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Benito Taibo

03/11/2013 - 12:01 am

El día que quisimos hacer la revolución

El 22 de agosto de 1978, un grupo de 25 guerrilleros tomaron el Palacio Nacional de Managua, Nicaragua, encabezados por alguien que dijo llamarse enigmáticamente el “Comandante Cero”. Pertenecían al Frente Sandinista de Liberación Nacional, y el nombre clave del asalto fue “Operación Chanchera” (en obvia referencia al lugar donde se guardan los cerdos, los […]

El 22 de agosto de 1978, un grupo de 25 guerrilleros tomaron el Palacio Nacional de Managua, Nicaragua, encabezados por alguien que dijo llamarse enigmáticamente el “Comandante Cero”.

Pertenecían al Frente Sandinista de Liberación Nacional, y el nombre clave del asalto fue “Operación Chanchera” (en obvia referencia al lugar donde se guardan los cerdos, los chanchos). Más de dos mil personas, entre congresistas, empleados del palacio, periodistas y personal fueron tomados como rehenes y liberados muchos durante el transcurso de las primeras horas de la toma.

Tres días duraron las negociaciones entre la guerrilla y el gobierno de Anastasio Somoza Debayle. El obispo Miguel Obando y Bravo ofreció su mediación, que fue aceptada por las partes.

Nosotros mirábamos embelesados, asombrados, inflamados de espíritu revolucionario, los acontecimientos a través de la televisión, cómodamente, a mil 600 kilómetros de distancia y con nuestros escasos dieciocho años a cuestas.

En instantes, el «Comandante Cero» se convirtió en nuestro nuevo ejemplo. Después supimos que se llamaba Edén Pastora. Tengo fija en la memoria su imagen levantando una mano y empuñando con la otra un fusil semiautomático. Latinoamérica estaba vivita, coleando e intentando sacudirse de encima a esos viejos dictadores que la habían exprimido desde siempre. Nicaragua tenía a la dinastía Somoza instalada en el poder absoluto desde 1937.

Buscábamos en la radio, en la prensa, en la tele nuevas noticias de la toma del Palacio. Nicaragua ya estaba en guerra, los frentes de León y Estelí daban noticias de enfrentamientos cotidianos con el ejército y la guardia nacional.

Así fuimos, poco a poco, sabiendo que los 25 guerrilleros nicaragüenses estaban en dos comandos, uno de 12 combatientes encabezado por Edén Pastora y Dora María Téllez y el segundo, de 13, teniendo al frente a Hugo Torres y Walter Ferreti. A las 48 horas de iniciada la toma de Palacio, siguió la liberación de rehenes, sobre todo empleados y secretarias. El congreso en pleno seguía en sus manos.

Y nosotros aplaudíamos una y otra vez cada vez que salía al balcón el «Comandante Cero«.

Al tercer día terminó todo. Salieron en avión los rebeldes de Managua rumbo a Cuba, y decenas de presos políticos fueron liberados.

Todo esto pasaba en Nicaragua y a nosotros, esos jóvenes preparatorianos que fuimos, nos llenaba la cabeza, la romántica idea de la revolución.

Así que un buen día, a mediados de septiembre de 1978, decidimos hacerla.

Nunca he contado esta anécdota, pero han pasado ya tantos años que ahora mismo, a la luz de los acontecimientos y el devenir de la historia del país y de nuestras pequeñas historias personales, la rescato del olvido, sólo para asegurarme que alguna vez creí, a pies juntillas, con ciega fuerza, en que se puede cambiar el destino de los hombres. Hoy, lo sigo creyendo, pero mi trinchera es distinta y tiene que ver con las palabras.

Yo tenía un “vocho” amarillo y un poco de dinero producto de las colaboraciones periodísticas que comenzaba entonces a hacer.

Mis amigo Rodrigo “N”  y Luis “X”, habían vendido tenis gringos, discos LP ingleses y whisky falso escocés, así que también tenían lana.

Compramos tres pistolas calibre 45 y dos cajas de balas a un cabo del ejército mexicano, atrás del Campo Militar número 1, muertos del pánico, temblando como ratas mojadas después de haber sobrevivido a un naufragio.

Dijimos en nuestras casas que nos íbamos a la playa, a la costa chica de Guerrero, y enfilamos rumbo a Nicaragua, con tres mochilas llenas de camisetas, calzoncillos y pantalones de mezclilla, un montón de latas de atún, cantimploras, dos botellas de ron,  tres pistolas escondidas en el forro del asiento trasero, un buen de casets llenos de rock y unas inmensas ganas de pasar a la historia. Hoy mi equipaje hubiera sido sin duda diferente.

No quiero quitarles mucho tiempo. Es domingo, hace buen día y seguramente tienen ustedes muchas cosas que hacer.

Así que, sin dramatismos innecesarios diré que tan solo llegamos a Guatemala, en tres penosos y largos días, pasandito la frontera. Nos agarró una patrulla de Kaibiles yendo hacía el Petén. Nos quitaron todo. Las pistolas, el ron, el atún, los casets, y por supuesto el dinero. Nos dejaron el coche, mi «vocho» amarillo en el que emprendimos la tristísima retirada después de querer hacer la revolución y no poder ver ni de lejos al enemigo. Humillados.

El padre de Rodrigo nos mandó en un giro telegráfico (que ya no debe existir) dinero para volver. Fue el único, aparte de nosotros, que se enteró del numerito.

Y vimos desde nuestras casas, un año después, en vivo y a todo color, por la televisión, el triunfo de la revolución sandinista.

Mucho, mucho tiempo después, estuve en Managua. Tengo un pañuelo del FSLN guardado entre mis libros. Esa revolución, se pudrió con el paso de los años.

Pero entonces, en ese otoño vibrante de 1978, brillaba como el mismísimo sol.

Lo juro.

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