Decía el caricaturista Roberto Fontanarrosa (1944-2007) que todo lo que uno hace es para conseguir «minas», es decir, obtener la atención de alguna mujer. En este texto, donde Sergio González Rodríguez (1950-2017), muestra su capacidad narrativa y los múltiples intereses que tenía, el sexo opuesto se trata de una obsesión, ¿sí?. Almadía publica este libro póstumo del profesional, que falleció el pasado 3 de abril y al que mucho se lo extraña.
Ciudad de México, 30 de diciembre (SinEmbargo).- En este libro, González Rodríguez narra cómo, a partir de una conversación con una compañera de trabajo, le fue posible corroborar la teoría del investigador Robert Wright, quien defiende el papel del impulso reproductivo en los distintos intereses amorosos de hombres y mujeres, pero también nos comparte sus memorias de un acercamiento infructuoso con una alumna de la Facultad de Filosofía y Letras –en el tiempo en que él mismo curso ahí la carrera de lenguas modernas– o nos cuenta su larga investigación para desentrañar el significado de la expresión “güi-güí”, palabra escuchada en una plática con una amiga, e incluso llega a describir las llamadas que Jorge Ibargüengoitia le hace desde el más allá para darle consejos sobre, claro está, mujeres.
Pero lejos de generar en el lector la impresión de que esta insistencia en el sexo opuesto se trata de una obsesión, los episodios relatados por Sergio González Rodríguez recuerdan que para el hombre la compañía femenina es una necesidad que, aunque a veces resulte amarga, es ineludible.
Sergio González Rodríguez falleció a causa de un infarto cerebral el pasado 3 de abril. No están como todos los años sus recomendaciones literarias, ni ya veremos sus ideas de libros -siempre estaba en uno-. Almadía ha sacado un libro póstumo. Mucho se lo extraña.
Sergio González Rodríguez, adiós al amigo entrañable
Fragmento del libro Amigas: los años 90 fueron mejores, de Sergio González Rodríguez, con autorización de Almadía
I
La Facultad de Filosofía y Letras me tuvo entre su mobiliario años atrás. Y pervivía como un espacio privilegiado de este campus el “aeropuerto” –el hall a los pies de las escaleras entre la primera planta y la segunda–. Allí se reunía una fauna plural de fósiles, chicas lindas en minifalda –quizás no mostraban las piernas, pero así lo recuerdo–, grupos de activistas políticos en busca de pretextos para estallar la próxima huelga estudiantil, profesores admirados que instruían a sus alumnos de paso al salón de clases –como Colin White, Sergio Fernández, Juan Miguel de Mora. Y estudiantes tardíos como yo, quien el primer día de clases debí preguntarle en el pasillo de las aulas a un amigo que iba a cursar letras francesas, mientras yo me encaminaba a un rumbo desconocido –letras inglesas–, cuya justicia académica aún me desasosiega, dónde nos veríamos al salir de clases.
–En el aeropuerto –me respondió, al desgaire.
Miraba de soslayo el paso de las chicas en sus entalladísimos vaqueros.
–¿En el qué…? –pregunté, intrigadísimo.
Debí darle un codazo a mi amigo en su incipiente pero ya promisorio abdomen –que jamás imaginaba lo que sería su esplendor futuro– para traerlo de vuelta al mundo luego de incursionar en la contemplación de la belleza. Al fin, me respondió:
–¿No sabes dónde está el Aeropuerto? –lo pronunció así, en mayúscula la primera letra.
La verdad no tenía la menor idea de qué diablos era eso del Aeropuerto.
–Allí, güey –señaló mi amigo.
–¡Ah!… –respondí.
Han pasado los años y me veo en el pasillo de la facultad, mis pantalones de “pata de elefante”, mi cabellera larga, el bigote escurrido, la flacura breve, el suéter de cuello de tortuga. Buena onda, master. E insisto:
–¿Por qué le llaman al Aeropuerto el Aeropuerto?
Mi amigo replicó, paciente e instructivo:
–Porque allí aterrizan todos…
–Obvio: el avión… El la-bión. Labioso. Labiada. Rollo –a estas alturas hay que aclarar estos términos antes de que entren en la etapa de referencias al pie de página.
