El escritor cubano Manuel Pereira fue uno de los amigos más cercanos de Eliseo Alberto (1951-2011) y en este texto publicado “a regañadientes” el 3 de agosto del año en que tempranamente se fue el autor de Caracol Beach, lamenta que con él haya partido “lo mejor del espíritu de mi generación”, dejándolo “en franca minoría”.
por Manuel Pereira
Ciudad de México, 30 de julio (SinEmbargo).- Hoy soy infinitamente más viejo que ayer. La muerte de un buen amigo nos envejece más prestamente. Morir en el exilio es sucumbir dos veces, pues todo desterrado ya está enterrado.
De los diversos obituarios que tengo en remojo, éste era el único que no tenía previsto, el que nunca hubiera querido escribir, el que ahora publico a regañadientes.
Conocí a Lichi hace 38 años en la casona art nouveau de la revista Cuba Internacional, en Reina esquina Lealtad. Yo bajaba corriendo la majestuosa escalera para entregarle un texto urgente al linotipista. En el primer rellano tropecé con dos jóvenes que venían subiendo: Reinaldo Escobar (Macho) y Eliseo Alberto (Lichi). Yo no los conocía, ni siquiera de oídas, pero sabía que ese día dos periodistas recién graduados se incorporarían a la revista.
Intercambiando sonrisas traviesas, Lichi y el Macho me saludaron como si me conocieran de toda la vida. Yo tenía prisa, el linotipista esperaba mi texto en medio de un cierre muy ajetreado. Pero los recién llegados me cerraban el paso dándome palique y enseñándome sus flamantes títulos universitarios.
“¿Tú no estás estudiando en la Universidad?”, me preguntaron casi al unísono. Cuando negué con la cabeza, Macho exclamó: “¡Entonces estás en franca minoría!”. Lichi asentía sonriendo de oreja a oreja.
Yo llevaba cuatro años publicando en aquella revista, ya dominaba los rudimentos del oficio, pero no tenía el dichoso título universitario, lo cual me condenaba a la categoría de redactor “C”, la inferior y peor pagada: 138 pesos mensuales.
Me despedí como pude de los dos licenciados, terminé de bajar la escalera y entré corriendo en el taller del linotipo con la frase “estás en franca minoría” martillándome la cabeza.
En efecto, yo era el único periodista autodidacta y sin pergamino en aquella publicación. Si seguían llegando graduados universitarios, en cualquier momento me iban a botar. En aquel año 1973 las defenestraciones estaban a la orden del día en los medios de prensa. Tenía que hacer la carrera de Periodismo si quería ascender en el escalafón laboral, no sólo para evitar que me expulsaran, sino también para ganar un poco más. Seis años después yo también recibía mi diploma de Licenciado.
UNA CONVERSACIÓN SENTIMENTAL
El segundo recuerdo imborrable que guardo de Lichi se remonta a 1974, en la provincia de Camagüey. Yo lo esperaba a unos pasos de la polvorienta cabina telefónica donde él se había encerrado a hablar. Yo sabía que era una conversación sentimental. Lichi colgó y vino hacia mí arrastrando los pies, con el corazón en un puño. En su rostro adiviné una lágrima. Le pasé un brazo por el hombro y empecé a bromear, para calmarlo.
Al poco rato había recobrado su presencia de ánimo y ya estábamos rumbo a alguna fábrica o granja para hacer un reportaje que al final siempre sería más literatura que periodismo, pues sólo así conseguíamos cierto decoro estético en nuestros textos, sorteando de paso la censura y eludiendo la grisura de los temas oficiales que nos asignaban en la revista.
Pasó el tiempo y pasó un águila por el mar. Los trabajos y los días nos separaron, aunque siempre sabíamos uno del otro. Estábamos lejos pero juntos. Finalmente, llegó para mí la hora del exilio y para él también.
En 1998, cuando ganó el premio Alfaguara con su novela Caracol Beach, Lichi visitó España y lo primero que hizo fue buscarme bajo las piedras en Barcelona. En el hotel donde se hospedaba me dio la noticia de la muerte en la isla de mi entrañable amigo el fotógrafo Pirole. Me derrumbé en un sofá. Ahora era él quien me veía triste, tal y como yo lo había visto a él en aquella remota cabina telefónica de Camagüey.
LOS DÍAS FELICES DE BARCELONA
En el 2001 regresó a Barcelona alojándose en mi buhardilla junto con su hija María José. Fueron días felices: paseos por el Barrio Gótico, cena en “Los Caracoles”, caminatas por las Ramblas, museos, fantasías de piedra de Gaudí. Yo ya había leído Informe contra mí mismo, el único libro de la diáspora que me ha hecho llorar, no por mor de sensiblería, sino por su lúcido lirismo, por su polifonía coral entreverada con bríos de honestidad intelectual y relámpagos de cubanidad.
Un año después era yo quien volaba a México para refugiarme en su casa de la calle Homero, nombre perfecto para la morada de un poeta. Lichi era el mismo que yo había conocido en la escalera de la revista Cuba Internacional tantos años atrás. Ningún premio internacional, ni las famas ni las glorias, habían podido mellar su candor esencial. Estaba otra vez enamorado, esta vez por chat y me alegré, porque pensé que por fin se arrancaría del corazón aquella vieja espina de la cabina telefónica camagüeyana.
Mi economía hacía aguas por entonces y Lichi me presentó al director de una revista mexicana, Alejandro Páez, con quien enseguida empecé a colaborar. Me presentó con tal despliegue de alabanzas que un elemental sentido del pudor me impide reproducirlas aquí.
