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Jorge Javier Romero Vadillo

06/04/2012 - 12:02 am

Carpizo, el reformador educativo

Muchas líneas se han escrito sobre Jorge Carpizo desde hace una semana, cuando sorpresivamente murió. Su trayectoria pública ha sido exaltada, lo mismo que su personalidad y su bonhomía. Yo mismo podría usar este espacio para contar lo mucho que aprecié su amistad, los buenos vinos que compartimos, su amabilidad y su simpatía y su […]

Muchas líneas se han escrito sobre Jorge Carpizo desde hace una semana, cuando sorpresivamente murió. Su trayectoria pública ha sido exaltada, lo mismo que su personalidad y su bonhomía. Yo mismo podría usar este espacio para contar lo mucho que aprecié su amistad, los buenos vinos que compartimos, su amabilidad y su simpatía y su disposición a debatir con argumentos posiciones encontradas, como cuando ambos publicamos en el mismo número de Nexos artículos sobre la reforma necesaria del régimen político de México que iban en sentido divergente. Sin embargo, quiero centrarme sólo en un aspecto de su trayectoria, sin duda uno de los más convulsos y polémicos: su paso por el rectorado de la UNAM y su intento de reforma.

Recuerdo bien aquel día de abril de 1986. En Radio UNAM transmitían un discurso del nuevo rector. Mientras me preparaba para salir de casa noté un tono sorprendentemente crítico en aquel mensaje y fijé mi atención, poco dada a detenerse en las manidas expresiones de los políticos y los burócratas de aquel tiempo –y del actual–, las más de las veces crípticas y cantinflescas, ejemplos de “lengua de trapo”, como dicen los franceses. El tono y el contenido de las palabras de Carpizo era diferente. Hablaba de la importancia de la UNAM para el país, de sus grandes logros y su enorme influencia, pero ponía el acento en sus tremendas debilidades, en su estancamiento, en los efectos de su crecimiento desmedido sobre la calidad de la educación y la investigación. Pero lo más notable de todo es que el discurso, que continué escuchando mientras iba en el coche rumbo a mi clase de maestría en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la propia UNAM, planteaba una agenda de reformas que el rector estaba dispuesto a emprender.

Mi reacción entonces fue de entusiasmo. Por fin se reconocían, desde dentro de la propia universidad, núcleo de la educación superior pública del país, las deformidades que la masificación y el crecimiento burocrático habían provocado. La educación superior era ya entonces una simulación en muchos de sus ámbitos. Siempre se podía decir que la UNAM tenía nichos de excelencia, pero la verdad es que ya en los ochenta la calidad promedio de la educación que un alumno recibía ahí era bastante baja. Lo más lamentable era que se trataba de la mejor de las universidades públicas, del buque insignia de la educación superior nacional.

Mi entusiasmo pronto se enfrentó a la realidad. Si bien el Consejo Universitario aprobó casi sin oposición el paquete de reformas que el rector presentó como consecuencia de su discurso, al comenzar el siguiente semestre la universidad entró en ebullición y mi posición favorable a las reformas mostró ser abrumadoramente minoritaria. El clima febril de activismo desatado entre los estudiantes, los discursos encendidos y las movilizaciones creaban un clima de entusiasta rebelión contra lo que era presentado como una afrenta a la universidad pública, a la educación de masas. Por más que intenté discutir en los foros que se hicieron entre los alumnos de posgrado, cualquier alusión favorable al proyecto era considerada como un embate de la derecha neoliberal.

¿Qué había propuesto Carpizo que era tan afrentoso para los estudiantes? ¿Por qué la inquina contra quienes lo defendían? Exámenes departamentales, decididos por los claustros de los profesores para crear pisos comunes de evaluación, limitación del pase automático de los bachilleratos de la UNAM a las escuelas profesionales, aumento de las cuotas de matrícula en los posgrados, medidas para garantizar el cumplimiento de las obligaciones académicas de los profesores. Sin embargo, para los nuevos insurgentes –convertidos en los paladines de la lucha contra el neoliberalismo que pretendía privatizar la educación­– las reformas, algunas de sentido común, eran vistas como producto de una conspiración que pretendía acabar con la UNAM y sólo los ingenuos como yo podían creer que se trataba de lo contrario, de un intento por salvar a la UNAM y a la educación pública de la carcoma de la ineficiencia y la parálisis.

No valió la disposición del rector al diálogo y la negociación. La retórica inflamada ganó el debate público y llegó la huelga. Recuerdo la soledad que sentí mientras recorría los piquetes y campamentos instalados en la noche del estallido. Al final, la reforma se detuvo y desde entonces no ha habido más que cambios en el margen, insubstanciales. Cuando otro rector, Barnés, intentó reactivarla, las huestes defensoras de la parálisis cerraron la universidad casi por un año. A partir de ahí los rectores siguientes, De la Fuente y Narro, han detenido el conflicto dándole empleo y prebendas universitarias a los radicales de otros tiempos, mientras alardean de falsas clasificaciones de la UNAM entre las mejores universidades de habla hispana, se indignan ante cualquier crítica y mantienen la mediocridad a cambio de la paz. Típica forma de gobernar del inmovilismo.

Cuando veo a los profesores de educación básica movilizarse en santa cruzada contra cualquier evaluación, recuerdo cómo en mis tiempos de estudiante de posgrado vi estrellarse contra la realidad un moderado proyecto de reforma, destruido por quienes no estaban dispuestos a renunciar a las ventajas que encontraban en el arreglo imperante, aunque eso significara que la universidad sólo les sirviera para obtener un título formal, sin contenidos reales. La dificultad del cambio institucional, detenido por aquellos que sacan beneficios de las reglas, aunque estas sean socialmente ineficientes. Los verdaderos enemigos de la educación pública son aquellos que se llenan la boca con su defensa pero sólo quieren que las cosas sigan igual.

Murió Jorge Carpizo y hoy preferiría recordar que la última vez que nos vimos quedé en que lo invitaría a cenar un pámpano en verde, plato típico de nuestra común Campeche. Se lo quedé a deber.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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