Mi estilo de hablar nada tenía que ver con el rutinario consumo de mariguana de los universitarios de ayer, de hoy y de siempre, sino con mi fidelidad a un estilo de verbalizar que heredaba de mis años en la escena del rock mexicano –una forma elegante de aludir al espíritu de los tiempos y a los hoyos en los que desbarrancábamos los poshippies. Eso que José Agustín supo capturar 9 tan bien, pero tan bien, que a la fecha defiende como si fuera latín. En él se llama lealtad, o bien, ganas de ir acorde con la antigua canción de Jethro Tull, a saber: “Let us close our eyes;/ outside their lives go on much faster./ Oh, we won’t give in,/ we’ll keep living in the past”. Tantán.
En lo personal soy alérgico a todo tipo de tabaco, me enferma de náuseas y me provoca sinusitis, cuando no se me inflaman los ojos. Y la mariguana, como se lo dije a una novia bien “pacheca” pero muy linda que solía yo tener, me parece una “droga pendeja”. Mi amiga, en su lucidez al estilo de Bob Marley, me preguntó, inquieta y al mismo tiempo dolida:
–Entonces, ¿quieres decir que me consideras una pendeja?
El Aeropuerto saludaba a Sergio una mañana remota. Hola, Aeropuerto; hola Sergio. Por alguna razón misteriosa, mis neuronas realizaron un desplazamiento metonímico –ese giro retórico de apreciar el todo en la parte– y a partir de aquel momento me acostumbré a reducir la facultad al Aeropuerto.
Sé que esto es una tontería, pero es algo irracional, inconsciente, me rebasa. Quiero pensar que el complejo cultural y académico que evoqué al inicio de estos párrafos –el amasijo de chicas lindas, sujetos en grilla, profesores afanosos y malos estudiantes como yo en busca inasible del ocio, la ilusión y los saberes– sintetizan, si no a toda la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), sí a sus huestes más arquetípicas.
Ahora estoy allí angustiado porque algo se me escapa del curso de Lingüística I, y tengo que presentar al día siguiente un examen semestral. Y no logro dominar no sé qué acertijo de arborescencias cuando me topo en el Aeropuerto con una chica llamada Clara. Este encuentro tiene algo de déjà vu, de ya visto, porque antes hubo otra Clara en mi vida. Y antes otra más: mi querida hermana.
El caso es que esta Clara no es ni la primera ni la segunda, sino una tercera que me suena a perfección, no sólo porque me evoca un verso célebre de Octavio Paz (“…bajo tu clara sombra…”, etcétera), sino porque ella expresa el resultado hegeliano de la tesis, la antítesis y la síntesis de mis tribulaciones solitarias. Interpelo, pues, a esta tercera Clara que huye al verme en el Aeropuerto, la persigo:
–¡¡¡Hola, Clara!!! ¿Clara? –…
–Hola, Clara… holaclara. ¡Cla-ra!
–Ah… hola, Sergio
–¿Qué onda? Siempre cuándo nos vamos a ir a tomar un café, ¿no? Espero que no estés tan ocupada como otras veces; pobre de ti, ¿verdad? Estudias mucho. ¿Qué me dices?
Debo interrumpir el relato para situar mi tenacidad inútil. Clara medía 1.67 o 1.68 metros de estatura. Era blanca en tono de leche condensada Nestlé. Cabello negro ensortijado. Una sonrisa deliciosa, ojos grandes –negros también–. Cuerpazo de bailarina. Aquel día llevaba una chaqueta corta de piel obscura, una blusa azul y 11 unos pantalones blancos tan ajustados que nada más columbrarlos era morderse los labios de rabia e impotencia viril (esta palabra suena dura, pero así se siente, dicen, qué le voy a hacer). Para darme la vuelta, Clara afirmó algo decisivo que he vuelto a evocar otra veces:
–Oquéi, Sergio, si quieres vamos a tomar un café, pero me acompañaría mi marido.
Al oír aquello, todos los circunstantes en el Aeropuerto me voltearon a ver. Las conversaciones se interrumpieron, los volantes de los activistas dejaron de circular y se congelaron las arengas del sempiterno orador en pro de los que no tienen voz. El fantasma mitológico de Alcira, la musa de Roberto Bolaño y protagonista de su novela Amuleto, calló su aullido eterno. Al mismo tiempo las miradas de las muchachas se unieron en un gesto de solidaridad de género. Se hizo un silencio digno de las meditaciones ontológicas de Eduardo Nicol, entonces decano de los filósofos universitarios.
