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Jorge Javier Romero Vadillo

13/04/2012 - 12:01 am

Las campañas que tenemos

Finalmente, después de las vedas y silencios de nuestra abigarrada legislación electoral –siempre inacabada, una y otra vez en construcción, como las calles de la sufrida Ciudad de México–, las campañas electorales por la presidencia de la República han arrancado y están alcanzando su punto de presión. Ya se puede hacer un primer balance de […]

Finalmente, después de las vedas y silencios de nuestra abigarrada legislación electoral –siempre inacabada, una y otra vez en construcción, como las calles de la sufrida Ciudad de México–, las campañas electorales por la presidencia de la República han arrancado y están alcanzando su punto de presión. Ya se puede hacer un primer balance de lo que traen los candidatos en sus alforjas; hasta ahora, nada sorprendente.

Hace años, uno de mis profesores de posgrado, Philippe C. Schmitter, especializado en lo que en aquellos tiempos se pretendía la teoría de las transiciones a la democracia, decía que una transición terminaba cuando la política se volvía aburrida. Si ese es el baremo, en México estamos ya en una democracia hecha y derecha, porque los actuales candidatos a la presidencia son un tedio. Carecen de capacidad de entusiasmar a la población; “no agitan ni un boing”, como decía el difunto José Zamarripa de los fastidiosos oradores de las sesiones del Comité Central del PSUM de los años ochenta.

No se puede negar, sin embargo, que algo hemos avanzado respecto a los años en que la campaña presidencial, una y solo una, consistía en el paseo triunfal del ungido sucesor por el país, a costa de recursos del erario traspasados de manera ilegal a los “operadores” especializados en el acarreo de masas con los que los politicastros locales pretendían mostrar su supuesto arrastre popular en lo que a todos les quedaba claro que no era más que un montaje nutrido del control de clientelas políticas cautivas gracias a los mecanismos corporativos de reparto de beneficios estatales, de los que quedaban excluidos los díscolos y los rebeldes. Al margen quedaban las campañas precarias de los candidatos del PAN o las semiclandestinas de los comunistas. La política real se hacía dentro del PRI y sus campañas armadas como espectáculo de plazuela. La televisión no era más que una caja de resonancia de lo que se llevaba a cabo en los mítines de masas, mientras que, en el fondo, el recorrido le servía al elegido de antemano para sellar alianzas y medir a los liderazgos locales y sectoriales. Poca emoción había tampoco entonces, cuando el resultado final de las urnas era irrelevante.

Lo malo es que aquello que los transitólogos como mi profesor Schimitter nos contaban tampoco ocurrió en México. No vivimos, fuera de los cataclismos electorales del 88 o de 2006, grandes movilizaciones populares por el cambio. No hubo, salvo en el terreno electoral, grandes pactos políticos sobre la construcción de instituciones novedosas. No vivimos un momento fundacional que se reflejara en un nuevo acuerdo constitucional. La democracia en México ha llegado como resultado de una sucesión de cambios marginales y se ha asentado con base en buena parte de las instituciones del régimen autoritario, intactas. Y sin embargo, tenemos democracia. Aburrida, cansina, hueca en muchos momentos, pero democracia al fin y al cabo.

Y es en esa democracia, la que hasta ahora hemos podido construir los mexicanos –eso sí, con mucho de la incertidumbre institucionalizada que Adam Przeworsky considera característica esencial de los regímenes democráticos– en la que se dan las campañas en curso. Quedan en ellas los resabios de la vieja forma de hacer política, donde llenar o no un estadio era la medida del éxito o el fracaso y cuando lo esencial era garantizar que los votantes cautivos fueran a las urnas aunque lo hicieran como los autómatas a los que se refería Emilio Rabasa cuando describía las elecciones del porfiriato. Pero ahora buena parte de la contienda se da en los spots de televisión y radio, forma de comunicación política privilegiada por una legislación que al final no ha dejado contento a nadie.

Hoy la mayoría de los ciudadanos conocemos a los candidatos sólo a través de las píldoras de información con las que nos machacan mañana, tarde y noche. Y lo que podemos ver no es para entusiasmar a nadie.

El candidato del PRI evita la confrontación de ideas y se cuida de proponer algo para no arriesga su supuesta ventaja. Prefiere mostrarnos su recorrido turístico con promocionales que recuerdan el “México, magia y encuentro” con el que Raúl Velasco le sacaba dinero a los gobiernos estatales en la década de los setenta. Para confirmar las peores sospechas de sus detractores, la visión del país que comparte Peña Nieto es la misma de Televisa: tópicos sobre los buena que es la gente y lo pintorescos que son los paisajes regionales. Los regiomontanos son trabajadores e industriosos y la historia de México sería otra sin Guanajuato. Pues, sí, diría don Perogrullo, pero ¿y?

Los estrategas mediáticos de doña Josefina pretendieron mostrarla como una gestora eficaz, creadora del programa Oportunidades o gestora de los concursos para obtener las plazas en el magisterio. Sin embargo, entre lo poco creíble que resultan sus mensajes y su rigidez y falta de entusiasmo, no provoca más que bostezos de una audiencia resignada a no sorprenderse.

López Obrador comenzó por pedir perdón. De entrada, se presenta como un candidato culpable que quiere expiar sus pecados beligerantes con raudales de mermelada amorosa. Después, pues otra dosis de promesas redentoras. Cuando él gane todo será paz y armonía; los malos se irán y vendrá el crecimiento, los energéticos baratos, el empleo, la fraternidad, se acabará la iniquidad y la injusticia. ¿Cómo? Vaya usted a saber.

Y al final, pero sí al último, Quadri sale con una campaña infantil, paródica. Si en sus discursos muestra una incontinencia propositiva de manual del liberalismo radical más trasnochado ­–al menos propone algo–, sus anuncios muestran la influencia de Chespirito en el imaginario nacional. Y ocultan lo indecible: que su campaña no es otra cosa que la moneda de cambio de la líder corporativa para negociar su posición respecto al próximo gobierno.

Veo el spot de campaña de François Hollande para las presidenciales francesas y suspiro. Si al menos lograran los candidatos emocionarnos, aunque fuera sólo en la televisión...

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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