Benito Taibo
06/10/2013 - 12:01 am
Un tiro en la cabeza…
Tengo una vieja, sólida, larga y entrañable relación con la historia. Y no soy historiador, porque en el momento en que hube de escoger mi profesión, las circunstancias me fueron empujando amablemente hacia donde me encuentro y donde, confieso, soy feliz; y sin embargo, leo todo lo que puedo y viajo todo lo que me […]
Tengo una vieja, sólida, larga y entrañable relación con la historia.
Y no soy historiador, porque en el momento en que hube de escoger mi profesión, las circunstancias me fueron empujando amablemente hacia donde me encuentro y donde, confieso, soy feliz; y sin embargo, leo todo lo que puedo y viajo todo lo que me permite el tiempo, el dinero y la vida para sentirme rodeado por la historia.
Y no, no es en sentido metafórico, me sumerjo lo más literalmente que puedo, en aquellos sitios significativos donde sucedieron cosas que abonaron en la creación de mi educación sentimental; sitios que tienen un halo de nostalgia, de misterio, de heroicidad, de catástrofe, de vileza incluso.
He tenido la fortuna de estar en varios lugares de conmemoración en el mundo. Museos, cementerios, casas natales, zonas arqueológicas, lugares donde se desarrollaron batallas, donde se llevaron a cabo juicios, donde incluso se quemaron personas.
Así, he podido poner una vela en medio de la calle en París, en el lugar exacto donde se sostuvo la última barricada de la Comuna. He visitado la casa falsa de Sherlock Holmes en el 221 B de Baker Street; y también el Altar de la Patria en Chihuahua, dónde fue fusilado Hidalgo.
He visitado las tumbas de Cortázar, de Wilde, de José Martí, de César Vallejo, de Diego Rivera, de Leonardo Da Vinci, de Ernest Hemingway, de Groucho Marx, de Sartre. Y busqué infructuosamente la de Roque Dalton para decirle que no lo olvidaría. Y en cada uno de los casos, no estaba haciendo turismo necrófilo, y sí, en cambio, pequeños guiños de reconocimiento indispensable, que me ayudaron a dejar constancia de que había estado en el mismo mundo que ellos habían habitado.
Me he podido arrodillar frente al mausoleo de uno de mis santos laicos, Galileo Galilei y rendirle homenaje, e incluso hacer lo mismo sobre el césped del mítico Maracaná para honrar otros santos laicos pero no menos queridos. Obligué a mi mujer a subir varios empinados kilómetros para llegar hasta la casa de Pessoa y también, bajo un sol de justicia, fuimos juntos a llevar una rosa a los pies de la estatua de Giordano Bruno, en Campo di Fiori, justo donde fue quemado por decir lo que decía y pensar lo que pensaba.
Nos sentamos dentro de Notre Dame, en el lugar donde se pegó un tiro en el corazó, Antonieta Rivas Mercado, mientras oíamos a un cura repetir una y mil veces que allí no se había suicidado nunca nadie. Estuve en el desfiladero de las Termopilas y escuché claramente decir a Leónidas que sí las flechas persas oscurecían el cielo, entonces lucharíamos a la sombra. Y oí también a mi general Zaragoza, en el fuerte de Guadalupe, dictar el famoso telegrama donde afirmaba orgulloso que las armas nacionales se habían cubierto de gloria.
En fin. En cada uno de esos y otros muchos lugares he dejado un poco de mí, pero me he llevado mucho de ellos. Combustible para alimentar la llama del pensamiento.
Por razones que no vienen a cuento, estuvimos hace poco en la ciudad de Dallas, Texas. Y visitamos un museo por decir lo menos, singular.
“The sixth floor museum” (El museo del sexto piso) en la Dealey Plaza.
Lugar desde donde, aparentemente, Lee Harvey Oswald disparó, aquella mañana del 22 de noviembre de 1963 sobre el presidente John F. Kennedy.
Un tiro en la cabeza.
El edificio es de ladrillo, cuadrado y lúgubre. En él, se encontraba en aquel 1963, el depósito de libros escolares del estado de Texas.
Filas de turistas de todas partes del mundo, en un reverencial silencio entran en el lugar, como sí pudieran descubrir entre esas paredes el origen del mal.
Justo en la fila, un canadiense con su sobrino nos hizo una confesión: “Viajé más de tres mil kilómetros para ver el lugar donde murió el último presidente de los Estados Unidos. Después de él, tan sólo ha habido agentes de la CIA”. Sonreí y no contesté.
Con ese prodigioso talento que tienen los yanquis para el espectáculo, el museo va desplegando fotografías, videos, posters, discos, periódicos, artículos de la época para ir descifrando un tiempo que se queda en el museo, inmóvil para siempre. Y te vas convenciendo que de un momento a otro pasará, allá abajo la limusina de Kennedy que dará vuelta en la calle Elm hacia su inminente encuentro con la tragedia.
La cantidad de información es impresionante. Un solo dato acerca de la famosa filmación de Zapruder (la única) del instante mismo del asesinato:
12:30. Zapruder usó un modelo Bell Howell & 414PD Zoomatic Director, con una lente de zoom Varamat 9-27mm f1.8, de Close-up completo. Su película de color Kodachrome II de 8mm se movió a través de la cámara a una velocidad promedio de 18,3 fotogramas por segundo, según lo determinado por las pruebas que se realizaron más adelante.
Hay un aire de sólida resignación en las caras de los visitantes.
En una esquina, rodeada de cajas, tal y cómo se encontró, está la ventana desde donde Oswald disparó el rifle Carcano, modelo 91/38 de 6.5 mm y con mira telescópica. Que compró por correo.
Salimos de allí con la sensación de que no sería éste uno de nuestros lugares favoritos en el mundo.
Mientras caminábamos, sobre la calle Elm, muchos bajaban de la banqueta para fotografiarse encima de la cruz marcada con blanco sobre el pavimento. El lugar exacto donde Kennedy recibió el tiro en la cabeza.
Yo no lo hice.
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