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Benito Taibo

06/04/2014 - 12:00 am

El frío plato de la venganza

Ramón llegaba antes que nadie a la escuela, y era siempre el último en salir, cuando ya estaba desierta. Se metía al salón y ocupaba su silla al final del cuarto mucho antes de las ocho y de que sonara la infernal chicharra que anunciaba el inicio de las clases, siempre con la vista baja, […]

Ramón llegaba antes que nadie a la escuela, y era siempre el último en salir, cuando ya estaba desierta.

Se metía al salón y ocupaba su silla al final del cuarto mucho antes de las ocho y de que sonara la infernal chicharra que anunciaba el inicio de las clases, siempre con la vista baja, aparentemente muy concentrado en sus libros y cuadernos.

Incluso había días en que no se movía de ese salón en lo absoluto, ni siquiera para ir al baño. Allí comía su torta durante el recreo y allí veía, desde la ventana, a los otros que jugaban en el patio.

Lo recuerdo, de aquellos días, como un joven amable y simpático, listo e imaginativo. Hablaba poco y no salía corriendo como todos al final del día pateando la mochila hacia la libertad y las paletas de grosella, entre alaridos y empujones.

Era mi compañero en la secundaria, y no, no era lo que llamábamos un “matado”, obsesivo con las clases y con aprender. A pesar de que no separaba la vista de los libros, sus calificaciones eran bastante mediocres.

Ramón estaba aterrorizado.

Y permanecía oculto todo ese tiempo de clases porque el “matón” de la escuela lo tenía en la mira. Y cada vez que se cruzaba por su camino lo amenazaba, le quitaba dinero, comida, libros, le hacía “calzón chino”, le escupía en la cara, lo pateaba. Había decidido que Ramón era el chivo expiatorio perfecto para desahogar todas sus frustraciones y enconos.

Con nosotros no se metía porque éramos cinco inseparables amigos, aunque, confieso, yo también podría haber sido un blanco perfecto. Pero rodeado, como estaba siempre, era inaccesible, afortunadamente.

El famoso “bullyng” (vocablo anglosajón que significa popularmente “intimidar” y que hoy es de uso común, proviene tal vez de la palabra “bull” (toro) y remite a las acometidas que hacen esos animales, aunque no aparece en los diccionarios que consulté), existía cuando yo era un adolescente, pero no tenía ese nombre, ni tantos ojos ni tantas voces como las que hay ahora advirtiendo sobre sus funestas consecuencias.

En su libro titulado “Violencia y acoso psicológico contra los niños”. (CEAC, Madrid, 2007), los investigadores españoles Iñaki Piñuel y Araceli Oñate describen las modalidades de acoso escolar, con la siguiente y nefasta incidencia entre las víctimas:

Bloqueo social (29,3%), hostigamiento (20,9%), manipulación (19,9%), coacciones (17,4%), exclusión social (16,0%), intimidación (14,2%), agresiones (13,0%) y amenazas (9,1%).

Pero ya hemos sabido que el acoso, la intimidación y la agresión contra los más débiles han llevado hasta el asesinato o el suicidio, pintando un futuro negrísimo y alertando a sociedades enteras ante su cada vez más violenta irrupción en estos lamentables tiempos.

Ramón vivió un año entero dentro del salón de clases. Y el resto de la escuela no estaba enterada de la enorme violencia sicológica (y física) a la que era constantemente sometido, o los que lo sabían, preferían ignorarlo, unos por miedo y otros por imbécil y estúpida complicidad.

Ese muchachito amable no tenía escapatoria, estaba condenado al ostracismo y al miedo.

Hasta que un buen día, de buenas a primeras, el “matón” desapareció sin dejar rastro. Jamás lo volvimos a ver. Su mamá pasó por él a la escuela y parece que se fueron, esa misma tarde a vivir a otra ciudad.

Y Ramón, floreció. Convirtiéndose en un muy buen estudiante, y sobre todo, en un sorprendente jugador de basquetbol. Creció de un golpe, como sí el terror se lo hubiera impedido hasta entonces.

Hace poco tiempo, en un restaurante vi  a Ramón. Jugó básquet colegial en los Estados Unidos y me saca por los menos tres cabezas de altura, es un destacado biólogo y tiene tres hijas que me mostró feliz en una foto. A sus cincuenta es un fornido y alto hombre  con el que dudarías tener  un encontronazo, pero esa sonrisa permanente que le cruza la cara, indica a ciencia cierta que es una buena persona.

Me cuenta que se encontró en un centro comercial de esta ciudad al tipo aquel que le hizo la vida imposible en la secundaria y que ahora no le llegaba ni siquiera al pecho. “El matón” lo reconoció y le tendió la mano, como si fueran amigos de toda la vida.

Con las piernas temblándole, y una ira que iba subiéndole desde el estómago hacia la cabeza, Ramón apretó con fuerza el puño derecho, listo para de un solo golpe, borrar todos los agravios del pasado que todavía, algunas noches lo atormentaban.

Una niñita venía detrás del personaje, que para entonces no se veía ni tan amenazante ni tan terrible como en sus pesadillas.

Sí te acuerdas de mí  ¿verdad? Estábamos en el mismo colegio…

Ramón lo dudó un instante. Miró por encima de su cabeza y con toda la displicencia de la que fue capaz, lo dejó con la mano extendida, y respondió:

No, no me acuerdo. Con Permiso.

Y dándose la vuelta, dejó atrás para siempre, el tiempo del miedo.

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