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Jorge Javier Romero Vadillo

13/12/2013 - 12:00 am

El mito de las reformas estructurales

Después de quince años de desencuentros entre el ejecutivo y el Congreso, que impidieron a tres presidentes consecutivos impulsar reformas que consideraban sustanciales para sus programas de gobierno y que hicieron evidentes las dificultades que impone a la gobernación un régimen presidencial, Peña Nieto ha logrado sacar adelante su agenda, ya sea con base en […]

Después de quince años de desencuentros entre el ejecutivo y el Congreso, que impidieron a tres presidentes consecutivos impulsar reformas que consideraban sustanciales para sus programas de gobierno y que hicieron evidentes las dificultades que impone a la gobernación un régimen presidencial, Peña Nieto ha logrado sacar adelante su agenda, ya sea con base en la gran coalición del Pacto por México o en la más restringida con el PAN y los sedicentes ecologistas.

Una vez que este frenesí reformista concluya con las leyes secundarias correspondientes, el pretexto reiterado por Zedillo, Fox y Calderón de que el crecimiento se alejaba porque la fragmentación política en el Congreso impedía las “reformas estructurales” se habrá esfumado y entonces el gobierno tendrá que cumplir con la promesa anunciada desde tiempos de Salinas: el crecimiento económico sostenido volverá y México superará su ancestral atraso. La eutopía neoliberal se habrá cumplido y los ríos de leche y miel correrán por el territorio liberado de los dogmas nacionalistas y proteccionistas.

O no. Lo más probable es que al despertar del sueño transformador, el país siga enfrentando los obstáculos al desarrollo que lo han lastrado históricamente; que las anheladas reformas para quitarle trabas a la inversión no consigan dirigir hacia México las oleadas de capitales auguradas por quienes desde hace años se han empeñado en abrir el petróleo, el gas y la electricidad a la inversión privada, de ser extranjera mejor; que los monopolios sigan dominando las telecomunicaciones; que la calidad de la educación siga siendo desastrosa. En fin, que México siga siendo muy mexicano.

Enfrente, desde la izquierda, la alternativa no parece ser mucho mejor. Entre la mayoría de ese ámbito ideológico, la eutopía es retrospectiva: hubo una arcadia revolucionaria que construyó un sistema educativo nacional y que nacionalizó el petróleo y la electricidad para ponerlos en manos de los mexicanos, pero la corrupción de unos cuantos y la malevolencia de los traidores a la patria hicieron que las cosas no funcionaran y ahora quieren malbaratar el patrimonio de la Nación para beneficio privado. La respuesta es la resistencia misoneísta, el pueblo bueno contra los depredadores vende patrias.

El país, polarizado, se enfrenta en torno a dos ilusiones. Por un lado, en un mundo ideal, Pemex se convertiría en una empresa eficiente capaz de entrarle a la exploración y explotación de los veneros de gas y petróleo con tecnología de punta sin dejar de ser una empresa exclusivamente de la nación mexicana, con tan sólo limpiarla de la corrupción que la atenaza y liberarla de la onerosa carga de financiar buena parte del gasto del Estado. En la ilusión nacionalista, bastaría con la decisión política de permitirle a Pemex invertir sus recursos en su propio desarrollo para que se derramaran sobre la nación los beneficios de su florecimiento. Para alcanzar esa eutopía sólo haría falta que el Estado mexicano consiguiera financiarse con recursos fiscales o consiguiera créditos para que Pemex y la CFE dieran el salto tecnológico, como si las condiciones del mercado financiero fueran las mismas de la década de 1970, cuando el país se endeudó a costas de una bonanza petrolera que resultó efímera.

Pero la eutopía que subyace tras las reformas  de hoy -hechas con desaseo y con una dudosa técnica jurídica, a costa de profundizar el encono social- no es menos ilusoria. En ese otro mundo ideal el estado mantendrá la propiedad original de los yacimientos pero concesionará su explotación a cambio de una buena tajada impositiva, empleos y desarrollo. En la fantasía de Peña, las inversiones llegarán a carretadas, México podrá explotar eficientemente sus reservas energéticas,  se detonará el desarrollo y llegará la prosperidad.

Me temo, sin embargo, que el resultado será muy distinto: las inversiones que llegarán serán depredadoras, a la medida de un país donde el cumplimiento de la ley se negocia y la capacidad reguladora es precaria. Los impuestos cobrados serán relativamente pocos, no sólo por la poca habilidad nacional para recaudar, sino porque las negociaciones oscuras y la compra de legisladores para que sólo aprueben tasas amables se volverá práctica común entre las empresas que inviertan con conocimiento de los costos de transacción que se deben pagar en un país como este. La capacidad del Estado para administrar las nuevas reglas será la misma que se ha tenido desde que se privatizaron los bancos o la televisión pública en los años dorados del gobierno de Salinas.

La reforma fracasará en su objetivo de traer a México el crecimiento, aunque sin duda tendrá beneficiarios: las empresas que vendrán a invertir sin tener que enfrentar las restricciones fiscales o ambientales que les imponen los países serios (ya veremos cómo lidia México con un desastre como el provocado por British Petroleum en el Golfo de México, por el que tuvo que pagar a Estados Unidos indemnizaciones y multas multimillonarias) y los políticos y jueces venales que protegerán el negocio. Par el resto del país, algo de derrama por salarios de trabajadores poco calificados y un reguero de depredación ambiental.

Lo terrible es que no existe alternativa. La ilusión nacionalista tampoco es transitable en las condiciones del arreglo institucional mexicano. El problema que enfrentamos desde hace décadas es que ninguna reforma, de un signo o de otro, podrá tener éxito si no se modifica la base sobre la que se ha construido el Estado mexicano. Las llamadas reformas estructurales no lo han sido en la realidad, pues no han resuelto las auténticas fallas estructurales de un Estado construido sobre la base de la negociación permanente entre los poderosos o entre aquellos con suficiente capacidad de resistencia para obtener el consentimiento estatal a su desobediencia de la ley.

Ni el petróleo ni ningún otro recurso natural es por sí mismo fuente de desarrollo, ni de empleos, ni de competitividad. La diferencia entre los países desarrollados y los que se quedan en la cuneta la hacen las instituciones que proveen leyes iguales para todos, sin excepciones ni privilegios; instituciones garantizadas por un Estado que no está copado por coaliciones estrechas sino que es una auténtica organización social inclusiva y democrática, con servidores profesionales, sin corporaciones ávidas de rentas públicas, sin complicidades políticas con los poderes fácticos y la riqueza. Esa sería la auténtica reforma estructural que requiere México, pero es la que más lejos de alcanzarse está.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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