Sandra Lorenzano
30/06/2019 - 12:03 am
Andarse por las ramas
«Migrantes, exiliados, refugiados, desterrados… cada término tiene sus perfiles propios y precisos, pero todos remiten, en última instancia, al dolor del desarraigo».
1.
“Buscar raíces es una manera subterránea de andarse por las ramas», escribió José Bergamín, poeta y comunista, católico y exiliado. Y a veces vamos así por la vida: de la tierra al cielo y a la inversa intentando encontrar ese mínimo lugar de pertenencia que nos permita enraizar para después remontar vuelo.
Esa búsqueda se acentúa en quienes deben abandonar su patria, como han debido abandonarla millones de seres humanos en la historia, por violencia política, por carencias económicas, por inseguridad. Son pocos los que dejan los paisajes amados, los recuerdos, los amigos, por el simple gusto de recorrer el mundo. Hoy mismo se calcula que hay unos 260 millones de migrantes en el mundo que han salido.
Migrantes, exiliados, refugiados, desterrados… cada término tiene sus perfiles propios y precisos, pero todos remiten, en última instancia, al dolor del desarraigo. Aunque quizás debería hablar no de dolor, o no únicamente, sino también de universalidad, como lo proponía Tomás Segovia, “la raíces se arrancan hacia arriba –escribió-; el desarraigo es un grado más de universalidad”.
Pienso en estas cosas en una semana que puede condensarse en dos imágenes. La primera es una de las más atroces que hemos visto en los últimos tiempos: la fotografía del salvadoreño Óscar Martínez abrazado a su hija Valeria, de dos años, ambos ahogados en el Río Bravo.
La segunda muestra la frase que apenas el viernes se inscribió con letras de oro en el Muro de Honor de la Cámara de Diputados de México: “Al exilio republicano español”.
Dos caras de la misma moneda; la moneda de quienes deben dejarlo todo aun a riesgo de la propia vida.
La primera es hija de la violencia de un sistema que considera desechables a los seres humanos. Los pobres no existen más que como mano de obra. Y como fuente de riqueza, claro, a través del tráfico de personas. Según la Organización Internacional del Trabajo, la OIT, se trata de la empresa criminal que crece más rápido del mundo, generando aproximadamente 150 mil millones de dólares anualmente en forma de beneficios ilegales.
La segunda imagen, o la segunda cara de la moneda, muestra uno de los orgullos de México, la época áurea de su política exterior. Una política basada en la solidaridad con los oprimidos, con –en este caso- los derrotados de la Guerra Civil Española. Hace ochenta años llegaban a México, a invitación expresa del Presidente Lázaro Cárdenas, los creadores de unos de los experimentos políticos más maravillosos del siglo XX, la Segunda República. Ese momento está marcado por la llegada del Sinaia que arribó a Veracruz el 13 de junio de 1939, del Mexique y de otros veintidós barcos, por la llegada de los llamados “Niños de Morelia” (una historia que me desgarra el corazón), por la generosidad de don Gilberto Bosques recibiendo a los republicanos en la Francia ocupada, por María Zambrano y su profunda luminosidad, por los versos de Pedro Garfias, por Max Aub y el cuento más genial sobre la difícil convivencia entre peninsulares y chilangos en las calles de nuestro Centro Histórico, “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”.
En la Cámara de Diputados, el conmovedor discurso de agradecimiento de María Luisa Capella, una de las grandes especialistas sobre el tema del exilio republicano, nos recordó estos episodios. Ella, que nació en México de padres exiliados y con dos hermanos mayores nacidos en España, un día siendo niña le preguntó a su padre: “Pero, ¿yo qué soy: española o mexicana?”, y el padre sabiamente le respondió “Mexicana, hija, por supuesto”. Le evitó así los complicados conflictos de identidad que suelen tener los hijos del exilio, y a la vez la convirtió en uno de los puentes más generosos entre ambos países y ambas culturas.
