Hay días en que una amanece como el clima, lluviosa con pronósticos de sol al medio día y con probabilidades de tormenta de relámpagos de alegría por la noche. Y siguen importando todas las cosas y las personas que conmueven, las que lastiman y las que incitan a la alegría y al jolgorio. Y sí, a la distancia duele la muerte de una colega en Veracruz, inculpada por un procurador impresentable; y ella, sin derecho a defenderse del infundio después de haber dado su último suspiro en manos del enemigo.
Sin embargo, la vida cuchichea al oído que la muerte se sufre y la vida importa y debe disfrutarse en tanto que es nuestra. No hay batalla que pueda librarse con fuerza y gozo si no va en ella el deseo de una vida mejor, la vida propia y la ajena, que juntas constituyen la gran vida humana. Y vamos por ella como testigas errantes de lo posible, buscando cada día razones para subsistir ante lo inexplicable, para exhibir lo violento e incomprensible, para asimilar sin deglutir ese horror que escapa a nuestras manos, que no puede ser alcanzado por nuestras palabras, pero que es, en sí mismo, herramienta vital para quienes justifican la violencia como un medio de vida y control social.
Y nada, que por más que se niegue, hemos de descansar de la tragedia, para rescatar la luz de las ideas. Hemos de detenernos frente al faro donde es posible escuchar otras voces, inspirarse en otras miradas, sonreír ante felicidades ajenas e inasequibles y celebrar su mera existencia. Si una lo recuerda en verdad, el gozo de los otros puede ser compartido sin pedir permiso, porque es en realidad un bien común gratuito y sin derechos reservados.
Sólo así, al reconocer el aroma de la alegría, comprendemos por qué, al andar por la calle, arrebatamos para nosotros el gesto de un niño juguetón que arroja una carcajada al aire y nos mira como si fuera absolutamente natural desternillarse y saludar a extranjeras que caminan sin rumbo por el malecón. Y secretamente sonreímos al ver a la pareja de ancianos que caminan tomados de la mano y charlan como si la vida les hubiese dado, junto con las canas y las arrugas, un añorado tiempo extra para amarse.
Umberto Eco dijo que al ser miradas por los otros, existimos; que cuando los demás entran en escena, nace la ética, y ahora, caminando por las calles desconocidas, pienso que también al entrar en escena, las y los demás cuyos nombres nunca conoceremos, nace también el deseo de vivir, de seguir viva y de que esas otras y esos otros con sus néctares dichosos, hallen la forma de encontrarle sentido a su existencia y al goce de ser y estar, sin importar si la enfermedad ha entrado en su vidas, si la traición o la muerte de un ser querido les ha dejado la semilla del desconsuelo en el ventrículo izquierdo del corazón.
Y van por allí, caminando como yo, buscando el secreto en la mirada alegre de uno que fuma puro, en la sonrisa blanca de las jovencitas que se abrazan jugueteando camino hacia el futuro, en la anciana que bebe un jerez, sentada en la veranda como domando al mundo que es sólo suyo.
Caminar y observar. Sin iPod que nos cante al oído, sin palabras que nos distraigan del aquí y ahora. Caminar por la vida y con la vida, admirando la obra del gran Chillida cerca de un mar frío que no se parece al mío. Miro mi mano hecha puño y descubro que llevo a mi patria atrapada entre los dedos, y me detengo, abro el manojo de mis dedos y la dejo ir, por un instante. Sé que mañana volverá. Y volveré yo a ella, con las manos abiertas y a ratos, cerrando el puño para volver a la consigna contra la muerte, contra la ira, contra la ceguera que nos impide mirarnos, unas a otros, y sonreír, y rescatar lo bueno, lo que es digno, lo indispensable para renacer, para enterrar el dolor pero sin cuerpos. Para desterrar los males sin destruir a nadie. Volveré a rescatar las calles de mi barrio para andar entre desconocidos, así de libre, así de llana, de simple, para reconocer la humanidad de los otros y las otras y para ser reconocida entre las multitudes por ser una más que sonríe, que trabaja, que vive, que goza y que se duele del dolor ajeno, pero sigue andando.
Así nomás para vivir en un mundo donde todo importa, donde la felicidad sea un derecho, donde la ética nazca con sólo mirarnos y compartir la tierra que pisamos. Así, me tomo unas vacaciones del dolor, me voy tras el goce, a tomarme de las manos con el amor, a columpiarme como cuando era niña, a carcajearme con un pequeño que corre en la playa, a brindar porque aquí estamos. Y nada más por eso, por ser y estar.