Cazadores de hombres

22/09/2011 - 12:03 am

Hace unos meses, el gobernador de Quintana Roo mandó llamar al General Bibiano Villa para asegurarle, frente a testigos, que en su estado no permitiría tortura de inocentes ni levantones. Se refería a las tácticas de guerrilla reconocidas y promovidas por el propio Villa, hoy secretario de Seguridad Pública de este estado sureño. Paralelamente en diversos estados de la República, procuradores, gobernadores y asesores en seguridad (estos últimos casi todos emanados del Ejército o de academias norteamericanas) se preguntan en voz alta si no sería una buena idea adoptar las mismas medidas que aplicó en su momento el Plan Colombia. El gobierno de aquel país, apoyado por Estados Unidos, quería erradicar a quienes consideraban el enemigo a vencer: los narcotraficantes y todas sus redes populares: desde el campesino pobre que siembra, pasando por el criminal de quinto patio que controla el narcomenudeo, hasta llegar al líder mafioso que carga orgulloso su arma de alto poder y a unos cuantos periodistas incómodos para el Sistema.

Las tácticas de guerrilla paramilitar que se promueven en los pasillos de los ineptos y desesperados gobernadores, son música para sus oídos. La idea es no sólo fomentar, sino alimentar tanto como sea posible lo que los militares norteamericanos y su vocero George E. Crawford denominan la doctrina de los cazadores de hombres. Esta se basa no en una guerra entre iguales, es decir, dos ejércitos armados (los cárteles y los cuerpos policíacos militarizados) con estrategias propias, sino en implicar a soldados y policías en una suerte de guerra sucia cuya principal estrategia es lograr que los narcotraficantes incurran en una masacre mutua en la que las balas del Estado están presentes. Para ello es preciso que ciertos cuerpos policíacos, militares y paramilitares lleven a cabo asesinatos estratégicos que fomentarán una disputa entre los enemigos que el Estado desea vencer. Asimismo, es necesario que se den y publiciten ampliamente los mensajes que supuestamente se envían los grupos criminales cuando asesinan a sus enemigos.

La idea es bastante simple: en lugar de que sea la autoridad la que persiga abiertamente a los criminales, se producen ataques de diversas magnitudes que permiten dejar huellas claras para que los medios recojan el mensaje y la sociedad se los crea.

Tomemos la última masacre de Veracruz como ejemplo. Recientemente, la Marina llevó a cabo un operativo en Boca de Río. En él, se llevaron a un grupo importante de sicarios, operadores policíacos locales y miembros de los zetas. Ayer, a pesar de la presencia militar y del operativo de vigilancia de la Semar, sin el menor miramiento, dos camionetas dejaron 32 cuerpos torturados y mutilados en medio de una zona altamente transitada. Para facilitar la investigación, no solamente aparecen con una manta, sino que en menos de seis horas el gobernador Javier Duarte anuncia que ya tienen identificados a todos los cadáveres, a los culpables y que está perfectamente claro el móvil y los responsables. ¿A nadie le parece increíble semejante declaración?

En contraste con estos juicios express, cada vez más evidentes en todo el país, los mismos gobernadores, junto a sus procuradurías, han exigido al gobierno federal que envíe a la Marina y al Ejército pues ellos mismos no tienen capacidad de respuesta ante los narcotraficantes, ni confían en sus policías, ni logran después de años, esclarecer simples homicidios o delitos menores.

La estrategia militar de la cacería humana, en contraste con la guerra tradicional, simplifica toda acción, porque pueden evitarse todas las restricciones políticas y legales que la acción policíaca real exige. A donde se mueven las cabezas criminales, allí llegan los operativos que confrontan a unos con otros, según nos cuentan las autoridades, sin investigación previa aparente.

