Un grupo de encuestadores de dos empresas dedicadas a medir toda suerte de impactos y opiniones públicas desaparecieron. Afortunadamente, reaparecieron con vida. Ante la ola de solidaridad, social y mediática, los directivos de las casas encuestadoras solicitaron a las autoridades que brinden toda la seguridad necesaria para que las y los encuestadores puedan viajar por diferentes estados de la República Mexicana sin ser secuestrados o asesinados. La profesión de los desaparecidos, que afortunadamente fueron rescatados con bien (aunque aún no se esclarecen los hechos, ni se señalan culpables) se suma a otras ramas profesionales que han pedido lo mismo: seguridad para circular por el país. Y lo que falta.
A lo largo de los últimos cinco años, se han denunciado las amenazas, la desaparición y los eventuales asesinatos de periodistas (que aumentan sin ser esclarecidos). Llegaron luego las denuncias de “levantones” de profesionistas de la administración, de la contabilidad, así como expertos en construcción, medicina y agricultura que son secuestrados por los cárteles para formar parte de las víctimas de este nuevo fenómeno de Trata para la explotación laboral con la finalidad de dar servicios forzados al narcotráfico. Es así como, en los últimos años, ejercer la medicina en Chihuahua y Tamaulipas se ha convertido en un acto heróico ante las amenazas del narco a médicos y hospitales.
Las denuncias se acumulan en miles de expedientes judiciales. Los procuradores locales, ante la incapacidad técnica de sus instituciones (aunada en algunos casos a complicidades delictivas o a simple y llana cobardía) argumentan que todos los delitos relacionados con la delincuencia organizada son de orden federal, y con ello han provocado miles de peregrinaciones de familiares de personas desaparecidas de toda la geografía nacional.
Van con sus itacates, con sus fuerzas disminuidas, su indignación a cuestas, su ira contenida, su frustración acumulada y su economía abatida por la búsqueda de sus familiares, primero los piden vivos, y luego de años, los buscan aunque sea muertos para cerrar capítulos infames de tragedias interminables que desgastan la salud psicoemocional y física de todos los miembros de la familia. Y la PGR queda, como es natural, rebasada por la incapacidad de las procuradurías locales para resolver los delitos, y, como acabamos de descubrir con los arrestos de los delegados de PGR en diferentes estados, rebasada también por la falta de institucionalidad y ética de muchos de sus nuevos miembros.
Como si fuera poco, una buena parte de los procuradores, en un acto de simplificación administrativa que perpetúa la desgracia delictiva nacional, deciden acusar a las víctimas de haber sido abducidas de su hogar o trabajo por estar “seguramente” vinculadas con los delincuentes. Así, sin más evidencia que su propia imaginación, revictimizan a cientos de personas desaparecidas o asesinadas cuyas voces no son libres ni para defenderse de los victimarios, ni del Estado que debía protegerles y que, por el contrario, les fulmina arrojándoles al abismo donde los derechos humanos son inexistentes, se esté vivo o muerto, libre o secuestrado.
Cuando ahora, como antes lo ha hecho el gremio periodístico, los directivos de las encuestadoras piden a las autoridades que se aseguren de que los profesionales hagan su trabajo con seguridad, tenemos que ir de la denuncia en abstracto a la petición en concreto: ¿Es posible que la PGR asigne escoltas a un centenar de encuestadores que quieren sentir el pulso de la nación? No. Y la respuesta es negativa también para periodistas y para otras y otros profesionales. Aquí no está en debate si ciertas profesiones son de interés público, justamente porque se dedican a proteger los interés generales de la sociedad a la que informan con el producto de su trabajo.
Lo que en realidad debemos preguntarnos es si la PGR y la Policía Federal se pueden y deben convertir en una gran proveedora de guaruras o escoltas que permitan que miles de personas cuyo trabajo es de interés público, lo lleven a cabo sin ser secuestradas o asesinadas. Resulta ridículo. Y lo es porque las escoltas deben ser una solución de excepción en circunstancias aisladas y no una generalización que convierta al escolta en sucedáneo de prevención del delito.
¿Y cómo hacerlo? La pregunta es válida si entendemos que lo mismo orquestan un atentado al vehículo blindado de la Procuradora General de la República; que balacean el de el jefe de la policía de Playa del Carmen, quien por fin se atrevió a arrestar a los líderes del narcomenudeo en ese rincón del Caribe; que matan a una reportera que descubrió vínculos entre la policía judicial y los narcomenudistas o secuestran a un encuestador que hizo la pregunta incorrecta en el pueblo equivocado. La diferencia radica en que tanto la Procuradora como el resto de miembros de cuerpos policíacos reciben un sueldo y adquirieron un compromiso ético y profesional para perseguir a los delincuentes y asegurar que el poder judicial sea capaz de juzgarles con elementos de prueba suficiente. Y que queden resguardados para no dañar más a quienes viven en paz.
En cambio, una o un periodista, encuestador o médico no tiene la obligación de llevar a cabo tareas policíacas y no debería de salir a la calle cada mañana pensando que esta puede ser la última vez que ve a su familia antes de morir. Pero eso sucede cuando se vive en situación de guerra. Aquí no hay blanco y negro, ni recetas rápidas y sencillas. Lo cierto es que debemos seguir haciendo ciertas preguntas hasta encontrar las respuestas adecuadas: ¿de verdad la solución será que todo el país termine con bardas más altas, con videocámaras en casa, con autos blindados, con escoltas armados? Sabemos que no, es sólo un paliativo, porque mientras los delincuentes crean que son las víctimas quienes pueden hacerles perder la libertad, seguiremos en la inseguridad total. Es el Estado quien debe mandar el mensaje fuerte y claro de que con su poder es él quien protege a las víctimas. Allí radica el verdadero poder del Estado sano comprometido.
La única respuesta a la inseguridad es el cumplimiento de la ley y el fin de la impunidad. Nunca habrá suficientes policías para cuidar a cada médico en riesgo, o a cada periodista o encuestadora amenazada. No podemos seguir haciendo bardas más altas o incorporando un cerrojo más nuestras puertas.
Por eso, hay que insistir en denunciarlo todo, hasta que logremos ver a México en su real dimensión, aunque no nos guste, aunque para ello debamos ir por las calles con cuidado, aunque haya que salir a trabajar a sabiendas del peligro, a pesar de comprender cabalmente que nadie podrá protegernos, acaso salvarnos de esos otros que intentan que quedemos detrás de las altas bardas, sometidas al fusil y al silencio. Hasta que seamos capaces de reconstruir al país y a sus instituciones desde la prevención de la violencia y no desde la promoción de una guerra interminable que, a decir de algunos, sólo produce cobardes o asesinos.