“Los usurpadores” es una especie de “Guerra de Tronos”, dice Jorge Zepeda Patterson de su más reciente novela, editada por Planeta. En ella, tres grandes poderes, aspirantes al poder, y sus cuartos de guerra, «se creen en condiciones de poder hacer lo que les venga en gana con tal de zancadillar a sus oponentes, debilitar a los otros, fortalecer su posición, sin ningún Presidente que tenga control sobre ellos, ningún partido político que imponga una plataforma ideológica, una norma, y lo llevo al extremo en este thriller que trata de ilustrar este momento casi histórico al que nos estamos aproximando», dice el escritor y periodista.
Ciudad de México, 30 de octubre (SinEmbargo).– El Secretario de Educación daba un discurso inaugural cuando una ráfaga de balazos le perforó el cuerpo, sacudiéndolo –dijo un testigo– como si bailara “un ritmo exótico”. Ocurre en plena Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde un grupo de pistoleros disfrazados de técnicos de sonido abren fuego contra una multitud de políticos y celebridades, matando a 132 personas, entre ellos el alcalde de la ciudad sede, un escritor Premio Nobel y el Embajador de Estados Unidos.
Es noviembre de 2017 y, en el México de la corrupción sin castigo, la sucesión presidencial ha desatado todos “los demonios”. El Secretario de Educación asesinado en la FIL era el delfín del Presidente, pero era corrupto, frívolo y más preocupado por su corbata que por la responsabilidad social de la Secretaría que encabezaba, además de lisonjero y “una versión inferior” de actual titular del Ejecutivo.
En contra de su designación está el también aspirante y Secretario Celorio, ambicioso y calculador pero “no tan inteligente como él cree”, además de marginado del círculo íntimo del mandatario.
Y en contra están también los militares, “obligados a sostener una guerra contra los cárteles de la droga”, conocedores como nadie de la operación criminal en cada palmo del territorio nacional y, por lo mismo, desgastados, hartos del sistema político.
Este crimen ficticio en el contexto de la futura sucesión presidencial mexicana y abiertamente alusivo a políticos actuales detona la trama de “Los usurpadores” (Autores Españoles e Iberoamericanos, 2016), la más reciente novela del periodista y escritor Jorge Zepeda Patterson, quien de nuevo recurre al género para retratar las “cámaras ocultas” del poder en el que realmente, dice, se define el destino del país.
Como en “Los corruptores” y en “Milena o el fémur más bello del mundo” (Premio Planeta 2014), en “Los usurpadores”, la corrupción es investigada y confrontada por un grupo de amigos –entre ellos un periodista y una activista convertida en directora de un medio digital– que se autodenominan “Los Azules” y que representan la voluntad, dice Zepeda, de los mexicanos que no se rinden, que aún sienten la responsabilidad de participar en los asuntos públicos y de no dejar que todo lo decidan los impunes.
En la realidad mexicana, dice el autor, se combinarán la impunidad, la corrupción y, como nunca, la convicción por parte de todos los protagonistas y poderes fácticos –desde el crimen organizado hasta las ‘tele-bancadas’– de que pueden “dar manotazos” por ganar el futuro proceso de definición política y de que todo es válido.
“Nunca habíamos llegado, como sucederá ahora, a una sucesión presidencial, a una lucha por el poder con tan escasas normas, referencias puestas en común. El tejido institucional es tan débil como antes o incluso más y, por otro lado, la figura presidencial está absolutamente desdibujada y los partidos políticos son meros cascarones utilizados en el corto plazo por sus propias dirigencias”, dice el también director general de SinEmbargo.
“Esto, ¿qué significa? Que los protagonistas se sienten en una especie de viejo oeste donde todo se vale, donde no hay cortapisas, no hay rendición de cuentas y, en esa medida, se condiciona un proceso de lucha por el poder que queda prácticamente abierto y sujeto al arbitrio de cualquiera de los protagonistas, como nunca en la historia del país”, agrega.
