Jorge Javier Romero Vadillo
29/06/2012 - 12:01 am
Jornadas de reflexión
Llegaron los días, al final de las campañas, que la ley establece como de reflexión. Se supone que antes de votar a los electores les conviene un tiempo de calma, sin el ruido de la propaganda electoral, para terminar de decidir su voto en conciencia. No cabe duda de que siempre viene bien el pensamiento […]
Llegaron los días, al final de las campañas, que la ley establece como de reflexión. Se supone que antes de votar a los electores les conviene un tiempo de calma, sin el ruido de la propaganda electoral, para terminar de decidir su voto en conciencia.
No cabe duda de que siempre viene bien el pensamiento sosegado, sobre todo cuando los niveles de tensión de la campaña han movido las emociones y han tensado las relaciones entre los partidarios de unos y otros. Lo fundamental es que la jornada electoral se lleve a cabo con serenidad, sin ánimos caldeados, y que más allá de fantasías, todo ocurra con legalidad y se reconozcan los resultados, aunque sean adversos. Con todo y los augurios de fraude o de delitos electorales generalizados, ya existe en México una práctica electoral normal, rutinaria, que con toda probabilidad va a hacer que el domingo todo salga muy bien en lo que se refiere al proceso de emisión y cómputo de la votación; dependerá, sin embargo, de la responsabilidad política de los candidatos y los partidos que el proceso electoral termine sin conflicto y que quienes resulten electos tengan la legitimidad necesaria para garantizar la estabilidad que el país requiere.
Las campañas suelen ser tiempos adversos a la ecuanimidad y la mesura. Las visiones que pretenden un análisis desapasionado de las propuestas y las opciones suelen resultar vapuleadas por quienes han tomado partido y creen que los que no comparten su entusiasmo en realidad trabajan para el adversario. De ahí que después de los resultados se abra la posibilidad de revisar lo que se hizo bien, lo que se hizo mal y pensar en lo que sigue. Lamentablemente, no son infrecuentes en México las reacciones de los derrotados que en lugar de emprender la autocrítica creen que sus descalabros se deben siempre a las malas artes de los otros y no a los errores propios. Esa actitud ha llevado que en más de una ocasión no se haya valorado adecuadamente lo conseguido, pues una de las virtudes de la democracia es que los ganadores no lo ganan todo pero tampoco los perdedores lo pierden todo. Un segundo lugar puede ser una plataforma estupenda para la siguiente ronda, a menos que no se considere más opción que el triunfo presidencial.
Bueno sería que las jornadas de reflexión se prolongaran durante el período poselectoral y que todos los partidos vieran hacia adelante, hacia las reformas que realmente podrían garantizar la estabilidad y el crecimiento de largo plazo.
Un buen punto de partida para pensar en lo que viene, elaborado desde una perspectiva de izquierda diferente a la que se ha aglutinado en esta campaña en torno a las candidaturas del Movimiento Progresista, es el planteado por el libro Equidad social y parlamentarismo; en él colaboramos distintos autores, entre ellos José Woldenberg, Enrique Provencio, Ciro Murayama, Julia Carabias, Raúl Trejo, por mencionar sólo a algunos, y planteamos, a partir de las discusiones organizadas por el Instituto de Estudios de la Transición Democrática, una propuesta a varias voces para enfrentar los que consideramos los dos temas nodales que México debe enfrentar en los próximos años para lograr, por fin, superar su proverbial atraso: la cuestión de la desigualdad y la dificultad para conciliar la pluralidad política con una gobernación eficaz que no se empantane en el bloqueo parlamentario de las iniciativas presidenciales.
El libro quiere propiciar una reflexión ilustrada sobre un conjunto de reformas necesarias pero diferentes a las que desde el tópico neoliberal se han considerado las reformas estructurales imprescindibles que como por ensalmo resolverían los problemas nacionales. Por el lado de la equidad, la necesidad de romper con la inercia anti fiscal imperante y de recuperar el impulso del desarrollo por parte del Estado. Por parte de la pluralidad eficaz, la necesidad de superar el presidencialismo y construir un régimen parlamentario.
La cuestión del régimen político que aborda el libro resulta especialmente pertinente en este momento, cuando se integrará de nuevo un congreso donde difícilmente el Presidente recién electo tendrá mayoría. La posibilidad de que pueda sacar adelante su programa de gobierno dependerá de su capacidad para construir coaliciones puntuales, que como se ha demostrado durante las últimas cinco legislaturas, suelen ser inestables y complicadas de concretar. La tentación planteada por algunos políticos es la de recortar la pluralidad para ganar eficacia, apuesta peligrosa en una sociedad tan diversa y conflictiva como la mexicana. Además, la experiencia reciente de los Estados Unidos, donde el presidente Obama se ha quedado sin capacidad reformadora por tener un Congreso extremadamente partidista en su contra o la crisis creada por la destitución parlamentaria del presidente de Paraguay, que hubiese podido ser mejor procesada en un régimen parlamentario con moción de censura, muestran las limitaciones intrínsecas del diseño presidencial inventado en el siglo XVIII y que bien podría ser superado con inteligencia, acuerdos políticos y capacidad de diseño.
Estos temas deberían ser pensados y repensados por los actores políticos una vez terminado el fragor de la contienda electoral. Al final de cuentas, una vez instalado el nuevo Congreso y con el nuevo presidente en el gobierno, todos tendrán que volverse a ver las caras y a convivir en la pluralidad, mientras quienes no estamos en la política seguiremos viviendo nuestras vidas cotidianas y bueno sería que lo hiciéramos en un clima de convivencia que estuviera menos enrarecido. Es, entonces, tiempo de ponerse a reflexionar.
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