Aunque sea muerta, que me la entreguen

19/04/2012 - 12:00 am

Jamás olvidaré la primera entrevista que hice a mediados de los noventa a las madres de tres jovencitas que luego de una afanosa búsqueda fueron halladas, muertas y con signos de tortura en el desierto del valle de Juárez, en Chihuahua. Todas ellas las soñaban vivas, pero frente a la PGR suplicaban a los ministerios públicos “aunque sea muerta, licenciado, que me la entreguen”. Corrían los tiempos en que solamente los reporteros de la nota roja o policiaca narraban esas crónicas de sangre, pero gracias a la incansable  activista Esther Chávez Cano y a la agencia Cimac noticias, otras periodistas viajamos al norte a documentar esas historias en las que subyacía mucho más que un asesinato “tradicional” por robo o violencia callejera. Desde entonces hasta ahora, la sociedad mexicana ha comprendido que Esther y Marcela Lagarde (la feminista que lideró el posicionamiento del tema de feminicidio en la agenda nacional) tenían razón: esas primeras apariciones de cuerpos de mujeres jóvenes sembradas en el desierto eran el síntoma de un fenómeno criminal que respondía a mecanismos de respuesta machista dirigida expresamente contra las mujeres que comenzaron a rebelarse ante la violencia de pareja, que se negaron a ser controladas y violentadas por sus patrones, parejas, ex parejas o pretendientes. Mujeres a quienes el Estado les dijo que tenían derechos y libertades para elegir, que tenían derechos sexuales y reproductivos y que cualquiera que quisiera violentarlos sería llevado ante la ley.

No sólo las jóvenes, las mujeres de todas las edades comenzaron a creer en sus derechos a una vida sin violencia; la alfabetización jurídica de las mujeres llevada a cabo por organizaciones de la sociedad civil y las campañas gubernamentales sí surtieron efecto en las víctimas, pero no en los agresores. La impunidad e ineficacia del Estado ha sido el factor primordial de empoderamiento de los criminales, acompañada de la actitud de todos los gobernadores que (desde Gutiérrez Barrio en ese entonces hasta Duarte ahora) han hecho todo de manera evidente para culpabilizar a las víctimas, descalificar a sus familiares, atacar y perseguir a sus defensoras y abogadas y escatimar en presupuestos para la investigación y protección de las familias de las víctimas.

Tan conocida es la tragedia de las cientos de mujeres desaparecidas y asesinadas en Chihuahua (y en el resto de México) que ya casi nadie repara en la gravedad que implica que en nuestro país el estado mantenga a las familias en vilo, durante meses o años, sin definir si los cadáveres o esqueletos hallados en fosas, u olvidados en el Semefo, pertenecen a sus hijas.

En enero de este año, la Fiscalía Especializada en Atención a Mujeres Víctimas del Delito por Razones de Género informó que los restos óseos de tres chicas fueron hallados en diversos rastreos entre enero y febrero de este año en la Sierra de San Ignacio, en el Valle de Juárez. Llamaron a las madres de varias jóvenes desaparecidas, finalmente hace unos días lograron identificar el ADN de otras tres, es decir han identificado a seis de doce cuerpos hallados. Luego de días de insomnio y angustia las familias finalmente lo supieron. Sus niñas, como ellas llaman a las chicas cuyos retratos han llevado en el pecho en un peregrinaje nacional por la justicia, están muertas y podrán llevar a cabo la ceremonia para despedirse de ellas. Lizbeth de 17 años, cuya madre reportó desaparecida en el 2009, Yessica y Andrea, ambas de 15 años secuestradas en 2010. Junto a ellas Deysi de 16 años, Yasmin de 17 e Idalí de 19.

Nadie mas que las madres, hermanas, padres y hermanos de cada desparecida sabe cómo se aprende a vivir imaginando día y noche que su hija está en manos de tratantes que las prostituyen, de traficantes que las utilizan como mulas, de un hombres que la mató antes de permitirle que lo dejara. Por eso hay noches en que les da paz pensarlas muertas, imaginar que ya no sufren más. Ahora, la Fiscalía de Chihuahua les informa que sí son sus hijas, pero que la posibilidades de hallar a los asesinos son mínimas (no se atreven a decir nulas). La mayoría de las madres de estas jóvenes se convirtieron en activistas contra la violencia feminicida, hicieron de su dolor una causa común, de su búsqueda un ejemplo, de su esperanza una red que sostiene a miles de familias.

Y de doce cuerpos sólo seis tienen nombre. A pesar de que desde el 2005 la Fiscal federal Guadalupe Morfín declaró que los equipos de criminalística son de primer nivel, que ya tenían herramientas no solamente para obtener muestras de DNA y poderle nombre a las mujeres asesinadas, sino que podrían hacer justicia.

Ni uno solo de los feminicidios está debidamente probado, no hay sentencias, aunque los esfuerzos por lograrlas han sido monumentales y han costado la vida de madres y familiares de  las desparecidas o asesinadas. Seis de doce, dice satisfecho el gobernador Duarte, como si fuera suficiente, como si la sociedad estuviera obligada a negociar sus pérdidas con los criminales y con un estado que ha invertido millones de dólares en una Procuraduría incapaz de resolver crímenes y de validar las vidas de las mujeres y niñas mexicanas.

Sí, lo sabemos, desde hace años la vida humana parece valer muy poco para quienes tienen en sus manos el sistema de justicia del país. Y sí, a los hombres y niños también los matan, los secuestran y los desaparecen, y eso es asimismo una tragedia. Pero a ellos, sin minimizar su dolor e importancia, los han victimizado por diversas razones, pero nunca por haber nacido hombres. A las mujeres en cambio las matan por serlo, por rebelarse ante un amor violento, por negarse a ser esclavas sexuales, por haber nacido en un mundo que durante siglos ha considerado que calladitas son más lindas y muertas no pueden hablar. En un mundo en que sus madres y padres no saben a ciencia cierta quien es más culpable de que las sigan secuestrando y matando, si el hombre que las ultimó o el gobernador que destruye, con su visión misógina y su política de la censura y descalificación, toda posibilidad de que la sociedad se indigne unida, de que ellos, los agresores sepan que en este país la violencia feminicida no es aceptable y será  señalada, perseguida y juzgada por toda la sociedad.

Las madres y padres de estas jóvenes que desde hace años nos han dado una lección de dignidad merecen descanso ahora. La sociedad en cambio no puede callar hasta conocer los nombres de las otras seis chicas, y de los miles de cuerpos que, en fosas de todo el país, yacen en espera de que cierre un ciclo de dolor y se haga justicia. Porque mientras los cuerpos no tengan nombres, tampoco lo tendrán sus asesinos.

 

www.lydiacacho.net  

@lydiacachosi

Lydia Cacho
Es una periodista mexicana y activista defensora de los Derechos Humanos. También es autora del libro Los demonios del Edén, en el que denunció una trama de pornografía y prostitución infantil que implicaba a empresarios cercanos al entonces Gobernador de Puebla, Mario Marín.
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