Jorge Javier Romero Vadillo
23/03/2012 - 12:00 am
Juárez, Calderón y la legalidad
La historia oficial ha repetido –desde los tiempos en que Porfirio Díaz decidió convertirlo en prócer, a pesar de que en vida lo enfrento hasta la rebelión– que Juárez es el paladín de la legalidad en la historia de México. En efecto, si nos atenemos a la defensa formal de la legalidad, Juárez siempre justificó […]
La historia oficial ha repetido –desde los tiempos en que Porfirio Díaz decidió convertirlo en prócer, a pesar de que en vida lo enfrento hasta la rebelión– que Juárez es el paladín de la legalidad en la historia de México. En efecto, si nos atenemos a la defensa formal de la legalidad, Juárez siempre justificó sus actos en las normas jurídicas. Se proclamó Presidente de la República en nombre de la constitución de 1857, cuestionada por Comonfort y atacada por la Iglesia agraviada y los conservadores de Zuluaga; con la bandera de la constitución les hizo la guerra y los derrotó, al tiempo que radicalizaba las reformas iniciadas aún antes de la aprobación del texto constitucional. Se mantuvo simbólicamente como cabeza del Estado republicano frente al despropósito conservador de buscar una monarquía y, para ello, apoyar la intervención francesa. Y ya restaurada la República, se cuido de cubrir las formalidades de la ley, aunque en la práctica sólo gobernó, durante todo el tiempo en que fue Presidente real o virtual, apenas poco más de 180 días y no continuos sin facultades extraordinarias obtenidas de congresos de la unión surgidos de elecciones simuladas. Con ello sentó el precedente, asentado después por Porfirio Díaz y llevado a la perfección durante las décadas de la época clásica del régimen del PRI, de la manera peculiar de institucionalización del poder en México, lo que Francois Xavier Guerra llamó la “ficción aceptada” donde se aparenta cumplir las leyes, cuando en la realidad lo que impera es la arbitrariedad de los poderosos.
No es necesario recurrir al “verdadero” Juárez de Francisco Bulnes para encontrar, fuera de la historia de bronce de los libros de texto que anteayer nos repitió el presidente Calderón, las concreciones del ejercicio del poder del benemérito. Fernando Escalante, en su estupendo libro Ciudadanos imaginarios, de 1991, resume con precisión la manera de hacer las cosas de don Benito, quien “como muchos otros de su generación y de las siguientes, había aprendido a usar la ley y la ilegalidad para consolidar su dominio”. No en vano se le atribuye a Juárez la frase apócrifa aquella de “a los amigos, gracia y justicia, a los enemigos, la ley a secas’’. (Lo que verdaderamente dijo Juárez fue “A los enemigos, justicia; a los amigos justicia y gracia cuando quepa esta última”).
Tanta insistencia, a lo largo de la historia, en poner a Juárez como el epígono de la legalidad ha dejado huella, pues en efecto la forma de aplicar la ley de los gobernantes en México ha sido bastante juarista. Se trata –como lo ha explicado el historiador Nicolás Cárdenas– del ejercicio privado del poder político, una especie de nivel medio entre las posibles situaciones extremas: el respeto escrupuloso a la ley y el uso abierto y continuo de la fuerza estatal. “Es la negociación personalizada, sutil, donde se mezclan dosis de convencimiento con otras de amenaza: la zona donde la estabilidad nacional se juega muchas veces”.
Así, nos guste o no, se construyó el poder en México y Juárez fue, en buena medida, su fundador. Nada más lejano a mi intención demeritar al tenaz liberal que sentó las bases de un Estado viable. Pero ya es hora de que hagamos cuentas con esa forma de entender la legalidad en México, tal vez justificable en los tiempos formativos de esa organización con ventaja competitiva en la violencia que tiene que ejercer su dominio como monopolio en un territorio determinado, pero inaceptable en una democracia constitucional como la que aspira a ser el México de hoy.
Lo malo es que, a pesar de que se llena la boca con loas al Estado de derecho, Felipe Calderón en realidad añora las altas dosis de arbitrariedad de los tiempos en que simplemente se podía simular el cumplimiento de la legalidad. Y no es que se pueda decir que ha llegado el tiempo en que la ley es ya en este país el marco real de reglas del juego de la convivencia social; por el contrario, todavía impera el simulacro, la ficción aceptada, como lo demuestran cotidianamente las autoridades supuestamente encargadas de brindar seguridad o de procurar justicia, capaces de montar todos los días circos mediáticos –el de la detención de Florence Cassez es sólo el más conspicuo– para hacernos creer que realmente combaten la impunidad. Empero, algo hemos avanzado desde que en 1995 se reformó a la Suprema Corte de Justicia y ésta adquirió autonomía real frente al ejecutivo.
A Calderón le ha incomodado, y mucho, que los jueces supremos del país cuestionen la actuación de su válido secretario de Seguridad Pública, y se ha dedicado a litigar en la plaza pública, al extremo de la demagogia. Lo de ayer se acercó al delirio, cuando insinuó una comparación de su actuar en el caso Cassez con la firmeza de Juárez frente a las peticiones internacionales de indulto a Maximiliano. Curiosamente, en buena parte de las notas publicadas en los periódicos del 22 de marzo, la desmesurada comparación desapareció, seguramente por los buenos oficios de la Dirección de Comunicación Social de la Presidencia de la República, pero lo dijo. Ese no es el juarismo que necesita un auténtico estado democrático de derecho; lamentablemente, Calderón no es el único político mexicano que añora la peor parte del legado de Juárez .
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