Arnoldo Cuellar
02/05/2013 - 9:55 am
Sin reforma electoral no hay pacto que alcance
Se engaña quien piense que puede lograrse la modernización del país en sus aspectos educativo, financiero, laboral, energético o fiscal sin antes modernizar algo tan elemental como la forma de elegir a nuestros gobernantes. La puesta al día de Carlos Salinas de Gortari fracasó, precisamente por eso. El intento salinista de renovar la práctica de […]
Se engaña quien piense que puede lograrse la modernización del país en sus aspectos educativo, financiero, laboral, energético o fiscal sin antes modernizar algo tan elemental como la forma de elegir a nuestros gobernantes.
La puesta al día de Carlos Salinas de Gortari fracasó, precisamente por eso.
El intento salinista de renovar la práctica de la vida pública surgió como una respuesta a la grave percepción de ilegitimidad de su elección como Presidente de la República. Su éxito relativo se midió en la reconquista de cargos públicos en la elección intermedia, a través de los programas sociales y el silencio de la oposición. Su quiebra ocurrió, precisamente, en medio de una sucesión que escondía un intento de continuidad.
De volver a ese modelo, otra vez de la mano del PRI, estaremos tropezando con la misma piedra por segunda ocasión en menos de un cuarto de siglo. Es demasiado, incluso para un país como este, tan lastrado en sus atavismos.
Después de la elección de julio del año pasado, cuando la vulneración de la equidad electoral proveniente del uso excesivo de recursos públicos y de la falta de equidad en el manejo de los medios de comunicación electrónico en la etapa preelectoral, quedó a la vista, lo más urgente debió haber sido el planteamiento de una reforma electoral.
Incluso Carlos Salinas de Gortari lo hizo en su momento, propiciando la creación del IFE y el camino que llevaría a la autonomía del árbitro electoral en relación con el Poder Ejecutivo.
En el caso de Enrique Peña Nieto, el planteamiento de una reforma electoral se pospuso a la realización de otra serie de reformas y al establecimiento de un pacto de colaboración entre las principales fuerzas políticas, en donde una de las principales coincidencias se da por el hecho de que el camino de los acuerdos contribuye a diferir disputas al interior de los propios partidos.
La posposición, en este sentido, no surge de condiciones objetivas ni de un acuerdo explícito, sino de necesidades que se quisieron subsumir en un objetivo irreprochable: la modernización del país. Para ello, Peña Nieto obtuvo los votos de PAN y PRD para las reformas estructurales, a cambio de que los dirigentes de estos partidos obtuvieran como dividendos de la colaboración su reposicionamiento ante una sociedad harta de disputas entre políticos, a la vez que mantenían a raya a sus oposiciones internas.
Sin embargo, la terquedad de la realidad es infalible. Difícilmente se puede obviar la necesidad de una reforma electoral en un país que se dispone a realizar elecciones regionales en casi la mitad de sus estados y ante un priismo motivado por el éxito de sus viejas prácticas fraudulentas, apenas hace medio año.
Las acechanzas para un acuerdo tan ambicioso como poco soportado en equilibrios sustanciales, eran demasiadas y han terminado por exhibir lo que sin duda constituye la mayor urgencia del país: la necesidad de limpiar los mecanismos electorales y dotarlos de una mínima certeza de equidad, mediante la erradicación de la intervención de los gobiernos de todos los niveles y los poderes fácticos, incluyendo los que se mueven fuera de la ley.
Si bien es cierto que todas las fuerzas políticas –las tres principales y también las restantes– comparten el pecado del clientelismo, de la utilización de recursos públicos para hacer proselitismo políticos y de la intromisión desde el poder en los procesos electorales, eso no hace sino darle carácter de emergencia a la construcción de un acuerdo político para reconstruir tanto la legalidad como la legitimidad de los mecanismos de acceso al poder.
Allí es donde se encuentra una de las fallas estructurales del intento de modernización que persigue Enrique Peña Nieto. Si bien es cierto que los lastres de su elección fueron allanados con extraordinaria velocidad, tanto por la anuencia de la autoridad electoral como por la resignación de sus oponentes, ello no constituyó más que la posibilidad de una tregua que debió ser aprovechada con imaginación política.
De las dos últimas elecciones, 2006 y 2012, el país no sólo no ha emergido con gobiernos de mayoría, sino que además se ha visto envuelto en agrias disputas por la legalidad electoral.
Felipe Calderón se atrincheró en un gobierno militante que hizo una bandera del sectarismo. Así le fue.
Peña Nieto, mejor asesorado y acuerpado por una clase política de mayor refinamiento, logro trascender ese momento con un proyecto de confluencias políticas que sumó agendas y logró coaliciones parlamentarias en temas coyunturales. Su debilidad ha surgido en su mayor omisión: la de una reforma electoral que le de cimiento al proyecto pactista.
En el estado en que se encuentra el país y ante la beligerancia feudal de los gobernadores y los alcaldes de todos los partidos, la construcción de un planteamiento legal que norme con eficacia los procesos electorales, que los haga más cortos y certeros, que vigile con lupa los recursos que se gastan en las campañas y las blinde tanto del uso de programas oficiales, como del dinero privado y del dinero sucio, no sólo es necesario, sino también imprescindible.
Peña Nieto haría verdadera política de Estado si propicia un acuerdo entre los partidos para que todos renuncien a la posibilidad de defraudar el voto.
En una cancha así, que contemple cárcel para los mapaches de todo tipo, el recorte general podría dejar las cosas más o menos como están en las proporciones del voto de los últimos años, con un panorama cercano a los tres tercios y diferencias coyunturales derivadas del carisma personal de los candidato.
Quizá lo que aumente sea el abstencionismo. Pero ni eso sería negativo, pues nos permitiría ver donde estamos parados como democracia y cuales son los retos del futuro. De cualquier manera, también estamos emprendiendo una reforma educativa que debe tener entre sus objetivos la promoción de una mayor cultura cívica.
No avanzar en ese terreno, por más que se logren acuerdos en los otros ámbitos de la vida del país, nos mantendrá como una seudorepública marcada por la desigualdad, dominada por una clase política facciosa y cínica y en manos de poderes fácticos cada vez más pedestres. Es decir, alejados de cualquier sueño de modernidad y enfermos como nación.
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