Benito Taibo
24/11/2013 - 12:02 am
Ser otro
Conozco montones de personas que por un motivo u otro, no están conformes con sus vidas; y ante la imposibilidad física, material o sicológica para cambiar lo que algunos llaman destino, y otros simplemente llamamos mañana, han tenido que recurrir a la otredad, como tabla de salvación para el inminente naufragio. Léase por favor, otredad, […]
Conozco montones de personas que por un motivo u otro, no están conformes con sus vidas; y ante la imposibilidad física, material o sicológica para cambiar lo que algunos llaman destino, y otros simplemente llamamos mañana, han tenido que recurrir a la otredad, como tabla de salvación para el inminente naufragio.
Léase por favor, otredad, como la posibilidad de mirarse a uno mismo a través del espejo del otro, de los otros. Y tiene como único fin, encontrar en esa mirada el reflejo que nos hace ser, sencillamente, más humanos.
La literatura brinda esta herramienta indispensable para tiempos banales y violentos como los que estamos viviendo. Estoy convencido, y lo he repetido una y otra vez, que un muchachito de trece o catorce años que lea “El señor de las moscas” de William Golding, “Las batallas en el desierto” de José Emilio Pacheco o “El diario de Ana Frank”, por poner tan sólo algunos ejemplos, difícilmente a los 18 se convierta en un sicario y ande cortando cabezas, porque acabará descubriendo la otredad, y la otredad te impide andarte matando a ti mismo por interpósita persona. Saldrán seguramente algunos a decir que las condiciones socioeconómicas y el entorno cultural en el que se vive, determinan de manera soez el futuro, y sin embargo, creo fervientemente en la educación y la cultura como herramientas indispensables para transformar a la sociedad y a nosotros mismos.
Es cierto que tendrá que suceder, por fuerza, antes de ello, aunque sea, un atisbo de justicia social, de igualdad de oportunidades, de equidad. Y los libros y el universo que contienen estarán allí, listos para hacer su parte, como paraguas para el sol y la lluvia, capote de torero, almohada para tener los mejores sueños o cama de clavos para disfrutar de las más estremecedoras pesadillas. El libro pues, es bálsamo para las heridas infringidas por la estulticia, por la sinrazón, por la violencia. Es escudo contra las flechas de la banalidad que oscurecen el cielo, pañuelo para las lágrimas, acicate para la risa, buen veneno para caer rendido de amor. Es ladrillo que construye ciudadanía, mundos, universos.
Conocí un caso extremo de cambio de vida, que me gustaría relatarles.
Hace muchos años, estaba yo en una reunión de trabajo, en una importante transnacional (yo laboraba en una agencia de publicidad, pero por favor, no se lo digan a nadie) con uno de sus vicepresidentes corporativos. Tendría unos cuarenta años, era exitoso (en los parámetros que marca el capitalismo salvaje), tenía mujer y dos hijos, un seguro médico espectacular, dos coches, una casa pagada y una sombra permanente y terrible en la mirada.
Supongo que no era feliz. Que a esa vida aparentemente perfecta, le faltaba algo, algo que no podía explicarse con palabras.
En una reunión, de repente se levantó y salió de la oficina pidiendo una disculpa a volapié.
Nadie lo volvió a ver. Tomó el automóvil que tenía en el sótano y manejó hasta que se terminó la gasolina y su rastro (esto lo supimos después, cuando tuvo ya calidad de “desaparecido”).
Yo siempre me pregunté que había sido de él. Por confidencias de su secretaria supimos que transfirió todo el dinero que tenía, y que era mucho, a la cuenta de su esposa y que tan sólo había cambiado un cheque el día antes, por una cantidad bastante menor a sus posibilidades, unos diez mil pesos de hoy en día. No encontraron ni en su casa ni en su oficina, ningún rastro, ninguna amenaza, ninguna amante, ninguna deuda impagable, ningún fraude. Se había desvanecido en el aire, aparentemente por propia voluntad.
En uno de los cajones de su escritorio estaba “Dos años de vacaciones” de Julio Verne.
Quince años después lo vi, de pura casualidad. No me reconoció y yo no hice ningún esfuerzo porque lo hiciera. Vivía en una palapa en una de las bahías de Huatulco, donde vendía cócteles de camarón, pescado frito, cerveza a los turistas. Junto con una mujer que debía ser su pareja, una costeña; dos niños muy parecidos a él jugueteaban por ahí. En un costado de la palapa, había un pequeño librero atestado.
Abría ostiones con destreza, mientras una sonrisa, enorme, permanente iluminaba su rostro. La sombra, la veladura en la mirada había desaparecido para siempre. Era, por lo menos a simple vista, feliz. Y recordé el breve, pero intenso poema de Giuseppe Ungaretti, que tan sólo dice: Me ilumino de inmenso.
Al irme, dejé, con toda intención, bajo la silla playera en la que me había comido unos camarones, el libro que llevaba, para que él pudiera seguir construyendo el universo.
Ese hombre se atrevió a hacer lo que todos, por lo menos una vez en la vida, soñamos. Ser otro sin dejar de ser uno mismo.
¿Quién se atrevería a decirme ahora que los libros no cambian al mundo?
Ayer sábado cumplí 23 años de casado con el amor de mi vida.
No necesito irme a ninguna playa lejana para cumplir mis sueños, porqué sé que donde ella y mi biblioteca estén, estará el paraíso.
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