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–¿Por qué se llegó a este momento?
–Porque creo que vivimos el peor de los dos mundos. En este proceso de transición democrática, que ni acabó siendo democrática ni propiamente una transición, sino una involución. Es decir, desaparecieron las normas que cohesionaban el viejo régimen, con un partido fuerte, con un Presidente que hacía las veces de árbitro, y que por fortuna desapareció eso, pero por desgracia no fue sustituido por un tejido institucional capaz de restablecer normas, rendición de cuentas, controles a los poderes fácticos, y hoy tenemos, como digo, el peor de los mundos: hay una especie de cabina de mando del poder político donde han desaparecido las palancas y los botones que daban, que permitían controlar a un Gobernador, sujetar los excesos de un líder sindical, de un empresario monopólico desaforado, etcétera. Entonces, hoy en día, la disputa por el poder, insisto, se da en un contexto de absoluto caos, y eso se presta para los peores excesos. La novela “Los usurpadores” justamente da cuenta de eso. Es una especie de “Guerra de Tronos”, donde tres grandes poderes, aspirantes al poder, y sus cuartos de guerra, se creen en condiciones de poder hacer lo que les venga en gana con tal de zancadillar a sus oponentes, debilitar a los otros, fortalecer su posición, sin ningún Presidente que tenga control sobre ellos, ningún partido político que imponga una plataforma ideológica, una norma, y lo llevo al extremo en este thriller que trata de ilustrar este momento casi histórico al que nos estamos aproximando.
—La novela hace este planteamiento de que los militares están siendo de alguna manera subestimados; el mismo General Salvador Cienfuegos lo ha mencionado. ¿Prevés algún riesgo de violencia?
–Imposible prever por dónde venga el jinete del Apocalipsis. Lo único que puedo decir es que, como nunca antes, los demonios están más sueltos. El crimen organizado se siente con derecho de participar ya en las definiciones políticas, de hecho lo está haciendo en las presidencias municipales en muchas de las regiones, en las gubernaturas, hay ya un ex candidato a Gobernador en Tamaulipas asesinado por el crimen organizado, como todos sabemos, y creo que hacia 2018 todavía esta sensación de participar e incidir va a ser más fuerte. Los militares están cansados de ser utilizados por la clase política y, a veces, incluso sacrificados, sin eximirlos, evidentemente, de todos los excesos que han cometido a lo largo de una guerra contra el crimen que en la práctica ha sido una guerra de ocupación territorial por parte del Ejército sobre los habitantes, pero que también están muy cansados de esto; empresarios que desde hace años surgieron generando sus propias tele-bancadas para participar directamente como protagonistas en el juego del poder. Entonces, en efecto hay muchos demonios sueltos; difícil predecir cómo van a participar o no, pero lo que está claro es que, como nunca antes, se sienten con el derecho de dar manotazos de cara a cómo se va a definir el poder próximamente.
—Pareciera que la transición o las derrotas del PRI resultan más caras, que todo se agravó a partir de 2000, y ahora están las derrotas de junio pasado y los problemas. ¿Qué podemos entender?
