Me bebía una cerveza en el Zazá porque tenía unos textos por corregir y allí, sentado, me confirmé que el mejor lugar del mundo está al aire libre, con paz y tranquilidad. Y la vida que es buena, a veces: me subí al Metro con un libro de Daniel Sada, la iPad y el celular, y me aventuré al centro de la Ciudad de México con un destino: El Bar Gante. Bebí una piedra –anís y Fernet– y luego me receté una milanesa con ensalada de papa y estiré las piernas y le puse atención a la lectura que hacía un grupo de religiosos a unos pasos de Avenida Madero. Pasajes de la Biblia. Busqué en Internet, inspirado, unos versículos amorosos y cristalinos que relaciono con la paz.
Del libro de Mateo:
25:35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
25:36 estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
Antes, en el Zazá, noté que mis vecinos de mesa, una pareja amable y atenta, hablaban de Tamaulipas con acento norteño. Y después, en el Gante, estaban dos parejas más de unos 45 a 50 años que bebían alegremente whiskey y hablaban en perfecto chihuahuense. Buena borrachera que traían. Se veían descansados, en completo abandono.
Pedí otra piedra. Caía la tarde. Pensé en cuántos norteños me he encontrado últimamente en el DF y en lo feliz que soy por tenerlos cerca, y en lo infeliz que me hace saber que no vinieron por su gusto sino escapando de la guerra estúpida que se libra en aquellas tierras.
Un día antes, el viernes como a las 7 de la tarde, pegué un post en Facebook que decía: "Ya somos un chingo de chihuahuenses en el DF. Soy decano de esa diáspora. ¡Organicémonos! Bebamos juntos. Corramos la voz: ¡A mi casa por carne asada! Mándenme Inbox... Busco chihuahuitas..." Me llovieron los mensajes, los "me gusta" y los comentarios. ¿En dónde meto a tanto chihuahuense? Me tendré que disculpar. O citarlos en una cantina y allí conocerlos.
De regreso al Bar Gante. Resulta que cuando me terminé la segunda piedra me dio una sed bárbara y pedí una Corona bien fría. Enorme, esa Corona. Cuando iba a la mitad, recibí la llamada de una editora de SinEmbargo.mx que me avisaba: Balacera en el juego Morelia-Santos, en Torreón. Buen regreso a la realidad.
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Primero: No soy un apátrida. Segundo: No tengo más opción que vivir en este país y aunque la tuviera, aquí decidí vivir. Tercero: No tengo partido político; soy periodista y como ciudadano, voto cuando me convencen las fórmulas y no porque “deba”; en 2009, por ejemplo, no voté y lo dije por escrito en un artículo publicado en El Universal para invitar a otros a hacer lo mismo en señal de repudio a la clase política y a los partidos, que despojaron a los ciudadanos de herramientas para que no podamos frenarlos antes de que terminen su mandato. Cuarto: Creo que a los criminales se les debe tratar con todo el rigor del Estado, pero con inteligencia y no a lo bruto, porque cualquier acción poco razonada conlleva el sufrimiento de los ciudadanos. Como sucede hoy.
Y quinto: La guerra de Felipe Calderón contra las drogas no es mi guerra, y sobre esto quiero argumentar brevemente. Aclaro que no estoy pidiendo que se retire al Ejército o a la Marina de las calles del país porque eso sería estúpido y demagogo a estas alturas. Para miles y miles de mexicanos, estas instituciones son la única garantía para poder salir todos los días a la tortillería, a las guarderías o al trabajo. Decirlo desde acá, desde el DF, sería muy cómodo. Pregunten en Tamaulipas, por ejemplo; o en las sierras de Chihuahua, Durango, Sinaloa, Sonora, Zacatecas, etcétera, etcétera. Sí creo que las fuerzas armadas están metidas hasta el cogote en esta guerra por culpa del poder civil, aún cuando no estaban equipadas o capacitadas legalmente para hacerlo. Ese es otro tema. La realidad es que el gobierno de Calderón nos ha obligado a tomar muchas decisiones –ahora sí– que no deberíamos tomar.
Pero a las decisiones que llevaron a esta situación, como lanzar la guerra por razones políticas, sin respaldo constitucional y sin un aparato de inteligencia, a esas no nos invitó.
No nos consultó lo de sacar al Ejército, pero ahora nos consulta sobre su permanencia en las calles; pues sí, con esta escandalosa inseguridad, claro que decimos que sí, que se quede.
No nos consultó lo de combatir al narco en las calles y ahora que los narcos se sienten muy fregones porque ya ganaron la guerra de resistencia, nos pregunta mañosamente que si los dejamos hacer lo que quieran. Pues sí, ya no hay de otra: hay que darles con todo. A balazos, pues.
Pero esa guerra de Calderón no es mi guerra aún cuando, a estas alturas, muchos de nosotros nos vemos obligados a pedir que el Estado no flaquee frente a los malos. Pedirle que no flaquee, sin embargo, no es aprobarles la guerra. La guerra a lo idiota que se lanzó no es mi guerra y punto.
Por un lado, no me molestó que en vivo y en directo un país entero escuchara balazos en un partido de futbol. Así estamos. Este es el país que vivimos aunque la secretaria de Turismo diga otra cosa, o aunque Ernesto Cordero niegue que la economía está dañada por la inseguridad. Así está Torreón, esa ciudad abandonada primero por las autoridades locales –corrupto Humberto Moreira, y de él hacia abajo–, y luego por la federación. Que México sepa que estamos en una guerra. Que vea esas imágenes de hombres, mujeres y niños tirados en el suelo. No hay manera de ocultarlo ya.
Por el otro lado, es tristísimo saber que esto sucede en mi país, y que Felipe Calderón ya casi se va y nos dejará un cochinero escandaloso. Qué políticos, Dios. No me canso de repetirme: ¿Para esto quería Calderón México? ¿Para esto pactó con Elba Esther Gordillo y con las televisoras y con los poderes fácticos? ¿Para esto?
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De regreso a casa. Las imágenes en la tele son de los que corren en el estadio de Torreón. Yo no metí esas imágenes a la tele, me digo. Allí están por algo. Allí están porque esto, aunque no queramos, es lo que estamos viviendo.
Es sábado. El gusanito me dice que escoja otro libro y me regrese al Zazá, en donde habrá ya música y una buena pizza de arúgula.
Pero no. Me quedo en casa. Mejor aquí, me digo, con mis perros. Mejor aquí, a terminar mis tareas de fin de semana.
Me acomodo en la cama y los perros se me acurrucan. Pienso en mi casa allá, en el norte. Pienso en mi familia.
Retomo la lectura de “A la vista” (Anagrama, 2011), el último libro de ese exquisito escritor que es Daniel Sada, a quien quedé de visitar en la tarde del domingo.
Leo: “¡Qué idiotez esa de que Ponciano se sintiera muerto sólo porque su esposa había colgado un moño negro en la entrada de su casa, allá en Torreón”.
Pinche Sada, pienso. Siempre con tan buena puntería.