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Benito Taibo

25/08/2013 - 12:00 am

Política para novatos

A mediados de junio de 1970, en mi casa, comenzó un curioso experimento que hasta el día de hoy no ha terminado del todo y que si ustedes me lo permiten, les contaré. Yo tenía diez años; mi hermano Carlos, cinco. Mis padres nunca habían votado en unas elecciones generales. No habían votado en ningunas […]

A mediados de junio de 1970, en mi casa, comenzó un curioso experimento que hasta el día de hoy no ha terminado del todo y que si ustedes me lo permiten, les contaré.

Yo tenía diez años; mi hermano Carlos, cinco.

Mis padres nunca habían votado en unas elecciones generales. No habían votado en ningunas elecciones para ser exactos.

Llegaron a México en el año 59 desde España en un muy tardío exilio ya que mi abuelo Benito y mi tío abuelo Ignacio estaban en la cárcel (socialista y anarcosindicalista). En cuanto todos tuvieron pasaportes, salieron huyendo del régimen de Franco. No se quedó nadie de la familia. Tenemos pues, mucho que agradecerle a este país y a su gente, que nos acogió con los brazos abiertos. Yo fui el primer mexicano por nacimiento de la familia y lo sigo siendo por convicción absoluta, no tengo ningún otro pasaporte que el mexicano y nunca lo tendré.

El caso es que mi padre, Paco Ignacio Taibo I  en ese inicio del verano del 70, creyó conveniente dar una clase de democracia participativa ejemplar en nuestra casa, y organizó una mini-elección con ayuda de sus dos hijos menores. Nos habló del valor de las votaciones y como el pueblo tiene el derecho indiscutible por la vía del sufragio, para elegir a sus gobernantes.

Primero, se hizo un censo de votantes. Estaban mis padres (que no podían votar en la vida real pues todavía no se habían hecho ciudadanos mexicanos), las dos muchachas que nos ayudaban en casa, Guille y Conchita (las dos de Ápan, Hidalgo y las únicas que podrían votar verdaderamente el 5 de julio de ese año), mi tío abuelo Ignacio y Ángeles, su esposa, Carlos y yo.

Hicimos credenciales de elector y las repartimos a los miembros de nuestra curiosa y variopinta comunidad.

El jefe nos dijo quiénes eran los candidatos “oficiales”: Luis Echeverría por el PRI y Efraín Gómez Morfín por el PAN. Pero aclaró vehementemente que cualquier otro candidato no registrado sería bienvenido en nuestra urna. E incluso habló del derecho absoluto que teníamos los electores a nulificar el voto en señal de inequívoca protesta.

Estábamos realmente emocionados. Hicimos las boletas donde aparecían los dos candidatos y otros cuatro recuadros para imprevistos.

Se hizo una urna con una caja de cartón y fue enseñada, vacía, en presencia de los votantes. La verdad es que en eso de organizar elecciones limpias éramos muchísimos más chidos que el IFE.

Llegó el ansiado día y todos pasaron a votar en secreto y a depositar su boleta en la urna. Nos pintaron el dedo con plumón para evitar “ratones locos” o “mapaches”,  y ese domingo luminoso aprendimos del valor de las democracias y la participación ciudadana.

Papá contó tres veces los votos e iba apuntando los resultados en una hoja.

En las elecciones familiares de 1970 estos fueron los resultados.

Votos Nulos: 4 votos (Cuatro). (Mis padres y mis tíos tenían cierto pudor al respecto y prefirieron votar sin votar).

Luis Echeverría Álvarez (PRI): 1 voto (Uno). (A la mamá de Conchita le habían regalado unas láminas para el techo de su casa en el pueblo y estaba muy agradecida, ni forma de reclamarle).

Efraín Gómez Morfín (PAN): 0 votos (Cero).

Pepita Gomís (Candidato Independiente que salía en la tele): 3 votos (Tres).

Carlos y yo habíamos convencido a Guille de votar por Pepita, que era un encanto y que nos miraba desde la televisión con su programa por las tardes y con su “espejito mágico” sabiendo siempre si nos portábamos bien o mal.

El caso es que Pepita arrasó en esas elecciones y mi padre la llamó por teléfono para darle la buena noticia. Poco después vino a visitarnos y nos trajo a todos los votantes (incluso a los traidores) una enorme bolsa de dulces.  Lo menos que se esperaría de un candidato triunfador.

Pasaron muchos años desde entonces. Y yo seguí participando siempre. Llevándome un montón de terribles decepciones al descubrir que las elecciones en la vida real no eran tan dulces y tan honestas como las que se hacían en mi casa.

La primera vez que voté de verdad, fue por Rosario Ibarra de Piedra en las elecciones de 1982. Soy pues, uno de los 416,448 votos que obtuvo. Sí hoy se repitiera esa elección, haría lo mismo.

La única vez que milité, fue en las Juventudes del Partido Comunista Mexicano, dentro de la brigada “Ángela Davis” entre  1976 y 77.

Y fui expulsado. Tal vez por mi talante ácrata y por andar citando a Kropotkin con aquello de que  “La única iglesia que ilumina es la que arde”.

Mi abuelo, socialista de cepa me había dejado de hablar cuando entré al PC. Y me recibió de vuelta al seno familiar, con una comilona, en cuanto fui expulsado.

La primera vez en que un candidato por el que yo voté (en la vida real), ganó una elección, fue en el 94, con el Ingeniero Cárdenas para Jefe de Gobierno de la Ciudad de México.

Tuvieron que pasar desde aquel verano del 70 hasta entonces, veinticuatro años.

Y sin embargo, yo sigo saliendo puntual y metódicamente, a votar. Aprendí esa lección  de política para novatos que mi padre nos dio y que sigo agradeciendo. El voto es un derecho y la expresión última de tu legítima voluntad, pase lo que pase y pese a todo.

Sé, que desde algún lugar, Pepita, con su espejito mágico, debe estar diciendo que siempre me he portado bien.

Y yo, duermo tranquilo, pero nunca conforme.

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