Las guerras contra el narco, tanto en Colombia como ahora en México, se convirtieron muy rápido en campañas de ejecuciones extrajudiciales, que por la magnitud de las muertes y la sanguinaria brutalidad con que se evidencian, fuerzan a la sociedad a repeler todo acercamiento al fenómeno, conformándose con respuestas simplistas que le dan tranquilidad emocional: se matan entre ellos, todos son criminales, no merecen tu empatía, no cuestiones al Estado porque te haces cómplice del mal.

La aniquilación de delincuentes es una práctica antigua de violencia de Estado en diversos países, y cuando las autoridades son incapaces de proteger a la sociedad y detener a los delincuentes para procesarlos dentro del sistema de justicia penal, recurre a prácticas de asesinato clandestino que, bajo el argumento de que son delincuentes, se legitima a través del discurso oficial.

Basta leer con cautela los tuits del gobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa y los del General Bibiano Villa, en que los cuerpos encontrados son reducidos, a través de la retórica política, a criminales que merecían la muerte. El problema es que al no juzgarlos a través del sistema de justicia, se debilita al Estado con cada muerte, y paradójicamente se alienta al mundo a creer que en realidad los delincuentes tienen a México bajo su poder total.

Duarte tuiteó ayer: “Aquí la violencia ahora se le relaciona con el combate al crimen y no a la actividad criminal, se acabaron las extorsiones eso nadie lo dice”; unos minutos antes, escribió basándose en un informe de la Semar: “Los 35 ultimados tienen antecedentes penales, se les relaciona con la delincuencia organizada y están en los registros de plataforma México”. Mientras tanto, su procurador componía los dichos y las cifras del mandatario, aduciendo que apenas se estaban investigando.

Cada vez escuchamos a más procuradores y gobernadores que salen, sin que hayan pasado siquiera 24 horas de cometido un asesinato, a dar informes como si fueran jueces supremos; determinan que las personas asesinadas era narcotraficantes, asesinos, secuestradores o cómplices de algún cartel en un tono celebratorio.

En este caso de Veracruz, a unas horas de aparecidos los cadáveres las autoridades declararon que los muertos eran parte de los presos que habían escapado del penal. La pregunta es pertinente: si escaparon, ¿no querían salvar su vida y seguir cometiendo delitos? Y ¿ahora resulta que los cárteles enemigos están haciendo la tarea que las policías locales no saben hacer pero con pena de muerte instantánea? ¿y qué, la Marina no nos dijo que había desarticulado al grupo de sicarios y narcolíderes más poderoso de Boca del Río?

Esto me recuerda la frase de Barack Obama cuando asesinaron a Osama Bin Laden: “Justice was served”. Se ha hecho justicia, dijo ante el clamor norteamericano; pero en realidad celebró el asesinato como ritual de venganza. Justicia hubiera sido llevarlo a juicio y demostrar que por las vías civilizadas se puede castigar a los asesinos. Permitir a la sociedad pasar por un proceso de aprendizaje social sobre el alto costo del odio racial y de los antagonismos de la política religiosa, pero el costo de tener vivo al enemigo es demasiado grande. ¿No debemos sospechar -como sospecha el resto del mundo-, que no es normal que luego de más de 50 mil asesinatos, los cárteles en lugar de ser más débiles tienen más fuerza mortal?

Me parece que el discurso antiterrorista de Duarte no es una casualidad sino un síntoma de su propensión dictatorial. La historia dirá si teníamos razones para sospechar de las masacres paramilitares como sucedáneo de justicia de un Estado inepto y corrupto, y de una sociedad que se conforma con un trago de sangre vengativa al día, porque ya no cree en la posibilidad de beber el gozo de la justicia real que genera el aprendizaje de legalidad.

Lydia Cacho
Es una periodista mexicana y activista defensora de los Derechos Humanos. También es autora del libro Los demonios del Edén, en el que denunció una trama de pornografía y prostitución infantil que implicaba a empresarios cercanos al entonces Gobernador de Puebla, Mario Marín.
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