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Jorge Javier Romero Vadillo

27/09/2013 - 12:00 am

Aprendices de brujo

Finalmente, el PAN y el PRD, cada uno por su lado, presentaron sus propuestas de reforma política al margen de los mecanismos de Pacto por México. Ambos proyectos tiene puntos coincidentes y reflejan el estado de la discusión entre la clase política, pero están muy lejos de componer cuerpos coherentes de reforma institucional; parecen, más […]

Finalmente, el PAN y el PRD, cada uno por su lado, presentaron sus propuestas de reforma política al margen de los mecanismos de Pacto por México. Ambos proyectos tiene puntos coincidentes y reflejan el estado de la discusión entre la clase política, pero están muy lejos de componer cuerpos coherentes de reforma institucional; parecen, más bien, cajones de sastre con ideas tomadas de aquí y de allá, mientras que no parece haber detrás de ellas una reflexión seria sobre las consecuencias de lo presentado.

En la parte más delicada de ambas propuestas se encuentra el tema de los llamados gobiernos de coalición. Ninguno de los dos partidos se ha atrevido a plantear con claridad la superación del modelo de separación de poderes establecido por la Constitución norteamericana de 1787 —un modelo, por tanto, del siglo XVIII— para sustituirlo por un arreglo más moderno, de tipo parlamentario, donde lo que opere sea un sistema de colaboración entre poderes. Optan, en cambio, por la idea de “parlamentarizar el presidencialismo” y lo que presentan como alternativa al régimen actual, con su conflicto recurrente entre ejecutivo y legislativo, es un parche mal diseñado, que no refleja un esfuerzo por modelar cuáles serían los escenarios posibles si llegara a entrar en vigor la reforma.

La propuesta del PAN llega al extremo de establecer que en el caso de que el ejecutivo federal no obtenga una mayoría, el Congreso sea el que tenga la opción de generar un gobierno de coalición, lo que suena a mera ocurrencia con posibles consecuencias desastrosas, que en lugar de superar el conflicto entre poderes lo podrían exacerbar. ¿Va a aceptar un presidente de la República sometido a esas condiciones un gobierno nombrado por mayoría simple en el Senado? ¿Están pensando estos innovadores constitucionales en una cohabitación a la francesa pero obligada, no concertada?

Lo que parece predominar en la idea del PAN —la del PRD se limita a establecer la formación de coaliciones como potestad presidencial— es que el congreso le imponga sus condiciones al presidente, casi como si se tratara de una venganza por todos los años de la presidencia omnímoda del PRI. No se ve en esta ocurrencia un intento serio por generar mecanismos que garanticen gobiernos eficaces a la vez que democráticos y parece completamente ausente el principio básico de la elaboración institucional en la pluralidad: nunca promuevas reglas desde la oposición que te puedan perjudicar en el poder y viceversa. El engendro defendido por Acción Nacional parece estar diseñado para beneficiar a ese partido en condiciones de perpetua minoría, en lugar de apostar a un cambio que favorezca a quien sea que gobierne. La reforma al régimen político que requiere México es una que permita gobernar con consenso a cualquier partido, no una pensada sólo desde la perspectiva de la coyuntura actual.

En cuanto a la reelección, los panistas no son siquiera capaces de presentar una propuesta coherente con la racionalidad del mecanismo. Lo que implica la posibilidad de reelección es que quienes ocupan un cargo electivo estén sujetos a que ese mandato se les renueve o se les revoque en elecciones sucesivas, de manera que el incentivo sea presentar cuentas claras y resultados a sus electores. Pero para que este mecanismo funcione, el final del juego no debe ser conocido de antemano por el candidato involucrado. Si, por el contrario, se sabe de antemano cuál será la última ronda posible, el comportamiento será igual de depredador que en la situación actual, sólo que con un horizonte temporal más largo.

En el caso de las alcaldías, por ejemplo, hoy los presidentes municipales saben que sus carreras de largo plazo no dependen del juicio que los ciudadanos hagan de su gestión, pues no tienen opción de ser reelectos —no al menos para el término siguiente—; así, usan el primer años de su gestión para aprender de qué se trata el asunto, el segundo para “hacer algo” y el tercero para ver qué se llevan. En cambio, si tuvieran la posibilidad de reelegirse, tendrían que actuar de tal manera que complacieran al menos a la mayoría de ciudadanos necesaria para cumplir sus objetivos, por lo que dedicarían su gobierno a tratar de hacer la obra pública y la gestión que fuera bien vista por sus electores. Un horizonte de largo plazo conduciría a gestiones más eficientes y responsables. Sin embargo, si el final del juego es conocido, un alcalde puede procurar hacer un buen trabajo en sus dos primeros términos, mientras que el tercero muy probablemente lo dedique a la depredación, pues ya no tendrá nada que perder. El beneficio de acabar con el tabú de la no reelección puede resultar así nimio.

Lo del Instituto Nacional Electoral suena a solución trillada: como los poderes locales no son confiables, quitémosles facultades y centralicemos, en lugar de generar mecanismos institucionales para garantizar la rendición de cuentas en los estados.  El PAN fue durante décadas un partido defensor de la autonomía local, mientras que hoy se suma a la manera de hacer las cosas que empezó con Juárez, siguió con Díaz y el PRI perfeccionó: mantengamos una cáscara federal, pero un centralismo real. ¿No sería mejor que de una vez reconocieran que el que tenía razón era Lucas Alamán y plantearan acabar de una vez por todas con la ficción federalista?

Eso sí, al PAN no le gusta la competencia. Plantea un ley de partidos —como si el libro segundo del COFIPE no lo fuera ya— pero no para hacer más justa la entrada, hoy obstaculizada por una serie de requisitos proteccionista que sólo le abren las puertas a organizaciones con amplias bases clientelistas, sino para dificultar aún más la posibilidad de la representación plural, con una subida al 5% del umbral para lograr diputados y mantener el “registro”, patente para la obtención de recursos públicos. Con esta propuesta se hace evidente la intención de consolidar la oligarquía tripartidista y queda claro que lo de las candidaturas independientes no es más que un subterfugio para aparentar que se crean nuevas posibilidades de representación. No es así, lo que quieren los partidos actuales es desincentivar toda iniciativa ciudadana que les pueda hacer competencia en el mediano o largo plazo.

Lo peor es que el conjunto resulta desarticulado y basado en las meras ocurrencias. Parece más el intento titubeante de aprendices de brujo incapaces de prever las consecuencias de sus conjuros.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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