Sandra Lorenzano
30/12/2018 - 12:00 am
Deseos
Para Lucy y David. Siempre. Fin de año es época de deseos. Yo, como seguramente muchos de ustedes, repito mis rituales para lograr que esos deseos se cumplan. Pero más allá de comer uvas, o de usar ropa interior roja para que no me falte el amor, o amarilla para el dinero, o de dar […]
Para Lucy y David. Siempre.
Fin de año es época de deseos. Yo, como seguramente muchos de ustedes, repito mis rituales para lograr que esos deseos se cumplan. Pero más allá de comer uvas, o de usar ropa interior roja para que no me falte el amor, o amarilla para el dinero, o de dar vueltas dentro de la casa con una maleta para que el nuevo año me depare muchos viajes, hay un deseo que repito de manera obsesiva. Bueno, en realidad dos. El primero es mi mantra de cada mañana: que mi hija viva muchísimos años siendo siempre infinitamente feliz. El segundo reaparece cada 31 de diciembre: que quienes despedimos el año seamos los mismos que podamos despedirlo al año siguiente; es decir, que nunca seamos menos. Que no nos falte nadie. Que la muerte no se lleve a los nuestros. Que en el pase de lista del corazón, sigamos todos juntos, compartiendo el aire, el tiempo, la vida.
Pero la muerte ronda siempre y su zarpazo amenaza con dejarnos un poco más huérfanos, un poco más solos. Hay años en que el recuento es más doloroso que otros. Como si la parca se hubiera ensañado. Es cuando intento pensar que todo esto también es parte de la vida, que los ausentes se quedan con nosotros –como esas cenizas de los seres queridos con que en el Amazonas amasan el pan ritual que permitirá incorporarlos a la sangre y los huesos de los vivos-, que no permitiremos que nadie los arranque del recuerdo y el alma.
Como escribía Rodolfo Walsh, el verdadero cementerio es la memoria. Por eso quiero cerrar este 2018 –que ha tenido momentos felices, trabajos que he disfrutado muchísimo, amores que se han enraizado, proyectos, aprendizajes, amaneceres luminosos, gente querida y abrazos- recordando a uno de esos seres que me acompañaron amorosamente a lo largo de los años y que hoy son ya ceniza en este pan con el que cada día alimentamos el alma. ¿Me permiten hacerlo?
La historia que quiero contar es una que tiene que ver con nuestros países, con la violencia y con la solidaridad, con una época que muchos llevamos grabada a fuego en la piel, como llevamos grabado el agradecimiento y esas saudades que nos tiñen la mirada desde hace ya más de cuatro décadas.
Y empiezo con la bandera, justo yo que soy enemiga de cualquier nacionalismo, porque la bandera también puede ser cobijo y protección –ojalá lo recordáramos cada vez que un migrante llega a nuestra tierra-. La bandera mexicana lo fue para muchos de nosotros en los años setenta, y eso no lo olvida ningún exiliado. Como no lo olvidaba Lucy Baltiansky que es de quien quiero hablarles. No lo olvidaba no sólo porque durante cuarenta y cinco años México le permitió tener una vida, criar a su hija, amar a sus nietos, enamorarse y cuidarnos a muchos, sino porque la bandera, nuestra bandera, envolvió a quien era su marido, Jaime Faivovich, subsecretario de transportes en el gobierno de Salvador Allende, para que pudieran sacarlo de la Embajada de México en Chile, donde se refugiaron después del golpe de estado de Pinochet, y llevarlo al hospital a operarlo del cáncer que lo había invadido. La bandera lo cubrió para que los militares no se atrevieran a tocarlo.
Contaba el querido embajador Gonzalo Martínez Corbalá que ese gesto de envolver así a los perseguidos le permitió hacer entrar a muchos chilenos a la Embajada a pesar de que los carabineros no se movían de la puerta. Cualquier atentado contra el verde, blanco y rojo, sería considerado una afrenta contra México. Yo escuchaba con fascinación las historias vividas a partir del violento 11 de septiembre de 1973 que contaba Martínez Corbalá. Él, con su memoria privilegiada y su generosidad sin límites, fue de los que nos faltaron en la cuenta de los afectos de diciembre del año pasado. Este 2018, hace apenas unos días, se fue Lucy llevándose otra parte de esos recuerdos: la vida cotidiana de los alrededor de ochocientos asilados que pasaron por la sede de la Embajada en Santiago, las preguntas de Karen, su hija de doce años, el asesinato de Ricardo García, esposo de su hermana Rolly, torturado hasta la muerte en la cárcel de Copiapó, la llegada a México en enero de 1974, la difícil reconstrucción de la vida desde el dolor y la derrota.
Historias no demasiado diferentes a las de los cientos y cientos de conosureños que encontraron –que encontramos- refugio en un país que presumía ante el mundo su generosa política de acogida. Pero no se trataba sólo de una cuestión de política de estado sino de la solidaridad de la gente. Esa misma solidaridad con que décadas antes habían recibido a los refugiados de la Guerra Civil Española. Así como me conmueve la historia de Jaime Faivovich envuelto en la bandera nacional, me pone la piel chinita la relatada por el psicoanalista uruguayo Juan Carlos Plá, quien contaba que al verse obligado a dejar su patria “escribió a varios lugares y fue recibiendo contestaciones ambivalentes”, hasta que un telegrama de un colega de la Asociación Psicoanalítica Mexicana le decía: “En México, donde comen dos, comen tres. Vente”. Y vino. Y fundó una familia. Y amó este país y a su gente, como lo amamos todos los que fuimos aquí recibidos.
Lucy y yo hablábamos mucho de estas cosas. “Tengo los huesos de los míos enterrados aquí”, decía. Jaime, Jimenita, Karen, Javi, David… las ausencias habitaban su voz. Hoy también la de ella habita la nuestra. La de la querida e imprescindible familia del exilio. Porque el exilio también es eso: la creación de lazos de amor que nos vuelven familia.
Que quienes despedimos este 2018 seamos los mismos que podamos despedir al 2019 el próximo diciembre, me repito como una plegaria. Que nunca seamos menos. Que no nos falte nadie. Que la muerte no se lleve a los nuestros. Que en el pase de lista del corazón, sigamos todos juntos, compartiendo el aire, el tiempo, la vida.
Que así sea.
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