Jorge Javier Romero Vadillo
07/06/2013 - 12:00 am
México hasta atrás en política de drogas
La XLIII Asamblea General de la OEA, celebrada durante esta semana en Antigua, Guatemala, ha tenido como una de sus notas más relevantes el informe del Secretario General, el socialista chileno José Miguel Insulza, sobre el problema de las drogas en las Américas. El estudio es resultado del encargo hecho a la organización continental por […]
La XLIII Asamblea General de la OEA, celebrada durante esta semana en Antigua, Guatemala, ha tenido como una de sus notas más relevantes el informe del Secretario General, el socialista chileno José Miguel Insulza, sobre el problema de las drogas en las Américas. El estudio es resultado del encargo hecho a la organización continental por la Cumbre de las Américas del año pasado en Colombia, donde el Presidente Santos llamó a discutir francamente si la estrategia seguida por décadas de guerra contra las drogas había sido la adecuada para enfrentar el tema. Las conclusiones del informe en sus dos partes, tanto la analítica como la de escenarios, apuntan a que ha sido una política fallida, tanto en lo que toca a la salud, como a los derechos humanos y a la seguridad. Aunque en la presentación el propio Insulza prudentemente dice que se trata tan solo del inicio de un debate largamente esperado, el documento marca un giro radical en los términos en los que el asunto ha sido abordado en la arena internacional.
Hasta hace unos años, la voz de los políticos de todo el mundo era –a contrapelo de la opinión desarrollada en la academia y la comunidad científica– que las drogas eran un flagelo que los Estados deberían combatir frontalmente con el recurso de la violencia legítima. El discurso monocorde seguía la voz cantante de los Estados Unidos, que simplemente decían no impulsaban las grandes campañas de choque contra el mercado clandestino de drogas ilegales, con excelentes resultados para el comercio legal e ilegal de armas pero con magros resultados sobre el consumo de sustancias, pésimos efectos sobre los de por sí débiles Estados de los países productores y de tránsito y con un impacto muy negativo sobre la salud y los derechos humanos de los consumidores, convertidos en criminales, sin respeto a sus libertades individuales y sin consideración a los aspectos médicos y sanitarios concretos de los de los adictos, los menos entre quienes consumen las sustancias condenadas por la prohibición.
Los Estados Unidos, junto con las teocracias islámicas o los nada democráticos regímenes de Rusia y China, han sido los paladines del consenso mundial en torno al prohibicionismo; sin embargo, los países europeos, con sus sociedades críticas y sus democracias incluyentes, comenzaron en la práctica a romper ese acuerdo desde hace décadas. Primero fue Holanda con su política de tolerancia a la mariguana y de no persecución del pequeño comercio clandestino de otras substancias; después, otros países comenzaron a aplicar políticas de reducción de daño frente a la heroína y las drogas de gran impacto sanitario, hasta que hace ya más de diez años Portugal formalizó en su legislación una estrategia que enfoca el tema como un asunto de salud y no de política criminal, con resultados evidentemente positivos.
En las Américas el empecinamiento prohibicionista, con su enfoque policíaco-militar, ha producido consecuencias desastrosos. En los Estados Unidos, cárceles atestadas de pequeños traficantes y consumidores cuyo único delito era haber sido atrapados con unos gramos de mariguana o cocaína. En Colombia, Perú o México, un reguero de muertos, Estados carcomidos por la corrupción y la ineficacia y daño profundo de los tejidos sociales. Mientras, la demanda de substancias ilegales se ha mantenido estable, con buenas ganancias para los delincuentes que abastecen y regulan un mercado garantizado, en el que pueden actuar con amplio margen, al grado de que en cualquier ciudad estadounidense un adolescente tiene menos obstáculos para conseguir una papelina de crack que un paquete de tabaco o una cerveza, productos legales regulados por el Estado y por lo tanto con más control sobre su consumo.
En los últimos años el consenso prohibicionista en los territorios de la OEA se ha resquebrajado. Primero fueron varios ex presidentes quienes llamaron a cambiar el paradigma. Después, Mujica en Uruguay salió a proponer la plena legalización de la mariguana, al tiempo que en muchos Estados de la unión americana se ha abierto paso la legalización de la cannabis para usos médicos y el año pasado en Washington y Colorado los ciudadanos votaron por su regulación plena para uso recreativo, con claras restricciones al consumo de menores y a la conducción bajo sus efectos. También el Presidente Santos de Colombia, antes Ministro de Defensa encargado por el conservador Uribe del combate al tráfico, se ha decantado por un cambio de política, lo mismo que el General Otto Pérez, de ninguna manera sospechosos de ser un hippie trasnochado, quien ha sido un impulsor decidido de la discusión desprejuiciada del tema y ha puesto la cuestión en la arena de discusión de la asamblea de la OEA de la que ha sido anfitrión.
Incluso Felipe Calderón, quien empezó su mandato con la cantaleta de que el Ejército y la Marina actuaban “para que la droga no llegue a tus hijos” –en lugar de actuar, en todo caso, para que los hijos de los mexicanos no llegaran a las drogas con políticas de educación salud, esparcimiento e inclusión–, fue girando y al final de su gobierno ya hablaba de abrir la discusión para buscar “soluciones de mercado”, eufemismo con el que se refería a regulaciones estales no prohibicionistas para las drogas.
Pero llegó Peña Nieto y, al menos en el discurso, el gobierno mexicano ha retrocedido como en el juego de las serpientes y las escaleras. Primero Peña hizo su declaración de principio contra la legalización y después la delegación mexicana en la Asamblea de la OEA ha mantenido una de las posiciones más retrógradas de las expuestas en las sesiones. Hasta el Secretario de Estado Kerry, quien se mostró abierto a la discusión del tema aunque se mantuvo firme en cuanto a la necesidad de sostener las acciones policíacas contra el tráfico –cosa evidente, pues no se trata de simplemente dejarle libres las manos a quienes hoy dominan los mercados clandestinos– se mostró más flexible que los representantes mexicanos.
Tal vez el gobierno de Peña Nieto no ha interpretado bien las señales dadas por la administración de Obama, la cual ha dejado pasar las legislaciones locales sobre la mariguana y ha dado un giro en su enfoque, para dejar atrás la persecución de los consumidores y centrarse en la prevención y la salud. El Presidente mexicano, en cambio, se aferra a un discurso en declive que en lugar de permitirle recuperar su liderazgo en América Latina sobre un tema especialmente sensible, lo coloca a la saga de Brasil, Colombia, Uruguay o Guatemala.
Hasta Fox, quien seguramente probó la mariguana y se convenció, en su tono involuntariamente cómico, parece percibir mejor el asunto que Peña; ojalá no tenga que pasar todo su sexenio para que advierta el fracaso del prohibicionismo.
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