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Jorge Javier Romero Vadillo

21/03/2014 - 12:00 am

Una imitación del Estado de Bienestar

La gran promesa de campaña de Enrique Peña Nieto fue la reforma de la seguridad social para construir  un auténtico Estado de bienestar que incluiría seguro de desempleo, además de pensión y salud universales. Una vez en el gobierno, el presidente defendió su proyecto de reforma fiscal con argumentos de justicia redistributiva: los nuevos recursos […]

La gran promesa de campaña de Enrique Peña Nieto fue la reforma de la seguridad social para construir  un auténtico Estado de bienestar que incluiría seguro de desempleo, además de pensión y salud universales. Una vez en el gobierno, el presidente defendió su proyecto de reforma fiscal con argumentos de justicia redistributiva: los nuevos recursos provenientes del aumento de impuestos a los ingresos más altos y a las empresas irían a financiar el nuevo piso de derechos.  Al final, a la hora de convertir la promesa en concreción legal, lo que va resultando es una mera imitación de mala calidad de un auténtico Estado de bienestar, donde los derechos tienen un carácter ciudadano y la salud y la seguridad social se financian con impuestos generales, con base en una fiscalidad sólidamente progresiva. La reforma en proceso deja la sensación de que el gobierno está dando gato por liebre.

La versión made in Mexico de Estado de bienestar ha sido, desde sus primeros cimientos, colocados con la creación del IMSS en 1943, pichicata. La seguridad social nació en México marcada por el sello  de la negociación social corporativa. Los derechos sociales se otorgaban sólo a cambio de aquiescencia política y como concesión a los aliados sindicales, tanto del movimiento de obreros industriales como de trabajadores al servicio del Estado, no como prerrogativa de ciudadanía. IMSS, ISSSTE, Instituto de Seguridad Social de las Fuerzas Armadas, a cada grupo se les fue concediendo su acceso particularista a la seguridad social y a la salud. Cada uno con sus propios recursos y su sistema de gestión de los fondos de pensiones. Nunca se llegó a constituir un sistema de seguridad social universal, pues aquellos que no pertenecían a alguna de las corporaciones leales —y durante muchísimos años incluso los campesinos fieles— estuvieron excluidos de los derechos básicos de protección social y solidaridad que debe garantizar un Estado moderno.

Nunca hubo en el país algo cercano a una pensión no contributiva hasta que López Obrador instauró un pago auténticamente universal para los viejos. Lejos estamos de la pretendida cobertura completa de salud con la que alardeó, tan dado él a ello, Felipe Calderón y, desde luego, tampoco hubo seguro de desempleo alguno hasta que en la ciudad de México se estableció en 2007 un pequeño programa, entonces precariamente fondeado, pero que ha ido creciendo.

La construcción del bienestar ha sido en México tortuosa y sus resultados de baja calidad, tanto por la abigarrada en ineficiente gestión derivada de su origen corporativo —con buenas tajadas de corrupción y beneficios para los líderes aliados—, como por la proverbial debilidad fiscal del Estado, que lo ha dotado precariamente de recursos para garantizar la cobertura y la calidad de los servicios médicos y ha hecho que las pensiones sean magras para aquellos con acceso a ellas, mientras que enormes trechos de la población, todos aquellos que subsisten en la informalidad y en la pobreza, han estado al margen de la salud y de alguna certidumbre en la vejez. Para muchos el único seguro social sigue siendo la solidaridad familiar intergeneracional.

Así, el compromiso de instaurar un seguro de desempleo, crear una pensión universal y generalizar el acceso a la salud parecía un paso adelante en la reforma del Estado mexicano, para dotarlo de un carácter cada vez más social y solidario, cada vez menos depredador y parcial en sus consecuencias distributivas. La concreción ha sido, por decir lo menos, decepcionante. La pensión anunciada no es, en primer lugar, universal, sino compensatoria. Es un pequeño ingreso por debajo de la línea de subsistencia para aquellos que no cuenten con ninguna otra pensión, incluida la de la Ciudad de México; en buena medida no es más que un ajuste en lo que ya existía  con Oportunidades. El pretendido seguro de desempleo no es otra cosa que un nuevo encauzamiento del ahorro obligatorio de los trabajadores.

Desde la reforma a las pensiones y los fondos de vivienda que se hizo ya hace algunos años, cuando se creó el Sistema de Ahorro para el Retiro y se modificó el sistema crediticio del INFONAVIT, los empleadores han tenido la obligación de aportar el 5% del salario de cada trabajador a su cuenta individualizada de vivienda. Se trata de una parte del salario de los trabajadores que se retiene obligatoriamente para financiar el derecho a tener una casa propia; ahora se le resta prioridad a ese objetivo para destinar la mayor parte del dinero retenido a generar los fondos de los que el trabajador podrá echar mano, con una serie de restricciones, en caso de quedar en el paro.

La aportación gubernamental será mínima: medio por ciento del salario del trabajador; sólo alrededor del ocho por ciento de lo recaudado con los nuevos impuestos será destinado a estos derechos truncos. Falta ver si buena parte del resto se destina a una auténtica transformación de la sanidad pública, otra a la modernización en infraestructura y  otra más a la mejora educativa, o si simplemente todo se malgasta en reparto de rentas del Estado entre clientelas políticas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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