Mi ángel de la guarda me dictó al oído una respuesta que, a lo largo de los años, se ha convertido en un clásico:
–¿Para qué quieres que vaya tu marido? ¿Acaso es bisexual y le quieres conseguir alguien? No cuentes conmigo, por favor.
El tiro a gol fue raso, fuerte y colocado. Clara, esta Clara a la que evoco cada noche cuando prendo el televisor para ensimismarme en la contemplación de actrices como Ana de la Reguera –quien bien podría ser su doble–, vio caer su quijada al nivel del suelo. Sus ojos se descompusieron en un ir y venir de perplejidad. El cerebro se le licuó mientras escuchaba la ovación que me dispensó el culto –y entrometido– público del Aeropuerto.
–¡¡¡Duro, duro, duro…!!! –comenzó a gritar la compacta multitud en mi honor. Así fue como se inventó este grito que han generalizado las porras universitarias para impulsar al triunfo a sus equipos de futbol. Sólo faltó que entonaran el himno puma “Cómo no te voy a querer”, pero este aún era una estrella en el cielo de las neuronas de su tenebroso compositor. El Aeropuerto y Clara viven, pues, en mi memoria. ¿Dónde habrá quedado Clara? Debe tener ya hijas veinteañeras. La quiero todavía.
II
Hay quienes pertenecen a una estirpe transparente. Hombres y mujeres a los que su prójimo ni advierte ni registra. Entre los humanos hay varias invisibilidades. Esta condición se presenta de dos modos: a) quienes de plano son invisibles a otros; b) quienes en cuanto se van, se diluyen en la memoria ajena. Detrás de estas realidades, que muestran la síntesis de un patetismo crepuscular, se oculta una circunstancia tan lancinante como irrisoria: la de quienes pueden reunir en sí mismos aquellas dos condenas.
Días atrás me reencontré por azar con una mujer hermosa, a quien por intermedio de un amigo conocí años atrás. Recuerdo haber departido con ella una fecha precisa y poco propensa al olvido: la noche de Año Nuevo de 1986. Aún podría citar algunos temas de los que hablamos. Al reencontrarme en el presente, la mujer aquella ni siquiera me reconoció. No se puede alegar un caso de amnesia: ella podía citar diversas circunstancias de la noche que compartimos; mi amigo estaba en sus imágenes: sólo yo había desaparecido de ellas como si fuese un crimen cuya escena se recompone para destruir evidencias. En el mundo de los afectos, perdurar significa vencer.
Leonardo da Vinci dictaminó en su momento que la primera pintura de la humanidad fue el contorno lineal de la sombra de un hombre proyectada sobre un muro por la luz solar. El pintor recogía lo mismo resonancias platónicas que algún relato de Plinio. El trazo al natural habría nacido de una desesperación: el afecto ante la ausencia. Sombra dentro de una sombra. Una nostalgia por la belleza.
Me cuenta un amigo del trabajo:
–Hoy volví a saludar a V. en el pasillo y ella ni siquiera se inmutó: pasó en silencio a través de mí. Imaginé el esqueleto de mi amigo: vibraba como un carrillón desafinado.
–Eso deben percibir los fantasmas cuando los atraviesa el niño que corre por una escalera –respondo.
–Me consuela pensar –continuó mi amigo– que, de persistir el manto invisible que me cubre, podría realizar las triquiñuelas –en sí obvias– que tal estado facilitaría…
–Ya se te adelantó el dibujante italiano Milo Manara, que inventó la picaresca del hombre invisible suelto en una playa, o algo así.
En aquel instante se aproximó a donde estábamos la muchacha del intríngulis, V. A pesar de que la saludamos, su belleza pasó en silencio a través de ambos. Esta vez el sonido de por medio fue el mismo que un saco de huesos al caer en el piso.
