Benito Taibo
30/08/2015 - 12:00 am
La celebridad
Acabo de estar en la Feria Internacional del Libro de Panamá. Un evento a todas luces deslumbrante, sobre todo porque me ha brindado la oportunidad de ver e incluso perderme entre ríos de adolescentes que la abarrotan durante sus seis vertiginosos días. Un país pequeño con una feria del libro que crece y crece, es, […]
Acabo de estar en la Feria Internacional del Libro de Panamá. Un evento a todas luces deslumbrante, sobre todo porque me ha brindado la oportunidad de ver e incluso perderme entre ríos de adolescentes que la abarrotan durante sus seis vertiginosos días.
Un país pequeño con una feria del libro que crece y crece, es, desde mi punto de vista, un país que puede conservar la esperanza.
Con treinta y tres grados a la sombra en el exterior y una humedad del 85 por ciento, es también, si cabe, un refugio contra la inclemencia del trópico. Pero que nadie se llame a engaño. Los panameños que acuden a la feria, salen casi todos con un libro bajo el brazo.
Tuve la valiosa oportunidad de charlar con unos 500 maestros y maestras sobre como el libro transforma a las personas y a las sociedades, y pude sentir la empatía de esos que dedican grandes esfuerzos para promover la lectura.
Incluso algunos se tomaron una foto conmigo, como si fuera una celebridad, que no soy, y hasta firmé libros.
Hay, en esos que se me acercaron, una cierta afinidad que se establece cuando estás entre lectores, cuando hablas el mismo idioma, te quejas de las mismas dramáticas carencias, y ensalzas en un coro simultáneo y voluntarioso, los poderes mágicos que tiene el libro sobre ciertos adolescentes remisos.
Por lo tanto, como digo siempre, entre todos volvimos a instaurar la Democrática República de los Lectores, que no sabe de banderas ni de rivalidades futbolísticas. Donde todos somos iguales y disfrutamos de ese que fue llamado alguna vez, el “único vicio sin castigo” que es leer.
Por lo tanto, después de pensarlo tan sólo unos segundos, desecho la teoría poco plausible de la celebridad, para ponerme en el más amable terreno de la complicidad instantánea, esa que se genera entre pares y que se disfruta enormemente.
Salía pues, muy contento del recinto ferial, cuando una inmensa, serpenteante, apabullante cola de más de quinientas personas, avanzaba tortuosamente por los pasillos del lugar, impidiéndome llegar a cualquier sitio.
Todos llevaban un libro en la mano, así que obviamente se trataba de la presencia de un autor que estaría firmando en alguno de los pabellones de la feria.
Y por mera casualidad pasé a tan sólo unos metros de donde sucedía el prodigio.
Me quedé viendo al que firmaba, sin pausa y sin descanso, toneladas de ejemplares. Y no lo reconocí.
Era por supuesto una celebridad, pero no una celebridad literaria. Ni de la música, la actuación, de la televisión que genera reconocimiento, de la política; ni siquiera de la autoayuda tan de moda en estos tiempos.
No tenía ni idea de quién se trataba. Firmaba, sudaba, se tomaba fotos con los que le ponían el libro frente a él. Sonreía un poco. No rutilantemente, no como esos que disfrutan el éxito, no como una estrella de cine. Sonreía como si su sonrisa fuese una cicatriz. Como si estuviera ahí por casualidad, fuera de lugar, atrapado en una marea humana que lo tocaba con la punta de los dedos, como si se tratara de un animal exótico, o el hielo impensable en Macondo.
Juan Pablo Escobar.
Sí, el hijo del otrora gran jefe del narcotráfico colombiano.
Un treintañero con cara de niño que decidió contar en un volumen su vida al lado de ese que le tocó como padre.
El que ha ido por medio mundo, pidiendo perdón a las víctimas de los crímenes y barbaridades cometidas por el hombre que dinamitaba edificios enteros para hacer sentir su poder, y que realizó en 2009 el documental Los pecados de mi padre, que ha sido utilizado en múltiples foros, como ejemplo para analizar a fondo el fenómeno del narco que emprendió una guerra contra el estado, y las todavía hoy visibles secuelas y consecuencias de su paso por el mundo.
Ese que vi firmando libros, me pareció un hombre triste.
Los que hacían cola no lo veían a él y a su breve sonrisa que, insisto, parece una cicatriz. Veían a su padre.
Yo advertí una larga sombra sobre su cabeza mientras firmaba una y otra vez. Sus esfuerzos por quitarse de encima el estigma de ser hijo de quien es, son infructuosos.
Cuando lo tocaban, con cierto morbo esos que llevaban su libro entre las manos, estaban queriendo tocar el dinero, el poder, el lujo, la locura, los aviones, el zoológico de la finca Nápoles, la celebridad. Y no, al que está intentando contar el horror, para buscar una posible redención por pecados que no cometió.
Logré salir de la feria.
Y pensaba entonces como pienso ahora mismo, que puestos a elegir, elijo sin dudar una decena de lectores como yo mismo, que esa celebridad que te convierte en una contradicción.
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