–Hay un desencanto creciente del ciudadano sobre las esperanzas depositadas en los políticos. Es decir, la alternancia del PAN y sus 12 años, y la frustración reinante, incluso los casos no sólo de inoperancia política que mostraron el régimen de Fox primero y el de Calderón después, sino también incluso de corrupción en el caso de (Guillermo) Padrés en Sonora, un Gobernador con una avidez, una voracidad digna de los peores casos del PRI, de los Duarte, revela que la alternancia panista, que durante 50 años enarboló la bandera de la corrección democrática, y de la no corrupción, resultó absolutamente fallida. El PRD y todos los desencantos por los que ha pasado con sus propios casos de abuso del poder, de corrupción, de canibalismo entre las propias huestes; un Morena que todavía entusiasma a algunos, pero que desde luego es un partido construido a partir de un liderazgo caudillista, parecería que desdibuja frente a los ojos del ciudadano la perspectiva de que cualquier cambio pueda venir de una elección política, y esto es sumamente preocupante, porque es el desencanto último frente a la transición democrática. El descrédito de instituciones, que alguna vez creímos que un IFE ciudadano podía recomponer a los políticos, una Suprema Corte que podría tener la autonomía para obligar a los poderes a someterse a la justicia, los Congresos, que acaban siendo trincheras de dirigencias partidistas, todas estas instituciones autónomas que están nombradas por el Senado como cuotas partidarias, todo esto ha provocado también un desencanto en las posibilidades de un entramado institucional que nos protegiera de los excesos de los políticos. Entonces, es muy peligrosa esta situación, porque está claro que no viene por ahí. La impunidad reina como nunca, los delitos no denunciados son más altos hoy que hace 10 años –lo que revela el desencanto del ciudadano– y, en esa medida, sí me parece que no pintan bien las cosas, digamos, para una salida esperanzadora.
—Al contrario…
–En última instancia, me parece que la única salvaguarda de todo esto son las ganas irrenunciables del mexicano de a pie, de sobrevivir a pesar de todo, y eso me parece a mí es lo que va a sostener a este país pese a todo.
—Llama la atención el caso de Jonathan, un joven talentoso pero volcado al crimen. ¿Qué significa para el país, además de la convulsión política, tener a estos jóvenes en el otro extremo, que sólo observan el crimen?
–Yo creo que lo más lastimoso de todo esto es que, en estas regiones perdidas, donde el México institucional casi ha desaparecido, donde se tiene más confianza en la banda del barrio –con todos los excesos que eso suponga–, que en la comisaria de policía o una Presidencia Municipal corrupta, en donde la mayor parte de la población económicamente activa ya no trabaja en el aparato institucional sino en las manera que tiene la gente de inventar formas de sobrevivir, da cuenta de que, en efecto, los jóvenes están recurriendo a opciones que tienen que ver con hacerse su propia vida, porque el sistema les es ajeno, les es contrario, les obstaculiza, y ahí es donde surge la preocupación de chicos que en otro contexto habrían sido brillantes, como es el caso de mi personaje en la novela, Jonathan, con un coeficiente intelectual absolutamente desbordado, ingenioso y en el fondo de buen corazón, que se ven obligados a incursionar en todas estas zonas ocultas y obscuras para darse una vida. Pero luego también tenemos mis personajes centrales, que son los cuatro “Azules”, que son hombres y mujeres, cuatro amigos que han pasado por el poder, que se han contaminado en cierta manera, pero que no han caído en el cinismo desanimador o desalentador y que, de alguna manera, siguen pensando que hay una responsabilidad para participar en la cosa pública, y sobre todo en los asuntos que atañen a todos, y no dejar en manos de los políticos el destino de los demás. Esa es para mí la moraleja de la novela, en última instancia: que no hay manera de confiar en la política, pero sí encontrar en los pliegues de esta sociedad el periodista suelto por ahí, el político desencantado pero que todavía cree que puede hacer algo; el Jonathan, que piensa que al final hay una alternativa y, sobre todo, el deseo de no quedarse cruzados de brazos y hacer algo frente a estos usurpadores, frente a estos corruptos, frente a estos impunes… Ese mismo impulso que, en una mala impresión, lleva al linchamiento en un barrio, o a que ocho personas se resistan a un asaltador del autobús –por más desenlaces a veces sangrientos que tienen–, lo que está revelando es que también hay un hartazgo para no dejarse; es decir, no voy a confiar en el policía, probablemente el conductor está coludido con ellos; pero, pese a todo, no me voy a dejar. Y si bien tiene una variante terrible, que es la justicia por mano propia, también da cuenta de la resiliencia, de esta voluntad última de no rendirse, y creo que hay algo ahí, que se expresa desde una lucha por la (Ley) 3×3, una marcha, una rebelión en un autobús o en una combi, y todo eso está presente, y tiene que ver con la fuerza de este pueblo mexicano que ha estado ahí hace tres siglos y seguirá estando, a pesar de esos que intentan no joder a México pero lo consiguen al final del día.
