Arnoldo Cuellar
31/01/2013 - 12:00 am
El otro secuestro: televisoras y funcionarios
Puesto que del caso de Florence Cassez ya lo único que queda es tomar lecciones, ante el enorme ridículo que hemos hecho como país, pongámonos en esa frecuencia, término que parece quedar mejor que nunca. Porque el caso de la joven francesa involucrada con una banda de secuestradores, exhibida en televisión nacional sin ningún pudor […]
Puesto que del caso de Florence Cassez ya lo único que queda es tomar lecciones, ante el enorme ridículo que hemos hecho como país, pongámonos en esa frecuencia, término que parece quedar mejor que nunca.
Porque el caso de la joven francesa involucrada con una banda de secuestradores, exhibida en televisión nacional sin ningún pudor y después convertida en un caso de orgullo nacional por dos gobiernos galos de distinto signo político, es de principio a fin la crónica de una infamia perpetrada por el sometimiento del estado al poder fáctico de los grandes medios de comunicación.
¿Por qué habría de tener necesidad un poderoso jerarca policiaco como el entonces director de la Agencia Federal de Investigación, Genaro García Luna, de montar un episodio de CSI tercermundista, violentando la ley y los derechos de los presuntos inculpados?
La única explicación posible es la de la minusvalidez en la que ha incurrido el Estado frente a unos medios cada vez más poderosos, más irresponsables y absolutamente impunes.
¿Alguien se imagina a Luis Echeverría Álvarez o a Fernando Gutiérrez Barrios tratando de quedar bien con un presentador de televisión, cuando podían someter a los dueños de los capitales detrás de las grandes cadenas?
Si bien la prepotencia de estos personajes pasó así a la historia, la ausencia de valores democráticos y de respeto al estado de derecho permaneció e, incluso se acrecentó. El nuevo funcionariado corteja a los medios con menos ínfulas pero con las mismas aviesas intenciones: controlar el flujo de la realidad e imponerle criterios, aunque ahora en una agenda negociada con los medios.
Estoy seguro de que no fueron las televisoras quienes idearon la puesta en escena que tantas consecuencias trajo a la vuelta de los años, que propició que quedará burlada la justicia y que nos puso de rodillas, una vez más, ante una potencia extranjera, sin embargo no parece quedar ninguna duda de que utilizaron con fruición el material surgido de ese episodio.
No creo, empero, que la impunidad de la que parecen gozar las cadenas televisivas, no así los trabajadores de las mismas a menudo convertidas en víctimas propiciatorias de las decisiones de los altos ejecutivos, sea el aspecto preocupante de este caso, sino sólo en lo que tiene de síntoma.
El hecho de que los funcionarios responsables de las decisiones del Estado vivan a la sombra de la fugaz gloria que dispensan los medios televisivos, tan efímera como puede verse en el linchamiento de que hoy es objeto Genaro García Luna a pesar de ser un benefactor de esas empresas, coloca al Estado mexicano y por tanto a sus habitantes, en una peligrosa fragilidad.
La alianza entre García Luna y Televisa sirvió para que la empresa tuviera dividendos económicos y de audiencia; a García Luna le funcionó para transitar con buena prensa, por lo menos desde ese flanco, a lo largo de un sexenio. Sin embargo, a la nación le provocó daños que aún no terminamos de aquilatar.
Esa circunstancia puede multiplicarse a lo largo y ancho del aparato público que administra al país, además de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
Ahí está, para no ir más lejos, la impresión sobre el decisivo papel de las televisoras, particularmente Televisa, en la elección de Enrique Peña Nieto como candidato del PRI y después como presidente de la República. El tema fue un tópico durante las campañas y persiste como impresión en buena parte de la opinión pública nacional.
El antecedente de lo ocurrido con el caso de Florence Cassez, donde la causa decisiva para propiciar su excarcelación –que no exoneración–, fue la decisión de un funcionario para quedar bien con un medio de comunicación, nos ha dejado clara la fragilidad institucional de un país gobernado por un clase política oportunista y carente de escrúpulos.
Como, además, esos políticos se recambian con gran facilidad y son sustituidos por otros que no difieren mucho, los únicos que ganan son los poderes fácticos, lo que nos convierte cada vez más en un país carente de los más elementales valores democráticos.
Quizá el verdadero desafío del gobierno priista de Enrique Peña Nieto, el reto democrático profundo, no sea ni el control de la violencia y la inseguridad, ni la modernización educativa o la reforma fiscal y energética, todas las cuales pueden salir adelante con oficio político y alianzas como las que ya se vislumbran con las fuerzas opositoras.
El punto fino de la viabilidad de una nación con presencia en el nuevo mundo global, más allá del papel de un eficaz paraíso maquilador, se encuentra en la reconstrucción de un Estado que recupere la rectoría de su propia agenda y que pueda arbitrar con calidad moral entre los poderes de facto que tienen todo el derecho a prosperar siempre que lo hagan en igualdad de circunstancias con el resto de la sociedad y bajo las reglas que rigen para todos.
Después de todo este sainete, quizá nunca sabremos de cierto la verdadera responsabilidad de la joven francesa Florence Cassez en los delitos probados contra mexicanos inocentes.
Sin embargo, estamos ciertos de que otro secuestro, el del estado de derecho pisoteado por funcionarios que a su vez se convirtieron en rehenes de su imagen ante unos medios cómplices, quedará perfectamente impune.
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