Hace siete años en una bodega localizada en Tlatlaya, en el Estado de México, tuvo lugar una de las masacres que marcaron al Gobierno de Peña Nieto. Un enfrentamiento entre civiles y militares terminó en una ejecución extrajudicial que intentó ser ocultada por las autoridades.
Ciudad de México, 30 de junio (SinEmbargo).– “¡Ya nos cayeron los contras!”, se escuchó decir dentro de la bodega localizada en la comunidad de San Pedro Limón, del municipio de Tlatlaya, en el Estado de México. Era la madrugada del 30 de junio de 2014, un día como hoy, pero de hace siete años. Los hombres dentro del lugar —entre los cuales había menores de edad— alistaron sus armas y comenzaron a disparar hacia afuera. “¡Ríndanse, les vamos a perdonar la vida!”, resonó afuera al mismo tiempo que los interlocutores disparaban al interior de la bodega.
Sin embargo, no fue así. En el lugar, 22 personas fueron asesinadas por elementos del Ejército Mexicano algo que se sabría tiempo después debido a que la versión oficial que se dio en un inicio por parte del Gobierno de Enrique Peña Nieto fue que los fallecidos eran presuntos delincuentes que habían muerto en el enfrentamiento con los militares. Pero dicha versión fue desmentida por una de los tres supervivientes, quien aseguró que un civil había muerto en el choque y los demás habían sido asesinados tras un interrogatorio.
Todo ello está contenido en el informe realizado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) —publicado el 21 de octubre de 2014—, el cual dio paso a la recomendación 51VG/2014, y que refiere que tras el choque, 15 civiles fueron privados arbitrariamente de su vida por personal militar, incluyendo dos adolescentes.
El organismo autónomo determinó además que el día de los hechos se alteró la escena del crimen “con la intención, muy probablemente, de simular que las muertes habían ocurrido en un contexto de enfrentamiento”. En ese sentido, se indicó que los cuerpos fueron movidos de la ubicación en donde se encontraban y cambiados de posición, además de que se sustrajeron de la escena teléfonos y equipo de telecomunicación.
Este miércoles, a siete años de los sucesos, la CNDH exhortó a las autoridades mexicanas a «cumplir con la deuda» que se tiene con las víctimas de estas ejecuciones extrajudiciales ya que —dijo en un comunicado— aún “se observa una grave falta de acciones que impiden el acceso a la verdad, justicia y reparación integral de las personas en situación de víctimas».
En ese sentido, la Comisión llamó al Gobierno, a la Fiscalía General del Estado de México, así como a la Fiscalía General de la República (FGR) y a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), a atender la recomendación 51VG/2014 y pidió mostrar mayor voluntad política para asegurar que las personas en situación de víctimas obtengan justicia, se les repare el daño y haya una garantía de no repetición y se lleve a cabo el debido proceso de las investigaciones penales.
LAS VERSIONES DE LA MASACRE
La masacre de Tlatlaya, como se le conoce al caso, significó una dura crítica a la administración de Peña Nieto en relación al abuso de la fuerza cometido por elementos del Ejército Mexicano y que llevó a organismos nacionales e internacionales a repudiar estos abusos.
La matanza se dio, además, en un año difícil para el Gobierno federal, quien tres meses después tuvo que atraer la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, ocurrido en Iguala, Guerrero, otro caso de violaciones a los derechos humanos que involucró a las fuerzas del Estado, en una colusión con el crimen organizado.
Finalmente ese año culminaría con el mayor escándalo de corrupción de la administración peñista: la casa blanca, una propiedad localizada en Sierra Gorda número 150 en Las Lomas, y que no estaba registrada a nombre de Enrique Peña Nieto no al de Angélica Rivera ni a los de sus hijos, sino al de una empresa de Grupo Higa, contratista favorito de esa administración.
Aunque lo sucedido en Tlatlaya representó un primer revés contra la narrativa oficial que el Gobierno pasado trataría de imponer a los casos de alto perfil. Lo sucedido pasó de un enfrentamiento reportado por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) a una masacre que fue ocultada por el Estado mexicano.
Los hechos fueron dados a conocer inicialmente por la Sedena en un breve comunicado del 30 de junio de ese año en el que se reportaba que 22 presuntos delincuentes habían sido abatidos en Tlatlaya por elementos del Ejército en un enfrentamiento, en el cual se habrían liberado a tres supuestas personas secuestradas.
Fue hasta el 8 de julio cuando Associated Press expuso en un reportaje las dudas sobre el presunto enfrentamiento y señaló inconsistencias entre el reporte oficial y la evidencia hallada en el luego de los hechos, como las marcas de bala del lugar de los hechos, lo cual llevó a la agencia a señalar pudo haber tiros a corta distancia, lo cual fue desmentido días después por la Procuraduría General de Justicia del Estado de México.
