Jorge Javier Romero Vadillo
26/10/2012 - 12:00 am
El fracaso del federalismo
Tal vez no sea políticamente correcto, pero es importante reflexionar sobre el hecho de que en México el federalismo ha fracasado históricamente. Desde el principio, cuando se le copió sin más de la Constitución de los Estados Unidos de 1787 y se aplicó en unas regiones que estaban lejos de tener la experiencia previa de […]
Tal vez no sea políticamente correcto, pero es importante reflexionar sobre el hecho de que en México el federalismo ha fracasado históricamente. Desde el principio, cuando se le copió sin más de la Constitución de los Estados Unidos de 1787 y se aplicó en unas regiones que estaban lejos de tener la experiencia previa de autonomía y autogobierno que sí habían vivido las colonias que se convirtieron en estados de la unión americana, el federalismo fue más un subterfugio para el abuso de sátrapas locales que mecanismo de gobierno eficiente por su cercanía con los problemas de los ciudadanos, como en teoría se pretendía.
Los primeros esfuerzos por crear un gobierno central fuerte –realmente capaz de ponerse a la cabeza de una organización nacional con ventaja comparativa en la violencia que controlara eficazmente el país y cobrara impuestos para dotar a todo el territorio de los servicios de seguridad y justicia que en principio debe proveer cualquier Estado que se precie de serlo– se enfrentaron a las resistencias de los señores de la guerra que se habían apropiado de las regiones del país al hundirse el orden colonial y que con base en la construcción de redes de complicidad y reciprocidad política habían construido su poder político en los que a partir de la constitución de 1824 se habían comenzado a llamar estados de la federación.
Desde luego que no han faltado historiadores que encuentran en la creación de las intendencias surgidas con las reformas borbónicas una base autóctona del federalismo. Si bien es cierto que de ahí se sacó el mapa básico de las entidades reconocidas por la primera Constitución federal, muy lejos estaban aquellas demarcaciones administrativas de haber sido una experiencia auténtica de gobierno local. Por más duro que resulte reconocerlo, el federalismo constitucional mexicano fue resultado de una copia directa y acrítica de la Constitución de los Estados Unidos. Y nunca ha funcionado con eficacia.
La tensión entre los poderes de facto establecidos en las comarcas y los intentos de construir un Estado central fuerte marcó parte importante del conflicto político del medio siglo que siguió a la constitución de 1824, de breve vigencia, pues la siguieron las dos constituciones centralistas de 1836 y 1846, alguna restauración del federalismo del 24 con reformas, innumerables gobiernos de facto, dos años de dictadura unipersonal y otra rebelión de carácter local, hasta que el congreso constituyente de 1856–57 reformulara los términos del pacto federal y los ámbitos de competencia entre estados, municipios y federación. Todavía pasarían diez años antes de que se pusiera realmente a prueba el diseño de la Constitución de 1857.
Ya en la república restaurada, Juárez primero, y después Lerdo, lidiaron con la compleja relación entre poder central y poderes locales y tuvieron que conseguir poderes especiales del Congreso de la Unión, entonces formado sólo por la Cámara de los Diputados, para intervenir en los conflictos políticos locales. De ahí que Lerdo propiciara la refundación del Senado, que reapareció sobre todo como la Cámara encargada de legitimar la intervención en la política local para pacificar a los insumisos y castigar a los díscolos.
Porfirio Díaz institucionalizó el federalismo como ficción aceptada. No sería ya el autogobierno democrático de las regiones pensado por la teoría, sino un sistema de descentralización del gobierno, que ponía a leales como gobernadores, les daba un cierto nivel de discrecionalidad para tomar decisiones en su ámbito de competencia y para enriquecerse con cargo al erario, pero los sometía a su arbitraje final y los destituía por medio de formalidades legales bien cuidadas cuando perdían la confianza presidencial. Para remover a un gobernador bastaba con hacerlo senador de la República, secretario del gobierno federal o enviarlo como embajador cuando no simplemente se le hacía caer en desgracia.
Después de la Revolución, que despertó a las fuerzas políticas locales una vez sacudido el yugo del control férreo de don Porfirio, durante una década la política relevante se volvió local y de nuevo los caudillos que se habían hecho con el poder en sus regiones durante la guerra tuvieron autonomía y gobernaron con arbitrariedad. El federalismo fue el nombre del autoritarismo descentralizado, hasta que en 1929, con el pacto que dio origen al Partido Nacional Revolucionario, el poder comenzó a centralizarse de nuevo. Desde 1946, al empezar la época clásica del régimen del PRI, los gobernadores se convirtieron en agentes nombrados por el presidente en turno con facultades y atribuciones muy parecidas a las de los gobernadores porfirianos pero en ciclos de circulación de seis años, lo que limitaba temporalmente su capacidad depredadora.
La transición a la democracia trajo con sigo la recuperación del poder local, pero en menor medida su democratización, su eficacia o su transparencia. Los gobiernos estatales adquirieron atribuciones en materia de educación y de salud, pero pocos son los que las gestionan con mayor eficiencia y honradez que cuando lo hacía el gobierno federal. La calidad de casi todas las elecciones locales es menor que las de las federales. Ninguna entidad, tal vez con la excepción de la Ciudad de México, ha mejorado su recaudación fiscal para contar con recursos propios y todas siguen dependiendo de un modelo de transferencias que poco tiene de auténticamente federal, en buena medida porque nadie confía que los gobiernos locales puedan cobrar impuestos con eficiencia y gastarlos con transparencia y rendición de cuentas. Ningún estado es autosuficiente en materia de Seguridad, ninguno ha desarrollado un auténtico sistema de carrera profesional de los servidores públicos y en todos subsiste el sistema de botín, donde cada seis años el nuevo gobernador entrega los cargos públicos a sus validos como recompensa por su lealtad y apoyo.
Esta realidad se reconoce en el proceso legislativo cuando en el Congreso de la Unión se busca aprobar leyes generales que limiten la arbitrariedad de los gobernantes locales y de sus estructuras burocráticas clientelistas. Doce años de gobiernos federales del PAN, que en la oposición se proclamaba como campeón del principio de subsidiaridad, no sirvieron para impulsar una auténtica reforma del fallido federalismo mexicano. Por lo visto, lo que viene será una reedición de la forma clásica de relación del Presidente priísta con sus embajadores regionales, principalmente en la mayoría de los estados donde el PRI ha mantenido o recuperado el gobierno y las legislaturas. Mientras, lo ciudadanos siguen atrapados por gobiernos ineficaces, arbitrarios y corruptos por los que no han soplado suficientemente los aires del cambio democrático.
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