El 21 de junio de 2011, cuando el gobierno federal anunció la detención de José de Jesús Méndez Vargas, “El Chango Méndez”, los sitios más importantes de información en línea en el país no aumentaron en lo absoluto lectores (fuente: Alexa, The Web Information Company). Aunque fue la nota principal de muchos periódicos por Internet, en la mayoría no se volvió la más leída.
Y no es que fuera un hecho menor; uno de los líderes históricos de La Familia Michoacana, el sujeto de marras es un presunto asesino que habría traficado durante años con las peores drogas; que dirigió bandas de extorsionadores y secuestradores -según su confesión- y que se aprovechó del México pobre para reclutar jóvenes cuyo destino, para los que viven, quedó marcado. Pero los lectores tradicionales de noticias no lo consideraron tan espectacular como las autoridades mexicanas, que dieron conferencia en vivo y declararon el fin de uno de los grupos criminales más importantes de la última década.
El asesinato de Valentín Elizalde, del vocalista de K-Paz de la Sierra o de otros músicos populares; la ejecución del candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, o la masacre de 18 jóvenes en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, jalaron entre 10 y 100 veces más lectores en su momento, según el sitio. Pero la detención de “El Chango” no atrajo tanta audiencia como se pudo pensar. ¿Por qué?
La respuesta parece obvia pero hay que decirla: porque estos señores podrán ser muy importantes para el gobierno federal, pero para la gente ya no; son uno más del montón. El arresto o la muerte de capos ha dejado de ser noticia caliente; a menos de que se trate de los grandes-grandes, de esos que hay un puñado, como Arturo Beltrán Leyva o Ignacio Coronel. Seguramente si dan con Joaquín Guzmán Loera, Vicente Carrillo, Heriberto Lazcano y otros que se han vuelto personalidades internacionales, habrá un revuelo noticioso. Pero la audiencia ya no se compra como noticia la caída de capos de un nivel mediano. Otra vez la pregunta: ¿por qué?
La respuesta, una vez más, parece obvia. Pero hay que decirla. Lo que nos dice el balance de la guerra armada de Felipe Calderón, es que podrán caer changos, monos y tiburones, pero llegarán los alacranes, las viudas negras y las víboras a sustituirlos. El método del exterminio no era, y no es, la solución a los problemas de criminalidad; los opositores a esta guerra lo hemos dicho durante casi cinco años. El resultado allí está.
Unos cuantos días después de presentar a José de Jesús Méndez Vargas, el diario Reforma lo ha dicho así: “El descabezamiento de grupos criminales no se ha traducido en la desaparición de cárteles, sino en el crecimiento de facciones y su extensión en el territorio nacional e incluso en Centroamérica”. Fue su nota principal, del domingo 26 de junio. Tiene razón.
El Cártel de Sinaloa está más firme hoy que nunca. El del Golfo fue mermado, pero Los Zetas, grupo que se le separó, tiene presencia en casi toda la República. La Familia Michoacana habrá quedado “desmembrada”, pero ya aparecieron los Caballeros Templarios a ocupar su lugar, con fuerzas en cinco estados comandadas por otro que creció en la presente administración federal: Servando Gómez, “La Tuta”. Las cifras de robos, extorsiones, secuestros, tráfico y ejecuciones aumentan en muchas entidades –datos de PGR y PF publicados por Reforma– aunque decrezcan en algunas regiones, promediando un incremento en las cifras nacionales. ¿De qué ha servido, entonces, esta guerra armada?
Felipe Calderón ha sido muy hábil al construir su discurso para justificar la guerra. Y muchos han caído en la trampa. Dice que no piensa renunciar a combatir a los criminales porque se van a apoderar del país; visto así, todos le pediremos de rodillas que por favor no deje de atacar las estructuras criminales. No veo que ningún crítico le pida que deje de combatir a los asesinos y secuestradores; no están locos.
Ha dicho que no tenía otra opción que salir a la calle con el Ejército y la Policía Federal porque la estructura del negocio de los narcotraficantes cambió: ahora, argumenta, quieren vender droga “a nuestros hijos”. Puesto así, no habrá nadie que dude que hizo lo correcto, más cuando recurre al “nuestros hijos”. No veo a una sola persona negándole que los narcos atacan a nuestros hijos y que se requería neutralizarlos.
Hábil, Calderón.
Pero en su discurso ha dejado el reclamo de fondo. Se le reclama haber anunciado pomposamente, sin estar preparado, en medio del descontento electoral, una guerra contra los cárteles. Se le reclama haber lanzado a las instituciones a una tarea para la que no estaban preparadas, exponiendo, como es el caso del Ejército, su prestigio. Se le reclama que dividió a los mexicanos entre buenos y malos; y entre los malos dejó a los consumidores, muchos de los cuales, agarrados de su debilidad, fueron armados por los narcotraficantes y alineados como ejército del mal. Se le reclama no haber consultado a nadie, que se sepa, para lanzar su guerra: ¿Alguien conoce a una sola persona, fuera del equipo de campaña que lo acompañó hasta diciembre de 2006 –analistas, especialistas, estudiosos del tema–, al que se haya preguntado sobre la materia? Se le reclama que no empezara por dar empleos como prometió, o salud, o educación y cultura.
Varias guerras de Felipe Calderón están perdidas desde hace mucho tiempo, pero él dejó de verlo. La que más daña a los mexicanos, es la guerra que sostiene contra sí mismo: se ha comprado el combate armado como única solución a los problemas de inseguridad, y con esa idea terminará su mandato. En esa guerra interna en la que ya fue derrotado por su propia obstinación, perdemos todos los ciudadanos.
Seguramente somos mayoría los que le pedimos de rodillas que no deje de combatir a los criminales porque si no, en efecto, el país caerá en sus manos; más si después de casi cinco años la guerra sólo sirvió para enlutar a decenas de miles familias mexicanas; más si las estructuras criminales apenas han cambiado de fauna, después de tanto dinero y tantas almas perdidas.
Sin embargo, en lo personal habría preferido que su estrategia no se centrara en matar y atrapar a los changos Méndez, porque llegarán los lagartos y los buitres en su lugar.
Habría preferido –maldito verbo imperfecto– que Calderón rescatara a los niños José de Jesús Méndez Vargas regados por todo México, antes de que decidieran volverse contra sus propias familias, contra su religión, contra su gobierno y contra su sociedad. Si su administración hubiera empezado a salvarlos antes de perseguirlos, esa sí sería una gran noticia. No de esas que se lleva el viento, por más que se pregonen, y suenan a hueco. Como la del 21 de junio de 2011.
Si Felipe Calderón hubiera preferido rescatar a los hijos del México jodido y por tanto vulnerable (con educación, cultura, deporte, salud), ni siquiera sería noticia: sería historia, material para los libros que habrían de leer nuestros nietos en cincuenta o cien años.
Pero no. El presidente prefirió una guerra armada. Y la sangre de esa guerra nos perseguirá por generaciones.