Jorge Javier Romero Vadillo
30/11/2012 - 12:00 am
El ritual
Por fin, luego del largo período de transición que se abre en México cada seis años después de la elección presidencial, hoy conoceremos al nuevo gobierno y mañana tomará posesión Enrique Peña Nieto como presidente de la República. El ritual se ha repetido, a pesar de los cambios que la política mexicana ha vivido por […]
Por fin, luego del largo período de transición que se abre en México cada seis años después de la elección presidencial, hoy conoceremos al nuevo gobierno y mañana tomará posesión Enrique Peña Nieto como presidente de la República. El ritual se ha repetido, a pesar de los cambios que la política mexicana ha vivido por la irrupción de la pluralidad y la competencia. El presidente saliente, como en los tiempos de López Portillo, dedicó sus últimas semanas en el cargo a auto-homenajearse y a celebrar las magníficas obra que pretendidamente lega a la posteridad, mientras que la propaganda gubernamental se dedica a agradecer los servicios prestados a la patria por ellos mismos. Nada de modestia republicana. Tal vez la única diferencia con respecto al pasado es que Calderón tuvo la prudencia de no inaugurar estatuas de sí mismo. Eso sí, se va con la misma cantinela con la que machacó durante todo su gobierno: lo hizo muy bien en el tema de seguridad, aunque las estadísticas muestren lo contrario. Para qué necesitamos datos si existe el discurso oficial.
El que llega también repite el rito arraigado en la mentalidad colectiva. Deja hasta el último minuto el anuncio de quiénes serán sus secretarios del despacho y con ello propicia la especulación en los mentideros políticos para alimentar la incertidumbre, una de esas instituciones informales del viejo régimen, acostumbrado a operar en la penumbra y el secreto. El anuncio del nuevo gabinete implicaba para muchos el silbatazo final de la ronda del juego de las sillas musicales que comenzaba cuando se anunciaba quién sería el ungido como heredero del presidente en turno. Durante un año, burócratas y políticos habían corrido en torno a las puestos en competencia; para algunos la calma llegaba con el reparto de los puestos en el Congreso; para los más el alma sólo les volvía al cuerpo cuando finalmente se anunciaba que al jefe sí le había tocado algo en el nuevo acomodo, con lo que la prebenda personal quedaría asegurada.
La competencia democrática ha modificado en algo las cosas, pero lo esencial no se modifica: el empleo público se reparte como botín del triunfador. Cualquier forma de servicio profesional es un estorbo para cumplir con el objetivo principal de la política en México: hacerse con una parcela de rentas estatales. Regresó el PRI al poder y de inmediato se propuso eliminar la monserga del concurso de oposición para ocupar direcciones generales; nada de obstáculos a la disposición patrimonial del presupuesto, por más simulados que estos hayan sido. ¿Para qué sirve el poder si no es para darle chamba a los amigos y los validos?
No pueden, sin embargo, faltar los aguafiestas. El viejo rito de coronación, la consagración del ungido, que antes se hacía con la pompa ceremonial de la república populista, con baños de masas, besamanos de la corte y celebración de la unanimidad nacional en torno al nuevo monarca, ahora se realiza detrás de la muralla. La sociedad se muestra escindida. No es ya el pueblo que manifestaba su voluntad general a través de las corporaciones que lo hacían uno con el poder; ahora es un mosaico de identidades diversas, de grupos irredentos que se niegan a aceptar con docilidad las reglas del juego y que se disponen a protestar, a mostrar su descontento y le regatean al nuevo presidente el reconocimiento. Sea por lo que sea, la democracia mexicana no ha terminado de construir su legitimidad. Se le puede achacar al mal perdedor, al eterno campeón sin corona, el propiciar la sospecha y la desconfianza, pero el hecho es que la institucionalidad democrática inacabada y contrahecha que se ha construido en México está todavía lejos de contar con la aceptación plena de la sociedad.
Mañana el ritual de consagración se llevará a cabo constreñido y bajo cerco. Habrá legisladores que sigan la tradición inaugurada en el último informe de De la Madrid de usar la comparecencia presidencial en el recinto legislativo para mostrar su enojo. No habrá ahora orejas de papel o máscaras de cerdo, pero tampoco será el acto de ovación unánime de las tomas de posesión de la época clásica de la presidencia imperial. Y en las calles no habrá masas lanzando confeti tricolor al auto descubierto en el que confraternizaban por última vez el presidente entrante y el saliente. Por fortuna el ritual monárquico no volverá, pero todavía no podemos tener en México un cambio de poder aburrido, rutinario, simplemente democrático.
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