poco reparamos en las deficiencias cotidianas del otro servicio de transportación masiva en el Distrito Federal, el llamado Metrobús. Vale anticipar que por supuesto es mejor que exista a que tuviéramos que seguir totalmente atenidos –como en gran parte todavía lo estamos—al infierno de los microbuses atestados, contaminantes y peligrosos. Por supuesto que no.
Las cifras oficiales, alegres, suenan bien: las cinco líneas actuales del Metrobús (MB) transportan alrededor de 900 mil pasajeros cada día. Más de mil millones de 2005 a la fecha. La red abarca ya 105 kilómetros y cuenta con 150 estaciones. Opera con 399 vehículos –318 de ellos articulados y 27 biarticulados— para dar servicio a 11 de las 16 delegaciones capitalinas y tiene conexiones con las 12 líneas del Metro. Los tiempos de recorridos, presumen, se han reducido en promedio en un 40 por ciento. Se calcula que un 17 por ciento de los usuarios usa ahora el MB en lugar del automóvil.
Y sí: en condiciones ideales, en determinadas horas, es un transporte cómodo, amable, seguro, rápido y funcional. Pero eso no más a ratos. Lo malo no es el concepto en sí, sino las fallas, muchas de ellas evitables, que dan al traste con las ventajas de ese moderno transporte y que en determinadas horas lo hacen absolutamente inoperante. Entonces se torna incómodo, ingrato, peligroso, lento y disfuncional. Un tormento.
Nada es casual, por supuesto. Esas fallas obedecen puntualmente a la falta de planeación adecuada y a las premuras políticas que marcaron de entrada la operación del Metrobús. Recordemos que la construcción su línea 1, a lo largo de la avenida Insurgentes, implicó no sólo molestias insoportables durante meses y meses sino además el derribo de centenares de árboles que nunca se repusieron, lo que se tradujo en una transformación del paisaje urbano en esa importantísima arteria que atraviesa de Norte a Sur a la capital del país. Pocos recordarán que al igual que ocurrió ahora con la Línea 12 del Metro por las premuras políticas de Marcelo Ebrard –que tenía que inaugurarla antes de irse, claro— también los tiempos políticos de Andrés Manuel provocaron que se cometiera la aberración de echar a andar el MB, (inaugurado el 19 de junio de 2005 por el propio Peje, apenas un mes antes de dejar la jefatura de Gobierno para emprender su primera precampaña presidencial) sin que se hubiera construido previamente el carril de concreto hidráulico que soportara su peso. Se le puso a rodar encima del mismo asfalto de toda la avenida y a los pocos meses los hundimientos se convirtieron en verdaderas dunas peores que las del Sahara. Entonces hubo que gastar otro dineral, cuyo monto real nunca conocimos, para sustituir como se debía el carril confinado, con las consecuentes cortes, desviaciones y molestias mil otra vez durante meses y meses para los pobres usuarios que tan ilusionados estábamos con el nuevo transporte articulado. Nadie, por cierto, ha pedido cuentas sobre esto al dicharachero tabasqueño.
Tampoco se previó nunca el disponer de carriles alternativos en determinadas secciones de cada recorrido que permitieran el rebase de los autobuses, tanto para evitar su aglomeración en filas interminables como para poder planear rutas exprés más directas y rápidas, con paradas en sólo algunas estaciones del trayecto, como se hace por ejemplo en el TransMilenio de Bogotá, la capital colombiana pionera en América Latina respecto a este modelo de transportación. Ocurre así que a merced de semáforos totalmente desincronizados, en determinadas horas los metrobuses exceden el tiempo que debe mediar entre uno y otro, cuando su frecuencia debiera estar rigurosamente controlada. Básico. Esa es el factor clave. En la ruta 1, que es la que con mayor frecuencia me toca sufrir, los vehículos llegan a tardar hasta 15 minutos o más entre uno y otro, lapso en el que se acumulan cientos de pasajeros que provoca aglomeraciones espeluznantes en las estaciones. Convertidas en alargadas jaulas, se saturan y desbordan. Y a determinadas horas, al revés, los vehículos se formas uno tras otro y tras otro en las estaciones de la ruta. He llegado a contar hasta trece unidades enfiladas sobre Insurgentes Sur. En cualquiera de los dos casos, el sistema deja de ser eficiente y se convierte en una monserga. Lo más grave es que cada día está peor debido al incremento natural del número de pasajeros y a la creación de nuevas líneas interconectadas.
