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Jorge Javier Romero Vadillo

10/08/2012 - 12:17 pm

Una tomadura de pelo

Finalmente parieron los montes y salió la pomposamente llamada “reforma política”. Y Calderón la promulgó con bombo y platillo, acompañado por su secretario de gobernación, supuesto padre del enclenque engendro, aunque poco se pareciera al transformador proyecto que el propio Poiré quiso prohijar para proyectar su estatura de estadista. En su informe de 2009 Calderón […]

Finalmente parieron los montes y salió la pomposamente llamada “reforma política”. Y Calderón la promulgó con bombo y platillo, acompañado por su secretario de gobernación, supuesto padre del enclenque engendro, aunque poco se pareciera al transformador proyecto que el propio Poiré quiso prohijar para proyectar su estatura de estadista.

En su informe de 2009 Calderón hizo un diagnóstico acertado de la situación del régimen político. Unos meses después presentó, en cadena nacional, como el gran proyecto transformador de su gobierno, la iniciativa de reformas constitucionales que según él lograría, de aprobarse, fundar la nueva gobernabilidad democrática de la República y ampliaría la legitimidad del orden político. Un paquete ambicioso que incluía cambios en la arquitectura de los poderes, para mejorar la relación entre el ejecutivo y el legislativo y propiciar la formación de mayorías favorables al presidente en las cámaras del Congreso, segunda vuelta en la elección presidencial, reelección legislativa y de alcaldes para mejorar la rendición de cuentas y propiciar carreras de largo aliento en las cámaras

El proyecto presidencial era bastante pretencioso. Su aspiración fundamental era innovar en el diseño institucional para fortalecer al ejecutivo, tan acotado por la pluralidad del legislativo sin mayorías absolutas favorables a sus proyectos. Proponía reducir el Congreso y ligaba la elección legislativa a la segunda vuelta presidencial para, en teoría, favorecer a los dos partidos más fuertes. Era la manera en la que se pretendía alcanzar el sueño panista del bipartidismo, roto desde 1988 por la irrupción de una izquierda incómoda. También proponía que el presidente tuviera la facultad de que algunas de sus iniciativas legislativas se discutieran obligatoriamente en el periodo de sesiones en el que se presentaran.

Calderón pretendía pasar a la historia como el autor de la reforma que lograra resolver constitucionalmente el conflicto ancestral del régimen político mexicano: el del recurrente enfrentamiento entre poderes, ese que Juárez resolvió echando mano de las facultades extraordinarias obtenidas de congresos elegidos al menos en parte por medio de fraudes electorales, mientras que Porfirio Díaz superó con el control centralizado de las elecciones, convertidas en meras ficciones aceptadas; el PRI clásico perfeccionó el arreglo con la prohibición de la reelección inmediata de los legisladores, por lo que un diputado que quisiera tener empleo al terminar su cargo sabía que debía demostrar una disciplina férrea ante los mandatos presidenciales, pues era el señor del gran poder quien repartía los puestos.

La nostalgia de Calderón por los presidentes de poder omnímodo lo llevó a buscar una reforma que parchara el raído traje del presidencialismo, no a buscar un nuevo arreglo político que hiciera conciliable la pluralidad con una gobernación eficaz, lo cual implicaría un cambio de régimen político en sentido parlamentario. Su proyecto coincidía en buena medida con las aspiraciones de una parte del PRI, la encabezada por Enrique Peña Nieto, quien ha presentado su propia idea de cómo recuperar el antiguo poder presidencial. También para el ahora casi presidente electo, lo que se necesita es recortar la representación y forzar la formación de mayorías legislativas favorables al presidente, aunque en su caso por la vía más burda de la sobrerrepresentación del partido con mayor porcentaje de votos.

Lo demás era cosmético; meros guiños para ganar apoyos entre las buenas conciencias que en 2009 habían llamado al voto nulo y habían clamado contra la cerrazón del sistema político y por formas de supuesta democracia directa. Para ellos, en el proyecto presidencial se incluyeron la iniciativa, popular, el referéndum y las candidaturas independientes.

Sin embargo, nada de los sustantivo pasó la prueba de la negociación política. Si bien la iniciativa tuvo la virtud de propiciar alguna discusión en torno a los límites del régimen político presidencial y permitió que se oyeran propuestas diferentes, como la de Manlio Fabio Beltrones, quien propuso un diseño que llevara a la formación de gobiernos de coalición como fórmula para superar el conflicto derivado de la pluralidad sin tener que recortarla, el hecho es que nada relevante logró ser aprobado; ni siquiera uno de los aspectos realmente positivos de la propuesta de Calderón: la posibilidad de reelección legislativa y de alcaldes, frenada tanto por los prejuicios de la izquierda como por las resistencias del PRI, acostumbrado a esa suerte de juego de la sillas musicales creada por el patriarca Calles.

Lo aprobado finalmente poco tiene de reforma. La llamada iniciativa preferente puede convertirse en un mecanismo  más de humillación del presidente que de fortaleza, pues un Congreso con integración mayoritaria de la oposición podría rechazar con celeridad las propuestas presidenciales. Que el secretaria de Gobernación se haga cargo interinamente de la presidencia en caso de falta definitiva del titular electo no es un cambio de fondo que nos vaya a salvar de la catástrofe nacional. Que el presidente pueda rendir protesta ante las mesas de las cámaras o ante la Suprema Corte, suena más bien a precaución retrospectiva.

Las demás reformas no son sino camelos. Las condiciones de registro de las candidaturas independientes las dejó el Constituyente permanente a la legislación ordinaria; no faltará el congreso local que les ponga requisitos inalcanzables, pero incluso si en el ámbito federal se les regula razonablemente, el impacto real sobre la cerrazón del sistema político que pueden tener los competidores no partidistas es marginal. Cuando mucho servirán como opciones de salida para los aspirantes marginados de los procesos internos de los partidos, con lo que, a lo mejor, podrían contribuir a democratizar los sistemas de selección. Y poco más. Los candidatos independientes difícilmente podrán derrotar a las maquinarias partidistas fuera de algún municipio pequeño, a menos, claro, que el procedimiento sea utilizado por organizaciones políticas enmascaradas o por grandes intereses económicos.

Para presentar una iniciativa popular en los términos aprobados se requiere juntar, con el padrón electoral actual, más de cien mil firmas y todo para que sea aceptada a trámite legislativo, en los mismos términos que las presentadas por los diputados o senadores de a pie. Para que se lleve a cabo una consulta popular propuesta por los ciudadanos se tienen que reunir, de nuevo con el padrón actual, un millón seiscientos mil solicitantes. Además, ni la materia electoral ni la fiscal quedan sujetas a la posibilidad de ser consultadas. En fin, que nada para echar las campanas al vuelo. Sólo uno más de los proyectos fallidos de esta presidencia que llega a su fin.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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