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Jorge Javier Romero Vadillo

01/02/2013 - 12:01 am

Primero, las reformas institucionales al sistema educativo

Como era de esperarse, ya comenzaron a oírse las críticas a la reforma al sistema educativo, no por sus alcances sino por sus limitaciones. Se trata de cuestionamientos distintos a los que, previsiblemente, han planteado tanto la cúpula del SNTE como su simulada némesis, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. Si de acuerdo […]

Como era de esperarse, ya comenzaron a oírse las críticas a la reforma al sistema educativo, no por sus alcances sino por sus limitaciones. Se trata de cuestionamientos distintos a los que, previsiblemente, han planteado tanto la cúpula del SNTE como su simulada némesis, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.

Si de acuerdo con la representación gremial los cambios constitucionales en proceso son una amenaza a los derechos adquiridos por los docentes, los nuevos críticos, entre los que no faltan legisladores prominentes del propio partido del Presidente que ha impulsado la reforma, resultan insuficientes para transformar de fondo un sistema educativo extraordinariamente ineficiente, que se ha convertido en un auténtico fraude a la sociedad mexicana. Según los críticos de las carencias del nuevo texto del artículo tercero, éste no entra a la modificación de las formas de las maneras caducas de la enseñanza y, por tanto, no constituye una auténtica reforma educativa.

Si bien no les falta razón a quienes afirman que todavía no estamos ante la reforma de fondo que requiere la enseñanza en México, su cuestionamiento hierra cuando pretende que el texto constitucional haga algo distinto a establecer el marco institucional de funcionamiento del sistema educativo. Mal acostumbrados estamos en este país  cuando pretendemos que la Constitución sea un texto prolijo en el que se detalla todo tipo de materias. Más de un artículo constitucional, como el 41 o el 123 contienen elementos que deberían ser más bien materia de la legislación secundaria.

A contrapelo de las críticas, la reforma en curso hace lo que se debe hacer en primer término para emprender la transformación profunda del sistema educativo: cambiar las reglas del juego que modelan el sistema de incentivos de los actores involucrados en la enseñanza en México. Se trata de la reforma institucional –política– del sistema educativo mexicano, no de la reforma educativa de  organización, métodos, planes y programas que necesariamente deberá seguir si se quiere llegar al fondo y revertir la catástrofe educativa que aqueja a país.

Vale la pena insistir en los alcances de lo hasta ahora aprobado: se trata de cambiar un sistema de incentivos sindical y político, imperante desde los años formativos del régimen de partido hegemónico, allá por la década de 1940, por un conjunto de alicientes académicos y profesional, de manera  que a los maestros se les premie su dedicación, creatividad y desempeño en el aula o en la gestión escolar, en lugar de que los ascensos, las dobles plazas o los cambios de adscripción se consigan a través de la férrea lealtad y disciplina respecto a los líderes sindicales y sus intereses políticos.

Lo primero que debe cambiar en el sistema educativo mexicano es su arreglo político: la manera en la que se gobernó la educación durante la época clásica del régimen del PRI. Se trataba de un conjunto de reglas escritas y no escritas por medio de las cuales se le otorgó a una corporación particular, perteneciente al PRI, el control de los recursos públicos destinados a la educación, para que los manejara discrecionalmente a cambio de mantener una relativa paz y aquiescencia política entre los profesores, aguerridos resistentes en otras latitudes del continente durante los años del crecimiento basado en la industrialización para la substitución de importaciones.

Durante los años del mal llamado milagro mexicano, el régimen privilegió la paz y la formación de capital político de apoyo a su proyecto sobre la formación de capital humano, el cuál era prescindible para un modelo de desarrollo completamente dependiente de la importación de tecnología y que sólo tenía que crear capacidades para una limitada competencia interna.

Sin embargo, la integración económica global, acelerada durante las últimas tres décadas, hizo evidentes los males de un sistema educativo que ya hace 20 años Gilberto Guevara Niebla calificaba de catastrófico. Si  México quiere competir en condiciones de ventaja en la economía global no sólo como proveedor de fuerza de trabajo barata, sino como innovador, se requiere de un capital humano que el sistema educativo actual es incapaz de formar. Para cambiar esa situación, empero, lo primero que se requiere es cambiar el sistema de incentivos de los docentes y los gestores escolares: dotarlos de autonomía, de iniciativa, de libertad de cátedra y premiarlos de acuerdo a su esfuerzo y desempeño.

Con el arreglo actual, la carrera de los maestros, directores y supervisores depende de los intereses de los líderes sindicales, no de las necesidades de la escuela y los intereses de los educandos. Es un sistema deforme. El establecimiento en el ordenamiento constitucional de un servicio profesional docente y de un sistema nacional de evaluación educativa constituyen el primer paso, la piedra fundadora, de un nuevo conjunto de reglas del juego. Sin duda, sobre ese basamento habrá que construir todo un entramado de reglas nuevas, que hagan autónoma a cada escuela, que propicie el involucramiento de la comunidad en la educación, que estimule la creatividad y se enfoque a desarrollar competencias en lugar de entrenar cantantes desafinados del Himno Nacional.

La utopía: que los maestros ganen su plaza por un concurso abierto que certifique sus conocimientos y habilidades y que esos profesores que ingresen al sistema después ocupen los puestos en cada escuela en concursos de oposición donde se elija al más apropiado para las necesidades específicas de el centro escolar; así, las escuelas con necesidad de maestros que conozcan lenguas locales podrán contar con profesores certificados que, además posean el conocimiento específico del idioma indígena, mientras que las escuelas insertas en zonas de desarrollo industrial puedan reclutar a profesores adecuados a su situación económica específica. El ingreso, la adscripción, las promociones horizontales y las condiciones de permanencia en el cargo estarían a cargo de colegios estatales del servicio profesional, en los cuales los maestros fueran representados por colegiados elegidos entre aquellos con mayor categoría y nivel y no por los delegados sindicales.

En este modelo, los concurso para las plazas de director  tendrían una especial importancia, pues  pondrían el o en la capacidad de gestión y de liderazgo académico y no en la lealtad sindical. Éstos son los temas que debe resolver la legislación secundaria y en su elaboración se dará la batalla para que la reforma constitucional no quede, una vez más, como un enunciado vacío.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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