Benito Taibo
15/09/2013 - 12:01 am
Ser mexicano
Soy mexicano por nacimiento, por convicción y por vocación. Permítanme que les explique, a pesar del ripio, esta curiosa condición. Como muchos saben, soy hijo de exiliados españoles, y el primero en nacer en este maravilloso país que los acogió sin reservas, abriéndole generosamente sus puertas, y también el corazón de un montón de personas […]
Soy mexicano por nacimiento, por convicción y por vocación.
Permítanme que les explique, a pesar del ripio, esta curiosa condición.
Como muchos saben, soy hijo de exiliados españoles, y el primero en nacer en este maravilloso país que los acogió sin reservas, abriéndole generosamente sus puertas, y también el corazón de un montón de personas a las que sin duda hay que estar eternamente agradecidos. No tengo ningún otro pasaporte mas que el mexicano, y con él hago filas en todas las fronteras que cruzo, como el resto de mis compatriotas, y tardo en cruzarlas como cualquiera de ellos. Aquí he vivido siempre y a este país, con todas sus inmensas virtudes y sus terribles defectos, le debo lo que soy y lo que quiero ser.
Fui conducido al Zócalo de la Ciudad de México, un 15 de septiembre, hace más de 40 años, por mi padre, en un acto más que simbólico. Me llevó para refrendar mi condición de mexicano, para que supiera yo que estaba entre mi gente, con mis iguales, los míos, en el país en que habíamos decidido hacer nuestro. El Jefe Taibo, prudentemente, en medio de la multitud vocinglera y patriota, evitó hablar en voz alta para que el ceceo no lo delatara. Así que grité yo, un ¡Viva México! neto, sincero, salido del corazón y la cabeza, junto con otros 100 mil como yo, a nombre de toda mi familia.
Creo que ese fue el día en que descubrí de dónde era y a dónde pertenecía. Ese fue un momento crucial de mi existencia. Verme reflejado en la mirada del otro me ayudó a saber que estábamos hechos con la misma madera.
Poco tiempo después, invitados por un grupo de españoles, fuimos, de nuevo el Jefe y yo al Azteca, a un partido de futbol entre México y España. En un palco donde se servía tortilla de patata, bocadillos de chorizo y se bebía vino tinto. De repente, uno de esos hombres me preguntó a quién le iba. Y lo miré extrañado, sorprendido, incrédulo.
– ¿Pos a quién? ¡A México!, dije inocentemente.
Y el hombre me miró e hizo un curioso mohín de disgusto.
Papá, que estaba muy cerca, se dio cuenta, me tomó de la mano y salimos del palco. Y fuimos a sentarnos, mucho más arriba, junto con la banda tricolor. Les ganamos dos a cero. Ya rumbo al coche vi al personaje, y sin que el Jefe se diera cuenta, le pinte un violín.
Con el paso de los años, fui acumulando puntos en cuanto a mexicanidad se refiere.
Como tacos, tortas, garnachas y sus variables en puestos de la calle, sin enfermarme nunca.
He votado en todas las elecciones, sin excepción, desde que tengo la edad legal para hacerlo (no siempre con buenos resultados).
He leído de cabo a rabo nuestra Constitución y sé para qué sirve y para qué no sirve.
Me sé largos párrafos de “Los sentimientos de la nación”.
Me emociono al ver ondear al aire nuestra bandera.
Un policía nacional, como yo, en una manifestación, me dio un macanazo en la frente. Así que tengo una cicatriz muy mexicana.
Mi mujer es mexicana, su abuelo fue zapatista, estamos orgullosos de ese pasado que por interpósita persona también me corresponde.
Me sé todas las estrofas del himno nacional.
Pago impuestos.
Aguanto el habanero y el chile de árbol y a veces hasta los mezclo.
Creo en los niños héroes, en los mitos fundacionales, soy guadalupano que no profesa.
Aquí he escrito todo lo que he escrito y dicho todo lo que he dicho, y me atengo a las consecuencias.
Hice mi pequeña parte, apoyando en campañas de alfabetización durante muchos años.
Mis abuelos, mis tíos, mi padre murieron aquí y aquí están enterrados.
Doy conferencias gratuitas de fomento a la lectura, allí donde me llaman, siempre con inmenso placer y por devolverle, mínimamente, algo al país que me lo ha dado todo.
Viajo en Metro y no me pierdo en el Centro.
He sido asaltado.
Puedo alburear con cierta destreza. (No a ustedes).
Vivo en un barrio de la periferia, rodeado de buenas personas que me tratan como a un igual.
Me indigno con lo que pasa diariamente alrededor nuestro.
He pasado horas en atascos de tráfico.
Hago cola en los bancos, en Hacienda, en la oficina de licencias, como todos.
Sé que es un país injusto, racista, clasista, corrupto, y sin embargo, todo eso me brinda la oportunidad de hacer algo para cambiarlo.
Canto en la regadera como Pedro Infante. Sin éxito.
Aquí me moriré, no sin antes insistir hasta el aburrimiento para que sea un mejor país donde quepamos todos y todas las voces sean escuchadas.
Desprecio, como usted, a los diputados y senadores que no hacen su trabajo.
Así, que, soy mexicano. No me echo para atrás ni para agarrar vuelo.
Y ésta noche, lejos de la parafernalia anquilosada de la ceremonia oficial, de cualquier ceremonia oficial, daré junto con un montón de amigos mexicanos el grito, recordando aquel otro con el cual nos convertimos en nación. Muy orgullosamente.
Sin embargo, mi patria está donde esté mi mujer, mi familia, mis amigos, mis muertos, mis libros, mis santos laicos, mi corazón, que una vez más, entrego sin reservas.
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