Jorge Javier Romero Vadillo
28/12/2012 - 12:00 am
Vandalismo, arbitrariedad e impunidad
Los acontecimientos del 1 de diciembre y sus secuelas muestran diversas taras de nuestro arreglo social y sirven para reflexionar sobre el desarrollo incompleto del Estado de derecho y de la legitimidad democrática en México. No existe ninguna democracia en el mundo que genere un cien por cien de satisfacción entre sus ciudadanos. Esto, que […]
Los acontecimientos del 1 de diciembre y sus secuelas muestran diversas taras de nuestro arreglo social y sirven para reflexionar sobre el desarrollo incompleto del Estado de derecho y de la legitimidad democrática en México.
No existe ninguna democracia en el mundo que genere un cien por cien de satisfacción entre sus ciudadanos. Esto, que parece una perogrullada, resulta necesario precisarlo, porque en México no faltan quienes creen que las manifestaciones y las protestas son una anomalía social, cuando en toda sociedad forman parte de la expresión de las complejas contradicciones de intereses que engendran las sociedades de eso que Douglass C. North ha llamado la segunda revolución económica de la historia, la que nos ha tocado vivir a los humanos de los últimos 150 años. Por más amplios que sean los cauces para la participación social y por más incluyente que sea un sistema político, siempre habrá inconformidades, ya sea contra políticas públicas concretas o contra procesos políticos amplios. Una de las virtudes de las democracias es que procesan el disenso a través de la voz; es decir, en las poliarquías existen cauces para expresar la inconformidad y la protesta, siempre y cuando no viole la integridad física, los derechos o la propiedad de terceros, es un derecho plenamente aceptado.
Sin embargo, incluso en las sociedades más abiertas, en las más tolerantes y acostumbradas a la disensión, el Estado tiene la obligación de garantizar que la protesta no se exprese con violencia ni implique daños a terceros. La oposición no puede convertirse en terrorismo ni las manifestaciones estallar en vandalismo sin que el Estado haga uso de su capacidad de violencia legítima para reducir a los que convierten su inconformidad en agresión. De nuevo, parecería que estamos ante una declaración de don Pero Grullo, pero la idea de que existe una acción estatal de contención que no debe ser considerada como represiva ni autoritaria sino como legítima –siempre y cuando se lleve a cabo de manera proporcional y de acuerdo con protocolos de actuación– parece escapársele a muchos analistas y activistas.
El día de la toma de posesión presidencial –ya conocido como 1D por quienes han gustado de copiar la forma española de señalar fechas memorables– hubo protestas legítimas, pero también, como cualquiera que haya andado por las calles del Centro o haya visto las escenas de televisión pudo notar, actuaron grupos organizados con la clara intención de agredir a las fuerzas del orden y de causar destrozos en los espacios públicos y los negocios que se les pusieron en el camino. Yo vi cómo por avenida Juárez atacaron inmuebles y monumentos, no como respuesta a agresión alguna sino adrede, como parte de una estrategia planeada. Para ello llevaban palos, piedras, bombas molotov e iban encapuchados. Aquí o en Estocolmo se trata de actos vandálicos que constituyen delitos específicos, no actos legítimos de protesta.
Mientras los grupos incontrolados realizaban su faena por avenida Juárez, los policías antimotines brillaron por su ausencia. Desde Bellas Artes hasta Reforma destruyeron lo que encontraron a su paso. Sólo cuando los destrozos llegaron a la altura del Metro Hidalgo aparecieron los granaderos; entonces los vándalos organizados se dispersaron y los policías comenzaron a detener al que se les puso en el camino, no necesariamente a quienes habían cometido los ilícitos. También de eso dan testimonio los vídeos y las fotografías del momento.
Antes, en San Lázaro, la policía federal que resguardaba el Palacio Legislativo sufrió el embate de grupos de choque organizados y resistió de manera relativamente profesional, pero en la tribuna el desaforado con fuero Ricardo Monreal clamó represión y acusó a las fuerzas federales de haber asesinado a un personaje imaginario. Se puede al menos conjeturar que el discurso del diputado Monreal se hacía de acuerdo con quienes afuera del recinto de la Cámara de los Diputados intentaban conscientemente provocar un acto de violencia desmedida por parte de las fuerzas de seguridad. La intención, es posible especular, era mostrar que la llegada del PRI al poder significaba en automático el retorno del régimen autoritario. Mal que bien, los federales libraron la situación y los atacantes no lograron el objetivo de desatar una acción represiva.
Lamentablemente la policía del Distrito Federal y la procuraduría local no salieron igual de bien libradas. Su actuación fue a destiempo y arbitraria. Mostraron toda su falta de preparación, la inexistencia de protocolos de actuación, su ineficiencia para estar en el lugar indicado en el momento necesario. La PGJDF, además, fue incapaz de presentar ante los jueces casos bien sustanciados y acabó acusando a 14 manifestantes del delito abstracto de alteración de la paz pública –que recuerda al acedo delito de disolución social, tan usado en los tiempos del PRI para encarcelar opositores de izquierda–, cuando atrás estaban los escaparates y monumentos destrozados. No hubo indiciados por daño en propiedad ajena u otro delito de carácter patrimonial. Una completa chapuza que sirvió de pretexto para deslegitimar la acción policial y de procuración de justicia.
Al final, como siempre en México, la solución fue negociar la ley. En un acto de malabarismo legislativo se reformó el código penal, pero ni siquiera los diputados de la ciudad se atrevieron a acabar de plano con el delito abstracto de alteración del orden público; sólo lo degradaron para que pudieran salir bajo fianza los procesados. Mientras, la destrucción urbana quedó impune, porque de acuerdo con lo actuado por la procuraduría a ninguno de los detenidos se le fincaron responsabilidades por esos actos concretos; la policía de la ciudad, lo mismo que la fiscalía, quedaron ante la opinión pública como ineficientes, arbitrarias y violadoras de los derechos humanos y la acción estatal contra una acción de violencia concertada quedó una vez más deslegitimada.
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