En ese barco en que llegó Pepita, su madre, con los pequeños Adela y Antonio, llegó también parte de la historia de muchos de nosotros.
2.
Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra. Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada, /si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra.
Estos versos de Blas de Otero son una especie de mantra en mi vida. Y vuelvo a decirlos ahora que se conmemoran los ochenta años del exilio republicano español. Porque sí, es la palabra lo que nos queda hoy en este mundo desgarrado e injusto en el que vivimos; en este mundo que a la vez amamos tantos. Es la palabra y su capacidad de diálogo, de encuentro con los otros, su capacidad de convertirse en caricia, en cuidado, en herramienta de construcción, pero también de lucha, de compromiso… y sin duda: de memoria. La palabra es la herencia más valiosa que hemos recibido, el puente con nuestra historia, con la íntima y personal, pero también –como hoy- con la de la comunidad de la que formamos parte.
Escribió Pablo Neruda es sus maravillosas memorias, Confieso que he vivido, refiriéndose a la conquista de América: “Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”
Esas palabras de las que hablaba Blas de Otero: “Si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”.
Mucho antes de que estos versos se volvieran canción, mucho antes de que a Paco Ibáñez se le ocurriera musicalizarlos, mi madre ya me los decía para arrullarme. Así era ella. O cantábamos todos juntos, a los gritos y desafinadamente, claro, en el auto cuando salíamos de viaje: El Ejército del Ebro rumba la rumba la rumba ba
Y el “Ay Carmela” se nos mezclaba con algún tango y con el “Bella Ciao,” y quizás soy la última generación que, sin haber pisado aún el Madrid, cantaba el Himno de Riego y la Internacional: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan. Y siempre las palabras.
Y no, ni mi madre ni mi padre eran españoles, ni hijos, ni nietos de españoles. No eran, como Antonio Torres Heredia, ni hijos ni nietos de Camborios, ¿Quién te ha quitado la vida cerca del Guadalquivir?, escribió García Lorca. Eran solidarios, comprometidos, éticos. Es decir, creían que aquello que le afecta, que lastima, que hiere a un solo ser humano por un sistema injusto y desigual, nos afecta también a cada uno de nosotros. “Puedo no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo.” Así crecimos.
Casi como si me estuvieran preparando para el encuentro con los “refugiados” españoles que llegaría tiempo después, a los trece años no sólo me regalaron las poesías completas de García Lorca en esa bellísima edición que en papel biblia publicó editorial Aguilar, sino también, y como yo decía que quería ser maestra, el libro de Vicente Ferrer Guardia, La escuela moderna. De él escribió Anatole France, a raíz de su ejecución en 1909:
Su crimen es el de ser republicano, socialista, librepensador; su crimen es haber creado la enseñanza laica en Barcelona, instruido a millares de niños en la moral independiente, su crimen es haber fundado escuelas.
Otro sería nuestro México sin el aporte de aquellas mujeres y hombres que en 1939 llegaron derrotados, pero aún así cargados de sueños, de proyectos, de esperanzas. Ellos sabían que, como decía el poeta: si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra… Y la palabra fue lo más importante que trajeron en el equipaje. Las palabras, las ideas. Somos herederos de esa historia, de esa memoria.
Mi vida se trenzó con la de los españoles de la República en las aulas generosas del Colegio Madrid, fundado por los exiliados con los principios de la educación republicana, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en los múltiples caminos de la vida: el primer día de prepa, la profesora de literatura Luz Fernández Gordillo nos entregó unas fotocopias con poemas. ¡Eran los mismos con los que me arrullaba mi mamá! Se los juro. El Colegio y luego la Facultad fueron mi Berkeley 1968, mi “peace and love”, mi descubrimiento de Bergman y de Saura; de Pink Floyd y de Patti Smith, de los Folkloristas y del Tri; mi encuentro con el existencialismo y con Nietzsche y con Kundera, con Rosario Castellanos y con Juan Rulfo (por cierto: una querida profesora de historia, Pilar García Fabregat, fue la primera persona en regalarme un libro en México. Era El llano en llamas, y la dedicatoria decía “Para que aprendas a amar a tu nueva patria”. Nunca terminaré de agradecerle lo suficiente ese gesto solidario y amoroso). Luego tuve el entrañable privilegio de escuchar las clases de Luis Rius, al que seguimos extrañando, de Angelina Muñiz, de Arturo Souto, de Ramón Xirau, de Adolfo Sánchez Vázquez, de Federico Álvarez (ayyyy Federico, ¿cómo se te ocurrió irte así, sin que te diéramos un último abrazo?).