–¿Crees que, a la par que el caos, ha aumentado el hartazgo?
–Pienso que sí. Los gérmenes están ahí. En la novela trato de ilustrarlo a través de distintos personajes que no se rinden, que no sucumben, y que en última instancia intervienen aunque sea en situaciones limite, pero creo que está ahí, en la blogósfera, en el que saca su celular para grabar el exceso de un poderoso, un abuso, y eso produce cosas, menos constructivas de lo que quisiéramos, pero por lo menos exhiben; está ahí, en esos que marchan, que firman un proyecto nuevo para exigir rendición de cuentas. Yo diría que, sin embargo, algo se mueve; está en esos espacios nuevos que están surgiendo; en periodistas que pese a todo no sucumben a ya no sólo al chayote y a la corrupción sino también al canto de las sirenas de la seducción de parte del poder. Creo que hay muchos elementos si se busca; están ahí, como decía, en ése que está afuera del Metro inventándose un nuevo oficio donde antes no existía, pero que le permitirá sobrevivir con su familia un día más, y si ese oficio no funciona, inventará otro tres días después, y me parece que es ahí donde está la verdadera resistencia a este México negro que a veces amenaza con ahogarnos.
–¿Había un afán de hacer justicia en este acto en el que terminan involucrándose los periodistas?
–Más que una reivindicación, tiene que ver, sí, con una posibilidad de sacar a luz infamias que uno como periodista ha conocido y que son, por una razón u otra, son imposible de develar periodísticamente; porque no tenemos el documento, la declaración, la grabación, pero uno sabe porque o estuvo en una charla de sobremesa o se enteró del contenido de una charla de sobremesa que de otra manera no tiene salida, por supuesto; y está también el deseo de develar esta sofisticadísima antropología del poder que, otra vez, sólo la construcción de personajes en una novela nos permiten verdaderamente entrar en esas sicologías; y sí, yo traía esa espinita clavada de todas esas zonas ocultas que no se revelan. Hacer periodismo con la opacidad de la clase política y la impunidad de la clase política que tenemos es como asomarse por el ojo de una cerradura y tratar de hacer una crónica de lo que sucede a través de lo que uno alcanza a oír y las pocas voces y palabras que permiten escuchar; es absolutamente imprescindible, pero es evidente que hay muchos rincones a los que no llega la iluminación, digamos, de la herramienta periodística. Pero el conocimiento de la clase política que dan tantos años de haber sido protagonista periodístico, te va dando cuenta de qué sucede en esos rincones, y te permite conjurarlos, por lo menos patentizarlos, en una novela, como han sido en estas tres que he escrito. Y me permite a mí hacer una conexión con el lector a través de un thriller de suspenso, que es intenso, que no puedes abandonar, que quieres seguir hasta la última página y en el proceso se te van revelando, digamos, todos estos elementos (…). También me permite historias paralelas, la propia novela; una que me resulta muy entrañable es esta confrontación y convivencia entre el periodismo tradicional de prensa; uno de mis personajes centrales es el director del periódico más importante del país, que yo hago ahí una fusión de varios; y por otro lado, otro de mis personajes centrales dirige un nuevo portal digital que ha causado sensación, en el que yo fusiono SinEmbargo, Animal Político, todos estos nuevos. Y las formas de hacer periodismo, entenderlas y la narrativa son distintas en los dos medios, y los dos amigos se confrontan y demás, y a mí me dio para casi una historia en paralelo y para dar cuenta casi de mi propia biografía y mi experiencia en estos dos mundos tan parecidos y tan diferentes a la vez.