Tomás Calvillo Unna
22/05/2014 - 12:03 am
La identidad extraviada
Hace tiempo que el Estado se divorció de la nación, que las élites políticas y económicas del país se fracturaron y que los partidos, pese a los avances del cambio democrático, se contaminaron con el poder paralelo del llamado crimen organizado. Una profunda corrupción se ha anidado en la estructuras del poder a lo largo […]
Hace tiempo que el Estado se divorció de la nación, que las élites políticas y económicas del país se fracturaron y que los partidos, pese a los avances del cambio democrático, se contaminaron con el poder paralelo del llamado crimen organizado. Una profunda corrupción se ha anidado en la estructuras del poder a lo largo y ancho del territorio nacional y la cultura política se ha degradado hasta volverse casi inoperante para acotar la violencia. La brecha entre los ciudadanos y sus representantes se vuelve cada vez más grande y disfuncional. No quieren ver que México vive una emergencia nacional y necesita un nuevo y profundo pacto.
La vitalidad del país, sin embargo, se expresa en los ciudadanos que se organizan para defender lo más sagrado que tienen: la vida de sus familias y de sus comunidades. En esta lucha, diversas voces, grupos, organizaciones no han dejado de poner el dedo en la llaga y de advertir sobre la erosión que amenaza el destino de nuestro querido México.
El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) ha jugado un papel fundamental en todo ello: ha visibilizado y dado voz a miles de víctimas y ha roto así la lógica ciega de una concepción policiaco-militar de la política que ignora el dolor de cientos de miles y reduce las múltiples biografías a una estadística que suma muertos y resta vida.
Durante 2011 y 2012, Javier Sicilia, al lado del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezó tres caravanas. La primera, hacia el norte del país, denominada del consuelo, puso en evidencia la tragedia nacional al recoger los testimonios de hombres y mujeres de todas las edades víctimas de un terror silenciado bajo la lápida de la confrontación entre las llamadas fuerzas del orden y los nombrados señores de la muerte.
La segunda, hacia la frontera sur, conocida como la Caravana del Perdón, advirtió de la ignominia de las diversas esferas de la autoridad, en particular del Instituto Nacional de Migración y de algunos empresarios del autotransporte, que guardaron silencio frente a los incalificables crímenes que sufren miles de centroamericanos en territorio mexicano. Ante esta vergüenza nacional, que pesa profundamente sobre nuestra historia, Javier Sicilia, en la frontera con Guatemala, pidió a nombre de todos los mexicanos, perdón a los hermanos centroamericanos por ese genocidio de migrantes.
La tercera, en los Estados Unidos, denominada la Caravana de la Paz, señaló la corresponsabilidad en todo ello de la sociedad estadounidense y su gobierno. La venta de armas legal e ilegal, el alto consumo de drogas y su creciente demanda, el lavado de dinero en su sistema financiero y la política de criminalizar a los migrantes, fueron expuestos en su propio territorio como factores determinantes de la condición de violencia que afecta la seguridad nacional de México y la viabilidad de sus instituciones.
En todos esos kilómetros recorridos por las víctimas, en ese caminar de altísima dignidad, Isolda Osorio ha estado presente. Su serenidad y fortaleza en medio, muchas veces, de fuertes tensiones, de amenazas, incertidumbre y desesperación, han alumbrado el carácter mismo de quienes conforman el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Con su saber mirar desde el silencio, entre largos días de coraje y dolor, ha buscado recuperar y reencontrar la identidad extraviada de las víctimas. Su cámara ha sido su palabra, su manera de dialogar y también de acompañar y registrar esa memoria individual y colectiva que otros quisieran acallar.
Las imágenes que actualmente se presentan (de marzo a julio) en el Museo Memoria y Tolerancia, que corresponden a la Caravana de la Paz en Estados Unidos, no buscan impresionar ni crear un discurso político o ideológico ni siquiera exponer los eventos simbólicos realizados en territorio estadounidense, como la destrucción de una ametralladora o los dólares manchados de rojo en las instalaciones de un banco en Nueva York. Por el contrario, nos muestran, en su pureza, la presencia viva de quienes –entre la férrea voluntad que encarnaba su caminar y la vastedad del territorio de los vecinos del norte que querían engullirlos en una nota más de la prensa diaria– decidieron detenerse unos minutos en el estudio improvisado y móvil de Isolda Osorio para que su cámara fijara su identidad de seres humanos y ciudadanos.
Sus fotografías son, en este sentido, las mismas que nos solicitan y a veces nos exigen para probar que tenemos un nombre que corresponde a un rostro; las mismas que dicen que somos quien decimos ser y que, por lo mismo, existimos y tenemos derechos, responsabilidades y libertad para circular; las mismas que acompañan el pasaporte, la licencia de manejo, la inscripción en la escuela y el título universitario.
A través de ellas, Isolda nos recuerda lo fundamental: la sencilla e invaluable humanidad de miles de víctimas que nos interrogan; la presencia de su identidad extraviada que se pretende aniquilar.
Sus imágenes se convierten, así, en la cartilla de identidad de la dignidad de una nación viva: la de los padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas que no permiten que la memoria de los suyos, que es también la de los nuestros, se entierre en una fosa común.
En esa asepsia del instante que logra rescatar la identidad en medio de la tragedia y sus avatares, Identidades extraviadas, que miran de frente con la luz de una sábana a sus espaldas, afirman que son, que somos.
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