En el cortometraje Arena Brains, el artista norteamericano Robert Longo actualizó el mito que Leonardo da Vinci narraba, mediante el episodio sarcástico de un pintor cuya crisis creativa y esterilidad se acaban cuando, en una fiesta, un amigo está a punto de asfixiarse. Con una cámara fotográfica en mano, el artista consigna el gesto extremo –vitalísimo, en su borde fatal– del moribundo, obtiene una diapositiva y la proyecta luego en su estudio contra un muro: de allí renacerá su aliento artístico. ¿Por qué?
Ciertos afectos crecen entre la certidumbre de la pérdida y la irrealidad –un giro funesto–. Y se disuelven en una nostalgia bicéfala: la de lo corpóreo y la necesidad de su explicitud. Bajo tal designio disolvente, perduran unos trazos contra el muro de las resignaciones íntimas. Y la víctima se descorporiza; se vuelve humo ante los demás. Este es el signo de los desdichados.
El hombre de acción, que apenas depende de sus propias decisiones y soberanía, que apuesta a su fortaleza o a la de otros semejantes a él, es uno de los íconos estratégicos de esta época. Los hombres regresan, rezaba el mensaje de la firma aromática Brut, y ofrecía en un solo envío el cuerpo sólido y fisicoculturista –si lleva el tatuaje de las cicatrices, mejor aún– de un guerrero, quien se identifica con la naturaleza, sus rigores y un código: independencia, integridad, arrojo físico, competencia.
Expediente N.: un hombre conversa con una mujer llamada N., que se muestra en la plenitud de su encanto, inteligencia, temple independiente en el mundo. El hombre hace preguntas, quién sabe qué clase de preguntas –él no lo sabe bien a bien: se trata de una típica plática nocturna, dispersiva y confesional, un poco cruda, sí. De pronto, en la alta madrugada, se abre una fisura instantánea en la fortaleza de la mujer. Contiene el llanto, pero el daño está hecho. Ella le dice al hombre que con nadie le ha pasado eso. Se despide y ofrece disculpas por el fugaz espectáculo de su claudicación. La despedida se quiere cortés, pero suena definitiva. Este es el primer síntoma del mal de la invisibilidad que aqueja a algunos hombres. Pero hay hombres –las mujeres saben– que siempre regresan en la piel de otros.
III
Cada vez que voy a una boda se me olvida que no me gustan las bodas. Y me divierto de mil modos. Uno de estos consiste en oír las conversaciones ajenas. Días atrás asistí al festejo matrimonial de T. y atestigüé, subrepticio, el siguiente diálogo entre una pareja de desconocidos que frisaban los treinta años de edad. Bajo un árbol del jardín, ella vestía de blanco y, como bien anticipó Jane Austen, una mujer vestida de blanco no puede verse mal nunca. El hombre vestía de negro.
–¡Mira, ahí está ese tipo que fue tu novio!
–No empieces a molestarme.
–No molesto; saliste de gane. Obsérvalo de reojo: se volvió jorobado, seguro que fue porque la mujer que se consiguió es una chaparra.
–Estás mal. Es la edad, en todo caso…
–Sí, a algunos tipos no les sienta llegar a los treinta años. Se descomponen rapidísimo. Fíjate: a tu exnovio le creció la quijada: ¡se volvió prognato!
–¿Próg qué? Ya, no inventes…
–Sí: tiene la quijada hacia afuera; mira, mira, mira nada mááás… –machacaba el hombre, mientras se desvivía por sacar el pecho y estirar su quijada y labios.
–Ya, por Dios: ¿no te has visto en el espejo? A ti parece que te mandaron por fax. Y se atoró la mitad del papel en el envío. En ese momento de felicidad conyugal me alejé hacia otro sendero, en busca de los postres. Recordaba aquel aforismo de Oscar Wilde: “El romanticismo empieza recién a los cincuenta años”.
Mi amiga Ch. me cuenta que, durante la tarde de su boda campestre, de pronto el cielo se nubló y amenazó la lluvia. Estaba desesperada, había pasado por alto alquilar un pabellón de lona. Un invitado se ofreció a solucionar el problema: se alejaría a solas hacia una ladera vecina y rezaría con todas sus fuerzas para que el Señor se apiadara de la boda. Todos avalaron la consabida calidad del creyente; pocos apostaron por su eficiencia. Contra los incrédulos, las plegarias fueron atendidas: el peligro de lluvia se alejó. La historia –por completo verídica– me parece un prodigio. He oído del hombre que confundió a su mujer con un sombrero, como lo cuenta Oliver Sacks en un hermoso libro; jamás había sabido de un feligrés que confundiera a Dios con un paraguas.
