Jorge Javier Romero Vadillo
14/03/2014 - 12:00 am
Aquí nadie rinde cuentas
Esta semana los mexicanos hemos visto dos nuevos episodios del sainete histórico nacional. Primero, la muerte del “Chayo”, el bandolero cabecilla de los Caballeros Templarios, antes fundador de la Familia Michoacana que milagrosamente resucitó después de haber sido “abatido” —eufemismo preferido de García Luna— durante el gobierno pasado. Días después, la flamante línea 12 del […]
Esta semana los mexicanos hemos visto dos nuevos episodios del sainete histórico nacional. Primero, la muerte del “Chayo”, el bandolero cabecilla de los Caballeros Templarios, antes fundador de la Familia Michoacana que milagrosamente resucitó después de haber sido “abatido” —eufemismo preferido de García Luna— durante el gobierno pasado. Días después, la flamante línea 12 del Metro de la Ciudad de México tuvo que ser cerrada en buena parte por fallas estructurales graves.
¿Qué tienen en común ambos hechos, si uno se trata de un tema de seguridad pública y el otro de infraestructura urbana? Pues que los dos muestran la tara central del arreglo político mexicano a lo largo de su historia: la falta de rendición de cuentas que genera impunidad en el ejercicio del poder público, fortalece el patrimonialismo —la explotación privada de los cargos públicos— y la demagogia —el mentir a sabiendas para manipular las emociones y sentimientos populares en beneficio de intereses estrechos—.
La trayectoria institucional de México, heredada del régimen absolutista español, se ha caracterizado por concebir el poder público como extensión del patrimonio privado. Octavio Paz, cuyo centenario es un buen pretexto para releerlo, rastrea bien el origen del patrón de conducta de los políticos mexicanos:
En todas las cortes europeas, durante los siglos XVII y XVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende de Palacio), en un momento de apuro del erario público decidió consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a ese recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tiene escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del rey ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el primer ministro se llamaba, significativamente, Privado. (Paz, El ogro filantrópico)
Es así que durante toda la vida independiente, la pesada carga de la herencia colonial ha marcado la manera de hacer las cosas de la política mexicana a pesar de los intentos de diseño institucional para limitar el comportamiento depredador de los políticos. Sin embargo, los sucesivos intentos legales para generar mecanismos de pesos y contrapesos y escrutinio de la vida pública se han topado con una institucionalidad informal —cultural— pertinaz. Desde 1824, cuando se creyó que bastaba con copiar los mecanismos constitucionales de los Estados Unidos para modelar el arreglo, por encima del diseño constitucional se ha impuesto el concierto real de políticos arbitrarios y simuladores que usan el poder sólo en su propio beneficio.
Durante los años de decadencia del régimen del PRI, la idea que prevaleció era que bastaba con que hubiera elecciones libres para limitar el poder arbitrario de la política. Así, el énfasis se puso en lograr reglas para garantizar el voto libre de los ciudadanos y se dejó de lado otro elemento clave de los que garantizan la mayor eficiencia relativa de las democracias contemporáneas: la existencia de un sistema ágil de vigilancia política que permita que desde la ciudadanía se puedan detonar los mecanismos legales de rendición de cuentas.
El desarrollo del régimen post—priísta se ha concentrado en crear equilibrios entre partidos, pero la pervivencia de la moral pública patrimonial a la que se refiere Paz ha llevado a que la pluralidad se reduzca a un acuerdo oligárquico igualmente proclive a la utilización del poder de manera arbitraria, clientelista y al reparto del botín público entre validos y socios.
A pesar de que los avances en la transparencia del Estado logrados, la impunidad política y legal siguen siendo prácticamente absolutas, en buena medida porque no existe un entramado institucional que permita de manera simple abrir, desde la ciudadanía, las causas y propiciar que se investigue y sean efectivas las sanciones por la utilización inapropiada de la función pública.
García Luna y los que repitieron su falsedad son unos mentirosos, como corresponde a un gobierno cargado de demagogia, esa otra forma corrupta de la política que forma parte de nuestra trayectoria institucional, mientras que algo huele muy mal en el escándalo del Metro. Ambos asuntos requieren ser aclarados a fondo de cara a la sociedad y con responsabilidades claras, pero si la investigación se queda en el terreno del legislativo o la llevan a cabo las procuradurías todavía dependientes del ejecutivo, muy probablemente el asunto quede en un acuerdo entre partidos; sin embargo es muy probable que eso sea lo que ocurra con el entramado institucional actual.
La investigación a fondo de las responsabilidades debería poder ser iniciada y vigilada por los ciudadanos, y procesada por un órgano jurisdiccional especializado. No basta con una fiscalía anti—corrupción. Hace falta un tribunal de responsabilidades que establezca sanciones sobre los asuntos relacionados al uso de los recursos públicos y a la conducta de los políticos y los gestores en sus cargos.
Sin rendición de cuentas, la pluralidad conduce a la complicidad entre los partidos cuando no a su coalescencia en un pacto oligárquico. La exigencia de una arquitectura institucional que fuerce la rendición de cuentas y mecanismos sencillos para sancionar desde la sociedad los comportamientos patrimoniales o demagógicos, es fundamental para que aumente la eficiencia relativa del Estado y del ejercicio fiscal. La reelección inmediata puede ser un primer paso porque es un mecanismo eficaz para exigir responsabilidades políticas, pero si no existe sanción penal eficaz, los incentivos para el oportunismo de los políticos y los administradores —estrechamente vinculados en nuestro sistema de burocracia de botín, sin servicio profesional— seguirán siendo bastante altos.
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