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Benito Taibo

11/08/2013 - 12:01 am

El árbol que da moras…

Los inconscientes amigos de SinEmbargo me han invitado a colaborar en estas páginas a partir de hoy y todos los domingos. Será un verdadero placer, y espero que ustedes, amigos lectores, me tengan paciencia pues soy propenso al exabrupto. Si ven que escribo algo que en el cuerpo del texto contenga la famosa frase, muy […]

Los inconscientes amigos de SinEmbargo me han invitado a colaborar en estas páginas a partir de hoy y todos los domingos. Será un verdadero placer, y espero que ustedes, amigos lectores, me tengan paciencia pues soy propenso al exabrupto. Si ven que escribo algo que en el cuerpo del texto contenga la famosa frase, muy mexicana, tan trillada de “con todo respeto”, sepan de una vez que no es cierto, que lo digo sin ningún pudor y, por supuesto, sin ningún respeto. También tiendo al sarcasmo, así que habrán de perdonarme. Ahora sí, empiezo, ya me siento en casa.

Me contaba mi padre que en los años 50, las almohadillas de los asientos en la Plaza de Toros México tenían una curiosa sentencia estampada en su reverso: “Me rentaste, no me compraste, déjame dónde me encontraste”.

Parecería que con ello, los aficionados se darían cuenta de que el precio de la entrada no incluía la famosa almohadilla como souvenir. Y sin embargo, a partir de que fue impresa la leyenda, se volvieron, si cabe, todavía más cotizadas, y oscuro objeto del deseo de coleccionistas o simples villamelones que pasaban por allí por vez primera.

Dicen que en nuestro país lo que no está expresamente prohibido está, por ende, permitido. Así, en el Salón México, mítica pista de baile y de sueños guajiros (aquí todo se llama “México” por lo visto) se prohibía que se tirarán colillas encendidas al suelo para evitar quemar los pies de las señoritas, quienes, hartas de los altísimos tacones, se despojaban grácilmente de ellos para danzar a sus anchas. En el box había otro letrero (Arena México, ¡adivinó!) que consideraba ilegal escupir a los púgiles o ponerles la zancadilla cuando salieran maltrechos hacia los vestidores.

Todo esto, que parecería de elemental sentido común en un país mínimamente civilizado, aquí, de plano no lo fue, no lo es, ni lo será nunca jamás.

Y en el colmo de la precisión acerca de lo que se puede o no se puede hacer. Yo mismo leí en un parque de Mérida un asombroso cartel que ponía: “El que pise el césped será consignado. El que no, no”. Y los que no lo pisaban, se quedaban de lo más tranquilos sabiendo que cumplían con el solemne bando.

Vivimos siempre al límite, la cultura de la legalidad no debe estar en nuestros genes y por ello la transgresión a la norma se convierte en un estilo de vida. Somos, pues, tiradores de basura endémicos, hacedores de ruido, estacionadores en zaguanes ajenos, metedores en colas (de cine, no piense otra cosa), expertos en el chanchullo, la transa, la componenda, el trasiego de influencias chicas y grandes. La ley, como los juncos, es tan flexible que se le puede dar mil y un vueltas sin que se rompa nunca.

Pero no tenemos del todo la culpa. ¿O será la culpa del todo?

En México se premia y se aplaude al que intriga, al que copia en el examen,  al que aplica la ley del mínimo esfuerzo, al “cachirul” que tiene en su despacho un título hechizo, a la que firma como licenciada sin serlo.

Procedemos de las viejas enseñanzas que dicen que “el que se mueve no sale en la foto”, “el que no transa no avanza” y tal vez la peor y más vil de todas, dicha por un cacique sin remilgos, que desde su inmenso rancho en San Luis Potosí soltó, alegremente allá por los años 70 esta frase que servirá para poner en letras de oro en la entrada del museo de la ignominia nacional, que habrá que abrir muy pronto: “La moral es un árbol que da moras”.

¿Estamos condenados? Permítanme pecar de ingenuo y decir que no. Que hay por allí un montón de gente humillada, ofendida e incorruptible que ya está hasta la madre de que estas y otras cosas sucedan y que no tardan en pasar al siguiente escalón, que se llama rebeldía. Voy a hacer camisetas que exhiban claramente la leyenda de las almohadillas en la vieja plaza de toros para que sepan que no estamos en venta. Como dice Galeano, y dice bien: “Necesitamos a los indignados porque estamos hartos de los indignos”.

Y como muestra, basta un botón, como decía mi abuela… Vi, hace unos días en la Alameda a una indignada señora que persiguió durante más de trescientos metros a un par de policías para que le impusieran una multa que se había ganado por tirar basura en la vía pública. La dama no concebía que su error (que admitía plenamente) no fuera sancionado como correspondía. Los policías sólo querían para el “chesco”. Ella quería la multa, pero los policías corrían más que la señora.

No es una metáfora, como pareciera. La justicia hasta ahora, es prácticamente inalcanzable.

en Sinembargo al Aire

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