En una época dominada por la envidia, en un mundillo tan espeluznante como el literario -donde pululan los ninguneos, las zancadillas, los chismorreos, las maledicencias, las efímeras famas y el vedetismo- encontrar a alguien ya consagrado que lo recomiende a uno con elogios es un prodigio. Y ese milagro ambulante era Lichi.
UN BALAZO AQUÍ EN EL PECHO
Dos años después, harto de Europa, yo me instalaba en México, entre otras razones porque Lichi me alentó hablándome maravillas de este país. “¡Al diablo con España, ven para acá, aquí las mexicanas te van a apapachar!”, me dijo por teléfono.
De pronto enfermó. Durante una visita al hospital lo noté bastante aburrido, sin computadora, ni teléfono, ni Internet. En la siguiente visita le llevé un regalo: un ajedrez electrónico con el que podía jugar solo contra la computadora. Enseguida se sentó en la cama y se puso a mover piezas como un niño en Día de Reyes.
Al despedirnos, me habló de la diálisis: “es un balazo aquí en el pecho”, dijo abriéndose la camisa del pijama para enseñarme un vendaje en cruz.
Nuestra última conversación fue estrictamente literaria. Yo le pregunté si ciertos narradores le aburrían tanto como a mí. Coincidimos al ciento por ciento. Buscamos las causas de ese tedio.
-No hay calidad en el lenguaje -dije yo-, pareciera que escriben de prisa, sin revisar, sin refinar.
-Es que muchos piensan que basta con ponerse a contar historias para hacer una novela -opinó Lichi.
-Yo veo muchas imágenes fallidas, torpeza en los símiles, algo así como una poesía a la cañona, adjetivos mal encajados o sobrantes -añadí.
-Eso es porque algunos piensan que escribir es juntar palabras -dijo él-. Hay que saber colocar con precisión las palabras.
-Aparte de eso, creo que el problema de fondo es que ciertos autores no tuvieron una esmerada formación poética antes de aventurarse en la prosa. Por eso sus historias pueden incluso estar bien redactadas, pero siento que les falta algo, no percibo el soplo, no veo el fulgor.
-Ésa es la clave, la sensibilidad poética. También está el problema de los temas -argumentó Lichi-, muchas veces demasiado cercanos al periodismo o al costumbrismo.
-Esas prosas no cumplen con la frase de Proust: “sólo la metáfora puede darle una suerte de eternidad al estilo”.
-Tú estás claro, Manolo.
El balazo en el pecho que él me enseñó se ha convertido en el hueco que nos ha dejado en el alma. México está ahora más vacío que nunca. Sin embargo, yo sé donde está Lichi. No en ese sarcófago, que no es más que un frío rectángulo de metal. Yo sé donde está cocinando sus chícharos y contando anécdotas de Capablanca. Yo sé que su alma sin mancha, su alma de pan mojado en café con leche, ha trascendido ya las nueve esferas de los nueve arcontes traspasando el Velo de Sofía para instalarse en el Pleroma.
EL ORFEBRE DE LA PROSA
Hijo del gran poeta Eliseo Diego, Lichi quedará en la historia de la literatura como un brillante fabulador, un artesano de las palabras, un orfebre de la prosa. Su escritura resplandece gracias a su poder de concisión: prosa ceñida de impecable factura.
Como todo buen escritor, Lichi fue ante todo un ameno conversador. Podía pasarse horas contando anécdotas, algunas inventadas, otras bellamente exageradas. Ése era su principal recurso para ir bordando su vasta tapicería narrativa.
Con él se ha ido lo mejor del espíritu juvenil y creativo de aquella revista habanera donde nos conocimos y crecimos como narradores, poetas, periodistas y fotógrafos. Cada vez quedamos menos de aquella tribu literaria. Iván Cañas y Antonio Conte viven en Miami, Reinaldo Escobar batallando en La Habana, Agenor Martí quién sabe dónde, Minerva Salado aquí en México, Raúl Rivero en Madrid, Garófalo durmiendo en algún lugar, Luc Chessex envejeciendo en Suiza, Ernesto Fernández con su calva oxidándose frente al mar, Félix Contreras y Félix Guerra en la isla, Norberto Fuentes en Estados Unidos, Froilán Escobar en Costa Rica…
Con Lichi se ha ido lo mejor del espíritu de mi generación. Ahora sí que estoy en franca minoría.
¿Quién es Manuel Pereira? Nació en La Habana, en 1948. Después de estudiar Artes Plásticas en la Academia de San Alejandro, empezó a ejercer como periodista a partir de 1968 en diversas publicaciones cubanas y extranjeras. Vivió dos procesos históricos y culturales que marcaron su vida y literatura. El primero fue la Revolución Cubana, en la que se basó para escribir su primera novela El Comandante Veneno (terminada en 1974, publicada en 1977, reeditada en 1979 y traducida a diversos idiomas), donde trata el tema de la alfabetización en las montañas de la Sierra Maestra.En 1982, durante la presentación en España de su segunda novela El Ruso, Pereira reconoce «la herencia de Lezama Lima -con quien aprendí tanto en su casa, de sillón a sillón- y de Carpentier». En 1993 fue Jefe de Redacción de la revista literaria Quimera, de Barcelona. En ese mismo año la editorial Anagrama, de Barcelona, publicó su novela Toilette. A finales de 2004 se instaló en México. Ha publicado la novela Insolación (Ed. Diana, México, 2006), el libro de cuentos Mataperros (Ed. Algaida, Sevilla) por el cual recibió el Premio Internacional «Cortes de Cádiz», su libro de ensayos Biografía de un desayuno (2008). En el 2010 la editorial Textofilia publicó su novela Un viejo viaje. Sus obras recientes son El Ornitorrinco y otros ensayos (Textofilia, 2013) y la novela El Beso Esquimal (Textofilia, enero 2015).