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Jorge Javier Romero Vadillo

07/12/2012 - 12:00 am

La educación en el centro del debate

Es innegable el efecto positivo que han tenido tanto el discurso de toma de posesión del presidente Peña Nieto como el pacto político firmado al día siguiente por los dirigentes de los tres principales partidos y el jefe del ejecutivo. No se trata, desde luego de un apoyo unánime –López Obrador y su movimiento, como […]

Es innegable el efecto positivo que han tenido tanto el discurso de toma de posesión del presidente Peña Nieto como el pacto político firmado al día siguiente por los dirigentes de los tres principales partidos y el jefe del ejecutivo. No se trata, desde luego de un apoyo unánime –López Obrador y su movimiento, como era de esperarse, se han situado al margen de cualquier negociación y apuestan con ello a captar todo el descontento antisistémico que existe o el que se pueda producir, mientras que en el otro extremo hay quienes plantean que con el pacto se hace concesiones populistas o estatistas en algunas materias como la de los hidrocarburos y que el costo de cumplir lo pactado sería ingente ¡hasta seis puntos del PIB!– pero el golpe político de entrada se consiguió.

Desde luego que del dicho al hecho el trecho es grande y que no pocas de las ofertas presidenciales se antojan complicadas, difíciles de financiar o incluso poco deseables, como la de legislar para que exista un código penal único en el país, lo que en lugar de contribuir al desarrollo de las capacidades de los gobiernos locales para alcanzar un federalismo cada vez más democrático, muestra una tendencia a tratar de superar las debilidades evidentes del arreglo federal mediante una reversión centralista, mientras que puede significar un retroceso en los derechos adquiridos en el Distrito Federal en un asunto tan relevante como el de la interrupción voluntaria del embarazo, que ha ampliado las libertades de millones de mujeres de la Ciudad de México. Pero el hecho es que se ha conseguido construir una coalición política que incluye a las tres principales fuerzas electorales y que si bien no es un pacto vinculante, si marca un clima de acuerdo mayor al que se ha tenido en el país en los últimos 25 años, tal vez con la excepción de 1996, cuando se pactó la reforma electoral.

Muchos asuntos también han quedado fuera, como el nodal de cambiar la arquitectura institucional del país para que la rendición de cuentas sea un criterio rector de la administración y la gestión pública, que obligue a los políticos y a los funcionarios e involucre a la ciudadanía en la vigilancia de los actos de gobierno. La comisión presidencial anticorrupción y la comisión de ética anunciadas se antojan insuficientes y cosméticas y dejan de lado todo el trabajo académico y empírico de la Red de Rendición de Cuentas, donde participan instancias estatales y centros de investigación. El trabajo legislativo concertado debería, en ese terreno, ir más allá de lo propuesto por el presidente. Es evidente que no todos los problemas nacionales quedarán resueltos si las ofertas de Peña y lo acordado por los partidos sale adelante. La historia desde luego no se acaba con el Pacto.

Sin embargo, hay dos temas que deberían concitar el apoyo más amplio. El primero es el de poner la pobreza y concretamente la pobreza alimentaria –el hambre– en el centro de la acción gubernamental. Con independencia de lo chocante que resulta el término “cruzada” para referirse al programa anunciado, el hecho es que el presidente y los partidos se han comprometido en destinar recursos y acciones a abordar de frente el problema más grave de la sociedad mexicana. El segundo es igual de relevante: garantizarle a los mexicanos una educación de calidad que tenga en el centro la mejora constante del logro académico y que le permita al país enfrentar con éxito las duras condiciones de la competencia en el mercado global.

Lo importante del compromiso adquirido por el presidente y asumido también por los partidos es que no se ha quedado una vez más, como ha ocurrido tantas otras veces, en un enunciado general; por el contrario, ahora se trata de una oferta concreta: reformar la Constitución y la ley para crear el servicio profesional de carrera docente y un sistema nacional de evaluación educativa. En su discurso, Peña Nieto coincide casi textualmente con las demandas concretas de la Coalición Ciudadana por la Educación –retomadas por otras organizaciones civiles– que a finales de 2011 presentó a la comisión de educación del Senado de la República un proyecto de reformas a la Ley General de Educación para crear un Servicio Profesional del Magisterio.

Se trataría de una reforma fundamental al arreglo institucional de la educación en México, construido durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho, en los tiempos formativos del régimen corporativo que no ha terminado de ser desmontado. Lo relevante de la propuesta es que un servicio profesional de carrera para los docentes le quitaría al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación el control del proceso de ingreso, promoción, estímulos y permanencia de los profesores, que ha llevado a que los maestros en México tengan incentivos sindicales y políticos en su desempeño y no académicos y profesionales. Hoy los buenos maestros saben que su esfuerzo cuenta poco a la hora de su promoción horizontal o vertical y que su mejora económica o laboral depende más de su militancia sindical y de su lealtad al delegado gremial que de lo que hagan o dejen de hacer en el aula. En torno a ese arreglo han medrado en fortuna e influencia política los dirigentes sindicales, mientras que los profesores han quedado convertidos en mera base utilizada como clientela electoral.

La reforma anunciada, de llevarse a cabo adecuadamente, hará que los profesores recuperen el control de su propia carrera y pondrá las bases para un sistema educativo que premie la creatividad en el aula, el estudio y la iniciativa de los maestros. Por supuesto, los detalles importan y todavía queda largo camino que recorrer antes de cantar victoria respecto a la reforma educativa. No sería la primera vez que un anuncio de transformación institucional en la educación se queda en agua de borrajas; la líder sindical y su camarilla han demostrado varias veces sus capacidades para hacer frustráneas las buenas intenciones en la negociación legislativa. En 1992 salieron a festinar el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, mientras que concentraron sus esfuerzos en la elaboración de una ley general que dejaba en meros enunciados las intenciones reformistas y no modificaba un ápice el control sindical. El silencio de la maestra milagrosa respecto a los anuncios es ominoso. Lo que viene requerirá de decisión política y del esfuerzo concertado del gobierno, los partidos y de las organizaciones civiles para alcanzar el cambio necesario.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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