No obstante, sería hasta el 17 de septiembre de ese año cuando la versión de los hechos daría un vuelco. Ese día la revista Esquire publicaría el testimonio de una testigo —Julia—, quien aseguró que lo sucedido el 30 de junio en Tlatlaya se trató de una ejecución.
“Ellos (los soldados) decían que se rindieran y los muchachos decían que les perdonaran la vida. Entonces (los soldados) dijeron ‘¿no que muy machitos, hijos de su puta madre? ¿No que muy machitos?’. Así les decían los militares cuando ellos salieron (de la bodega). Todos salieron. Se rindieron, definitivamente se rindieron. (…) Entonces les preguntaban cómo se llamaban y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían que ‘esos perros no merecen vivir’. (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban. (…) Estaba un lamento muy grande en la bodega, se escuchaban los quejidos”, narró al medio estadounidense.
La publicación desencadenó una ola de reacciones tanto dentro del Gobierno como fuera del país. El 25 de septiembre de ese año, el entonces Secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda, condenaría la conducta de los militares que estuviera alejada del respeto a los derechos humanos y advirtió que serían llevada a las instancias jurídicas para que fueran investigados, y en su caso, castigados.
«Nuestro compromiso es y será, a pesar de los riesgos a los que se ven expuestas las tropas, proteger a la sociedad, a la que nos debemos respetando irrestrictamente sus derechos fundamentales […] Cualquier conducta que se aleje de este precepto habremos de llevarla a las instancias jurídicas correspondientes para que sean ellas las que determinen lo conducente», dijo en ese evento.
Horas después, la Sedena pondría a disposición de un juzgado militar a un oficial y siete elementos de tropa por “su presunta responsabilidad en la comisión de delitos contra la disciplina militar, desobediencia e infracción de deberes en el caso del oficial, e infracción de deberes en el caso del personal de tropa”.
Aunque un día después el panorama se complicaría cuando se dieran a conocer fotografías de la agencia MVT del interior de la bodega de Tlatlaya mostrando que algunos de los abatidos estaban en posiciones “no naturales”.
“LA ORDEN FUE ABATIR”
“Abatir delincuentes en horas de oscuridad”, esa fue la orden que se les dio a los militares que integraban la Base de Operaciones “San Antonio del Rosario” y que estuvieron involucrados en esta ejecución extrajudicial, según lo documentó el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) al tener acceso a la Orden de Relevo y Designación de Mando, dirigida al Teniente de Infantería Ezequiel Rodríguez Martínez, quien estaba al mando del personal de tropa.
El documento presentado en julio de 2015, un año después de la matanza, refería que la Orden de Relevo era subsecuente de la Orden General de Operaciones de la Base de Operaciones “San Antonio del Rosario”, que establecía las prescripciones de los mandos y las tropas que participaban en actividades de apoyo a la seguridad pública.
En su fracción VII, la Orden de Relevo —emitida el 11 de junio de 2014, 19 días antes de la masacre en Tlatlaya— estipulaba que “las tropas deberán operar en la noche en forma masiva y en el día reducir la actividad a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad, ya que el mayor número de delitos se comete en ese horario”.
“La orden es un estímulo para cometer ejecuciones, lo que se agrava por el hecho de que expresamente se instruya que esta actividad se realice ‘de noche’ para ‘abatir delincuentes en horas de oscuridad’, ya que se coloca a las tropas castrenses en franca condición de alevosía, circunstancia indicativa del propósito de ocultamiento de una actividad ilícita que guía a la Orden”, se lee en el documento presentado por el Centro Prodh hace seis años.
LAS DETENCIONES
Por la masacre en Tlatlaya, siete militares involucrados en la matanza fueron detenidos en 2015 y liberados poco después luego de que un fiscal determinara que no había evidencia suficiente.
Sin embargo, a principios de 2021, estos mismos efectivos fueron rehaprendidos, aunque cuatro de ellos salieron bajo fianza para continuar su proceso en libertad y tres más permanecen en una prisión militar en Ciudad de México.
Todos están acusados de ejercicio indebido del servicio público, y tres de ellos enfrentan además acusaciones por homicidio.
Ante este panorama, la CNDH consideró este día que los derechos a la verdad, justicia y reparación «son la respuesta que permitirá el esclarecimiento, la investigación, el juzgamiento y sanción de los casos graves de violaciones de derechos humanos por parte de la autoridad gubernamental».
Asimismo, expresó su preocupación respecto al contexto de violencia estructural generalizada por el que atraviesa el país, «al cual se suma el uso de la fuerza letal por parte de elementos del Ejército Mexicano».
Por ello, hizo un exhorto al Ejército a esclarecer los mecanismos que se utilizan para implementar la fuerza letal a partir de la cadena de mando.
-Con información de EFE