Sé que es de mal gusto hablar de divorcios en una boda, pero cada vez que asisto a una me lleno de escrúpulos y digo en voz alta a quien quiera escuchar: “¿Estarán conscientes los hoy celebrados de que, en promedio entre las parejas mexicanas, los divorcios se dan en los primeros cuatro años de matrimonio?” Claro que no lo están; no habrían llegado a la solución nupcial. Estos despropó- sitos han funcionado como exorcismos: las bodas en las que mencioné el tema persisten, si no en la dicha, sí en la compañía. La pasión –dicen– es enemiga de la felicidad.
Cada vez que voy a una boda, alguien –por lo regular una mujer– se acerca a preguntarme lo mismo: cuándo me caso yo. Respondo que no he terminado de aprender el know-how. La contrarréplica habitual es un refrito que, a fuerza de repetirse, terminó por gustarme: “Ya cásate, porque en lugar de hijos vas a tener nietos”.
Me cautiva la idea de los preparativos de una boda. En particular me inquieta el trance de la petición de la mano a los padres –en mi caso quizá serían antepasados– de la novia. Me imagino ante un sarcófago de la cripta familiar de mi prometida, acompañado del fantasma de mis propios padres. O bien, me veo hundido en un rito de médium en torno de la tabla Ouija mientras mi madre, ante los suegros, elogia mis virtudes desde el más allá. Sueño también que pronto me casaré con una linda muchacha; y yo de blanco, aunque me vea mal.
Tengo un amigo que en cuanto llega a una fiesta, a la tintorería o a un velorio, busca si entre los circunstantes se encuentra algún extranjero que hable inglés –se educó en Estados Unidos–; si no lo encuentra, se retira a practicar con los cajeros automáticos. Un día me invitó a una boda a la que asistían políticos renombrados; en un corrillo en medio de ellos, comenzó a contar chistes de este tenor:
1) ¿Cómo define el diccionario del Servicio de Inmigración norteamericano al Superman mexicano?: El moreno que es capaz de robarse las llantas de un avión en pleno vuelo.
2) ¿Por qué les gusta a los políticos mexicanos tener autos con el volante chico? Para poder manejarlos con las esposas puestas.
Mi amigo y yo nos quedamos solos.
Un punto álgido de la agenda en los preparativos de una boda es el acuerdo sobre la música que se escuchará en la fiesta. La decisión encierra una suerte de futurología. Si la pareja se decide por un cuarteto de cuerdas, significa que dominó la cultura sobre los individuos, y lo más seguro es que el matrimonio sea desdichado al primer contacto con el mundo real. En el caso de que la música popular –por ejemplo, la llamada afroantillana– sea la favorita, se puede esperar lo peor de la novia: la infidelidad aguarda cuando se confunde la institución matrimonial con la pista de baile de un centro nocturno o de cualquier disco. Si se elige el rock de los años sesenta o setenta, sin duda habrá viudez próxima o el novio se dedicará al alcoholismo –si no lo hace ya– en busca de la fuente de la eterna juventud. Y así por el estilo. En esto como todo en la vida, según recomendaba Octavio Paz, conviene una sana pluralidad.
Mientras veo bailar a jóvenes y viejos en una boda, entregarse al rito –a mi juicio innoble, por eso he recaído en él– de hacer una fila ondulante, tomados unos y otras de la cintura, al ritmo de algún aire tropical no puedo evitar la reincidencia en E. M. Cioran: “En los tormentos del intelecto hay una decencia que difícilmente encontraríamos en los del corazón”.
Las escenas de boda mejor logradas que haya visto en el cine son las de Michael Cimino en El francotirador. La sorprendente profundidad de las imágenes viene de la perspectiva que eligió Cimino; están narradas a partir del punto de vista –con el que se identifica el público– de un personaje invisible: el testigo solitario que siempre está presente en las fiestas. Dicho testigo semeja a quienes pueden atisbar por una rendija hacia el porvenir mediante la “segunda mirada”.