Pocas cosas tan desagradables como ser atrapado por el tumulto dentro de una de esas unidades pintadas de rojo. Los apretujones son mucho más intensos que en el Metro en las horas pico, tan sólo porque los espacios en vestíbulos y pasillos son menores. A ello hay que agregarle nuestra indescifrable tendencia mexicana a permanecer a cualquier precio cerca de las puertas y provocar nudos asfixiantes. Sobre todo porque es en ese ámbito donde repercute directa y contundentemente nuestro liderato en materia de obesidad. El Metrobús va lleno de gordos, es la verdad.
Y para colmo, por alguna razón que no acabo de dilucidar, la inmensa mayoría de esos gordos –mujeres, hombres, niños, ancianos— llevan voluminosas mochilas de muy variados estilos, tamaños, materiales y utilidades. Desde morrales hasta petacas, por Dios. Pareciera que estamos acostumbrados a llevar con nosotros todas nuestras pertenencias, por si llegáramos a requerir repentinamente de alguna. Quizá temamos perdernos para siempre en la ciudad inmensa y por ello necesitamos llevar a cuestas todo cuanto hemos podido acumular en nuestras vidas. El caso es que el mazacote que forman los gordos con sus equipajes en los accesos del MB se convierte en una especie de pegamento que nos inmoviliza y nos ahoga. Decir lata de sardinas es minimizar el drama. Llega el momento en que el dilema es entre ser abusado o ser robado, pues en esas circunstancias no hay manera de defenderse ni de una ni de otra de esas agresiones. Es peor que jugar a las tamaladas, ¿se acuerdan?
Y no hablo de oídas. El jueves pasado tuve que dejar pasar seis unidades atestadas antes de poderme trepar a una, igualmente atestada, en la estación Parque Hundido. Eso no fue lo peor. Tampoco la sensación de asfixia a medida que en cada parada subían más y más pasajeros. En la del Polyforum, literal, creí morir. Me fue imposible apearme en la estación Chilpancingo, mi supuesto destino. Los gordos y los maleteros formaron una barrera imposible. En la de Campeche logré sacar de aquella masa medio cuerpo a base de manotazos, pero me volvió en engullir. Fui a dar hasta la parada Álvaro Obregón, en la que por fin salí literalmente escupido por el monstruo, desaliñado y sudoroso. Necesité varios minutos para recuperar fuerzas y entonces tomar el articulado de regreso, hasta Chilpancingo. Así, un traslado de unas cuantas estaciones, ocho, que se suponía me llevaría 15 minutos a lo más, me costó 40, además de la zangolotina de pronóstico.
Eso sí, tuve suerte de esta vez no ser de nuevo atracado, como me ocurrió hace algunos meses cuando en mis narices y sin poder ni siquiera moverme una mujer se apoderó tan campante de mi teléfono celular. Se sabe que hay bandas de carteristas que operan en determinados secciones de las diferentes rutas y actúan a determinadas horas, pero nada se hace contra ellas. Tal vez nada se pueda hacer. Una de esas pandillas, por ejemplo, opera con completa impunidad y prácticamente a la vista de todo mundo entre las estaciones Ciudad de los Deportes y Félix Cuevas de la línea 1. Son dos mujeres de mediana edad y un hombre corpulento. Entre las 7 y las 9 de la noche abordar el Metrobús en esas trampas es peor que pasearse con fajo de billetes en los pasillos del reclusorio Norte. Como quien corta claveles arrasan con carteras, monederos, teléfonos celulares, iPads, plumas y todo lo robable. Pensar en policías a bordo resulta absurdo, porque de seguro los pobres gendarmes sólo perderían sus pistolas y hasta sus placas en aquel tumulto. Resistirse al atraco aunque sea a mordidas puede costar algo más que un “piquete” y salir a la postre más caro. Nada se puede hacer salvo, aunque suene feo, encomendarse a algún santo casto y dejarse meter mano. Válgame.
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