Arnoldo Cuellar
12/09/2013 - 12:00 am
En León se reedita el peor PRI
Guanajuato es una entidad con una historia política singular en los últimos 20 años. Pasó a manos del PAN por una decisión presidencial, un dedazo inapelable de Carlos Salinas que le quitó la gubernatura al priista Ramón Aguirre y se la entregó al panista Carlos Medina, en 1991. El PAN tenía como mérito político previo […]
Guanajuato es una entidad con una historia política singular en los últimos 20 años. Pasó a manos del PAN por una decisión presidencial, un dedazo inapelable de Carlos Salinas que le quitó la gubernatura al priista Ramón Aguirre y se la entregó al panista Carlos Medina, en 1991.
El PAN tenía como mérito político previo un triunfo electoral, ese sí legítimo y sin ayudas externas, al ganar por paliza la alcaldía de León en 1988, la ciudad que alberga a la cuarta parte de la población del estado. La cabeza visible de esa hazaña fue, precisamente, el propio Carlos Medina.
Desde entonces, hasta la elección de 2012, el PRI prácticamente no vio la suya. León, por ejemplo, fue gobernado 24 años por el PAN; el gobierno estatal tendrá gobiernos ininterrumpidos panistas por 28 años; y el Congreso ha sido tan ampliamente dominado por ese partido, que se han dado el lujo de imponer asuntos doctrinales en la Constitución local, como el de establecer el reconocimiento de derechos a la persona desde la concepción, a fin de inhibir el aborto en cualquier modalidad.
La resignación priista ante la desbandada local y la falta de aliento nacional llegó a extremos. Por años, por ejemplo, lo único que importó a los militantes de ese partido, y provocó batallas memorables, fueron los cargos de representación proporcional: la lista plurinominal al Congreso local; la primera fórmula del Senado; la inclusión en los primeros sitios de la lista de la circunscripción federal; los primeros lugares de la lista de regidores.
El PAN, ante la falta de una oposición militante y medianamente efectiva, se despachó a placer: modificó la estructura del estado, pasó por encima de la división de poderes, empanizó el Poder Judicial, le entregó la educación a los grupos de ultraderecha, incurrió en el patrimonialismo, favoreció empresas, construyó una estructura electoral financiada desde el erario público. Es decir, se convirtió en el nuevo PRI.
Por eso, el hartazgo provocado por los excesos panistas, aunado al crecimiento coyuntural de la votación provocada por la mercadotecnia peñista, fue tomada por muchos sectores sociales como una gran oportunidad para producir una nueva alternancia en Guanajuato, algo que durante los 20 años anteriores fue prácticamente imposible.
El alza del voto priista fue insuficiente para provocar el cambio a nivel estatal, pero alcanzó para arrebatarle al PAN su mayor bastión y la joya de la corona, la ciudad de León, a través de una alianza PRI-Verde, con una candidata combativa, bien vista por la cúpula priista nacional, que en un segundo intento logró derrotar al PAN, pues ya había sido postulada en 2009: Bárbara Botello Santibáñez.
El triunfo de la candidata priista tuvo muchos ingredientes, pero quizá uno de los decisivos fue la incorporación a su causa de importantes sectores de votantes panistas, unos desilusionados del desgaste del partido y otros del candidato, Miguel Salim, involucrado en escándalos de corrupción.
En conjunto, Botello Santibáñez logró conjuntar expectativas de cambio tanto de la sociedad ajena a militancias, como de los alicaídos priistas y de los decepcionados panistas. Una de esas ilusiones confiaba en que los largos años de oposición hubiesen contribuido a depurar los viejos vicios priistas, los mismos en los que el PAN se mostró como el más aventajado de los discípulos y que fueron el eje central de la crítica en las campañas.
Por eso mismo ha resultado altamente decepcionante poder comprobar en poco tiempo, que el PRI, o por lo menos el que representa Bárbara Botello, no llegó al poder con ninguna idea transformadora y tampoco con un ánimo de aprovechar esta segunda oportunidad.
Lejos del pragmatismo reformista y de la asunción de riesgos que se observa en las acciones del gobierno federal que encabeza Enrique Peña Nieto, más allá de las polémicas despertadas, políticos priistas como la alcaldesa de León no parecen haber llegado al cargo más que para el disfrute de las miles del poder y la evasión de todas las demás responsabilidades.
La circunstancia se traduce en un aumento exponencial de la violencia y los crímenes de alto impacto, a grado tal que la funcionaria ya reconoció que la ciudad vive una disputa entre cárteles, en algo que no suena a explicación sino a pasmo y a justificación.
Se evidencia también en la constante disputa con las autoridades estatales y con los partidos de oposición, lejos de cualquier ánimo pactista como sería obligado para ponerse a tono con el ejemplo nacional.
El retroceso queda claro también en el regreso al nepotismo, al aprovechar los cargos para darle trabajo a parientes y amigos, sin importar perfiles ni necesidades, en la administración central y en los organismos paramunicipales. La larga sequía de poder, además, parece potenciar esos apetitos.
Por si algo faltara, ahora tenemos la reaparición del fenómeno de la censura, ampliamente documentada en estas páginas, con el caso del Instituto de la Cultura de León, donde una alusión fugaz a la alcaldesa, dentro de una puesta en escena en el festival más importante de la ciudad, motivó el despido de una funcionaria y la declaración del síndico del Ayuntamiento de que los contenidos artísticos dependientes de patrocinios municipales, deben ser “supervisados”.
Ese es el PRI que empieza a espabilarse en Guanajuato, que tiene su primera oportunidad de gobernar en dos décadas y que exhibe, sin pudor alguno, que su larga ausencia del poder no sirvió para expiar los vicios por los que fueron expulsados, sino para refinarlos.
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