En aquel film hay una escena esencial: los novios beben de la copa nupcial; su rito señala que si alguno de ellos derrama una gota de vino, el mal fario acompañará el matrimonio. Sólo el testigo privilegiado distingue este signo en el encaje de la novia; los demás se obnubilan o se niegan a ver lo aciago, aunque lo vean. Arthur Schopenhauer entendía la clarividencia como una confirmación de que todo lo que acontece expresa una necesidad categórica. En este ámbito se desenvuelve el testigo que siempre decora las bodas, suerte de mayordomo de las historias personales, de oficiante del azar familiar. El guardián de la curiosidad inútil. Como yo.
IV
Cada vez que voy al cine y escucho hablar en voz alta durante toda la película a las personas de la fila de atrás, pienso en chistes sobre nerds. Así que me volteo y les espeto a la primera oportunidad:
–Al nerd número uno se le perdió una moneda en su casa y llamó a su amigo, el nerd número dos, para que le ayudara a buscarla. Buscaron la moneda y no la hallaron, así que el nerd número dos le preguntó a su compañero: “¿Estás seguro de que la perdiste aquí en la sala?” “Claro que no”, respondió el nerd número uno. “Pero aquí hay más luz.”
Luego agrego: “¿Entendieron? ¿Sí o no?” Como es de suponer, los parlanchines no entienden ni la alusión ni el chiste, pero después de mirarse el uno al otro, sonríen y guardan silencio, estupefactos ante el loco que los interpela. No falla. He oído todo tipo de pláticas en medio de una película: pleitos de novios, lecciones de hermenéutica, confesiones adúlteras, recetas de sushi e historias de treintañeras imperiosas, decepcionadas de los galanes que a los cuarenta años tienen respuestas dignas de ser consignadas en una escultura:
–¿Por qué no me has hablado? Tenemos un mes y medio sin vernos ni llamarnos por teléfono.
–¿Ves? Me presionas demasiado.
Una tarde memorable logré escuchar, mientras Max von Sydow entonaba su mítica cuenta regresiva en la película Europa, cómo una mujer narraba uno de los mejores días de su vida. Se trataba de un paseo campestre en España, coleccionable en un álbum: intervenía un catalán guapo e inteligente, unas viandas deliciosas y –aspecto que en lo particular me pareció de sumo misterio– unos perros que se aterían en un paisaje segoviano. La presencia canina en la idea del paraíso de alguien me pareció intrigante, quizá por el silogismo implícito que derivaba la dicha femenina de un hombre y un par de perros falderos. En esa película verbal que la mujer insertaba en la de la pantalla me identifiqué, desde luego, con los perros. Al encontrarse con amigos, dicha mujer acostumbra presentar a su novio en turno como si fuera otro más de los perrillos que la acompañan. Imagino la escena: “Ellos son Fido, Fifí y… Marcos”.
Aquel episodio se asocia al cuento de Mark Strand en el que un hombre le confiesa a su mujer que antes de ser una persona fue un perro, y le revela sus amores pasados, como los que tuvo con “Peggy Sue, una Braca alemana de pelo corto, cuyos dueños ponían constantemente discos de Buddy Holly. La emoción que sentíamos al oír su nombre es indescriptible. Íbamos corriendo a la puerta y nos quejábamos hasta que nos dejaban salir. ¡Lo orgullosos que nos sentíamos corriendo bajo la brillante dispersión de las estrellas!” (cf. Robert Shapard y James Thomas, Ficción súbita, Anagrama, 1998).
La imagen de la felicidad humana –de acuerdo con Strand– debe ser muy distinta vista por un perro: “Los peores momentos eran cuando mis amos se reían. Entonces se nos hacían extraños de pronto. La suave cadencia de su conversación, lo cortante de sus órdenes, daba paso a una serie de aullidos, gorgoteos, gañidos. Era como si se soltara algo de ellos, algo absoluto, demoniaco. Una vez que empezaban, les resultaba difícil parar. No puedes imaginarte lo aterrador y desconcertante que era ver desbocados a mis protectores”, precisaría este hombre que fue perro.
–Eso no es nada –me dijo J. al evocar con ella estos temas–: todos los días mi jefe se ve como un perro, ladra como un perro y no es un perro.
Apócrifo de la sabiduría jasídica: si tu jefe se comporta como un perro, ládrale.
Los encuentros en el Aeropuerto o en el patio de la Cineteca Nacional son una entrada fugaz en la máquina del tiempo:
–¿Hace cuántos años que no nos veíamos? –oí que una mujer le decía a su amiga.
–¡Uy, los mismos que tengo de ir con el psicoanalista!
Me retiré de inmediato: me aterraría intuir cuántos años llevo sin recurrir a uno de ellos. La combinación de tales vínculos me remite a la idea de Susan Sontag acerca de que el gusto es el contexto y el contexto cambia. Antes era un rito obligado ir a la muestra anual de cine en la Cineteca Nacional; para mí, ya es como ir al panteón, llevar flores a los seres queridos que moran en el recuerdo o a los amores que se quedaron en el limbo. Me paseo entre las tumbas de mi cementerio sentimental y leo los epitafios sobre las lápidas: “Te lo dije…”, dice una; “Nunca encontraré a alguien como tú”, se lee en otra; “Sabia virtud de conocer el tiempo”, sentencia la siguiente; “Lo que hoy no fue, no será”, profetiza aquella, etcétera.
Pero cuando mis recuerdos comienzan a mezclarse con títulos de canciones, merodeo zonas que prefiero abandonar antes de quedar preso entre las redes de un poema.
Las únicas salas de cine en que impera el silencio –dicen, no me consta, por supuesto– son las que exhiben películas pornográficas. Semejan salas de arte repletas de cinéfilos eruditos. Tan concentrado está el público espectador en ejercer la exégesis de la pantalla, que no se escucha ni un ruido. Hay excepciones: como la del tipo que cada vez que aparece una mujer en la pantalla, aspira saliva entre dientes y hace sonar una expresión semejante a esto: “¡Sshhh!, mamacita!”, y luego viene a contarlo a nosotros, sus compañeros de trabajo. (Este hombre, apodado el Conde por sus finos modales, suele referir cosas como esta: pregunta: “¿Por qué la extinta actriz erótica Linda Lovelace tardó tantos años en filmar la segunda parte de Garganta profunda?” Respuesta: “Porque se hizo de la boca chiquita”; chiste dedicado a Amanda Seyfried, que hizo el rol de la Lovelace en la cinta biográfica de la estrella porno.)
El crítico de cine Anthony Lane recuerda, al reseñar la taquillerísima Pulp fiction, de Quentin Tarantino, una distinción canónica que estableció el novelista E. M. Foster entre historia y trama: “El rey murió y después murió la reina”, sería la historia. En tanto que “El rey murió y después murió de dolor la reina”, definiría una trama. Lane señala que las puntualizaciones fosterianas jamás previeron la trama al estilo Tarantino, que diría más o menos así: “El rey murió mientras tenía sexo sobre el techo de su Corvette color verde limón, y después murió la reina por aspirar un crack tóxico que le pasó el juglar de la corte, con quien ella sostenía una plática sobre los méritos relativos de la Pepsi de dieta mientras holgaban, olvidándose de los restos de sangre en el sofá de los nobles y las damas que recién habían asesinado con una pistola .45 robada en un rapto de dolor” (cf. “Degrees of Cool”, 10 de octubre de 1994, The New Yorker). Dan ganas de ver una película así.
En una entrevista, Quentin Tarantino –que realizó una de las secuencias más brillantes de los últimos años a partir del puro diálogo al inicio de Perros de reserva, y autor del guion original de Asesinos por naturaleza– comenta sobre las cualidades de las mujeres más valiosas: las que les gusta “sentarse en la tercera fila de los cines: es lo máximo. Yo tomaría en serio a una muchacha que hiciera eso. Augura algo que podría durar mucho tiempo” (cf. Playboy, noviembre de 1994). Contra la idea de que sentarse al frente de la sala resulta un acto enajenante (el canon indica tomar la distancia del cine–director: a tres cuartas partes de distancia de la pantalla y en el centro), la cercanía con las imágenes lo ubican a uno en una terraza insólita con varios balcones, donde se atisba –en un vuelo vertiginoso, simultáneo– a la pantalla, a uno mismo, al revés de la pantalla, a la muchacha ignota que se sienta a un lado. En el silencio, bajo la penumbra, se cumple la más profunda y humana fantasía de las personas: ser otro, encarnar a otros. Un placer sencillo en toda su ubicuidad vital.
V
En días pasados me llamó un amigo de los años escolares. En cuanto contesté, me dijo a quemarropa:
–Soy yo, el Perro.
–¿El Perro? ¿Cómo el Perro? –respondí, sabedor de que descendía al abismo de lo absurdo.
–¡Hombre, sí, Oscar ! ¡El Perro!
Una luz macilenta nació en mi memoria al oír su voz.
–Ya recuerdo: tu apellido es Padilla Meza –dije, más extrañado aún de que mi cerebro guardara información tan rara: en quince años, mi excompañero no había aparecido ni en cuerpo ni en espíritu.
–¡Al fin te acordaste: soy Oscar Padilla Meza! –me reprendió.
–Discúlpame, pero eso del Perro, la verdad ni por aquí me pasó.
–¡Cómo no, si todos en la escuela me conocían por ese apodo! ¿Ya te olvidaste de que puedo ladrar como un French Poodle, como un Pastor Alemán, como un Salchicha…?
–Por algo lo habré olvidado.
–Pues yo no; escucha: ¡Guau, guau, guauuú…!
Fue un momento desconcertante: ahí estaba yo –la oreja al teléfono–, mientras un señor que apenas recordaba se puso a imitar los ladridos de diversos razas caninas.
Para mitigar su entusiasmo regresivo, que parecía carecer de fin, debí prometerle que asistiría al acto de viejos compañeros al cual me invitó.
Después de una ocasión malhadada, jamás he vuelto a esos abrumadores desayunos o comidas de exalumnos del Instituto México. Tengo un inveterado respeto por mis recuerdos de niñez, y nada me agrada menos que encontrarme con padres de familia que presumen sobre los píos valores adquiridos al amparo de los maristas, mientras no cesan de evocar los años en que se emocionaban con los escotes de una cantante española de la época franquista o con las minifaldas de una baladista que cantaba “Mi novio esquimal”. También se escuchan chistes como los siguientes:
Ejemplo 1: Un hombre vuelve a su casa y ve llorar a su esposa:
–Te hice un pastel de chocolate –dice ella, entre lágrimas y pucheros.
–Eso no es motivo de llanto –replica el marido.
–¡Es que el pastel se lo comió el perro!
–No te preocupes, mi amor, mañana compramos otro perro.
Ejemplo 2: El Ciro Peraloca del barrio ha obtenido 30 al fin un extracto de jugos vaginales; lo inyecta en una manzana y lo ofrece a un amigo para que lo pruebe. El amigo le hinca el diente a la manzana, y grita:
–¡Esto sabe a drenaje!
–La mordiste del otro lado –le responde el inventor.
Un rato de este tipo de chistes aniquila a cualquiera.
En los días siguientes al telefonema del Perro, volví a recibir otras llamadas de misteriosos excompañeros de escuela. En su novela Réquiem (Anagrama, 1993) Antonio Tabucchi relata una jornada en la que se cumplirían todos sus sueños portugueses: un presente pródigo hecho de pasado. Así me sentí yo: pero al revés. Me aterra la posibilidad de asistir a un festejo y, como en una secta aciaga, no volver a salir nunca. Como en El ángel exterminador, de Luis Buñuel. Un amigo de la secundaria me pidió que no me perdiera la comida campestre de condiscípulos que se realiza cada cinco o diez años: el último sábado de noviembre actuará un grupo musical de padres de familia que ha ensayado “Pastelito americano” o “In–A–Gadda–Da–Vida”. La próxima vez que convoquen a una fiesta de sobrevivientes de la secundaria será en una sala de terapia intensiva y al borde de la muerte.
Algo tiene mi ropa –no mi cuerpo ni mi cara, quiero pensar– que los niños y los jóvenes en vísperas del Día de Muertos me piden no sólo limosna –“¿No me da para mi calaverita, señor?”, es la consabida frase–, sino favores dignos de una persona ya muy mayor; hubo uno –afuera de la librería El Péndulo de la Condesa– que sin más me pidió que le regalara ¡ciento cincuenta pesos! El año próximo alguno me rogará que lo incluya en mi testamento.