Cuenta María Luisa Capella: Recordemos que Luis I. Rodríguez, “como representante personal del Presidente Lázaro Cárdenas, asistió al Presidente Manuel Azaña y a su familia en los más duros momentos […] hasta el momento mismo de su muerte. Antes de encabezar el cortejo fúnebre se enfrentó a las autoridades francesas que no autorizaban la
presencia masiva de españoles que querían acompañar al Presidente Azaña hasta su última morada, (ni autorizaban) la solicitud de colocar sobre el féretro la bandera de la República Española…”, “Pierda cuidado señor prefecto –les respondió- no insisto más sobre el caso. Lo cubrirá con orgullo la bandera de México, para nosotros será un privilegio, para los republicanos una esperanza y para ustedes una dolorosa lección”. Por su parte, don Luis I. Rodríguez fue enterrado en México en 1973 cubierto con la bandera republicana.
La bandera con la que enterraron a Azaña es la que Gilberto Bosques puso en las puertas de los castillos en las afueras de Marsella convirtiéndolos en territorio mexicano para poder acoger a todos los españoles, hombres, mujeres y niños que huían del fascismo, salvándolos de la indignidad y la muerte en los campos franceses de concentración, donde había un 98% de mortalidad infantil.
Y esa misma bandera es la que utilizó el embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, para cubrir con ella al bajar del coche a una pareja de chilenos que intentaba introducir a la Embajada de México en Chile. “Están envueltos en la bandera mexicana. ¡No se atrevan a tocarlos! –les dijo a los carabineros que los rodeaban en el espacio que quedaba entre el auto y la entrada a la Embajada.
¿Cómo no estar agradecidos con este país?
Ahora que el tema de los migrantes en nuestro país ha provocado tanta violencia y sangre es imprescindible recordar esta cara de la moneda, la de la hospitalidad de los mexicanos. El historiador Javier Garcíadiego recordó en la Cámara, como representante de los exiliados, el telegrama 1699 del Presidente Lázaro Cárdenas: “México está abierto a todos los españoles sin restricciones de ideología política o de especialización laboral”. México siguió abierto para muchos durante décadas. Dejemos de cerrar puertas, honremos la tradición de acogida, tiene que ser nuestra exigencia hoy, más allá de presiones del norte (3).
¿Qué quieren que les diga? A mí, que soy de lágrima fácil, saber que la bandera con que el ejército republicano venció en la Batalla del Ebro está en el Colegio, me conmueve enormemente. O saber que parte del bronce que se utilizó para fundir el busto de don Lázaro provino de las llaves que donó la comunidad española en México. Algún día escribiré algo sobre las llaves: casi no hay exiliado, refugiado, transterrado que no salga de su tierra con las llaves de su casa, aun teniendo la certeza de que nunca regresará, o aun sabiendo que la casa ya no existe.
“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”, dice una zamba, triste como todas las zambas. Y el exilio republicano español –hoy inscrito en letras de oro- me dio uno de los sitios donde más he amado la vida. Y aquí sigo, cuarenta y tres años después de haber llegado. Pienso “cuarenta y tres años” y me da vértigo. Recuerdo a los refugiados españoles que conocí al llegar, y recuerdo también mi mirada de conmiseración adolescente cuando los oía hablar de las décadas y décadas que llevaban viviendo lejos de su tierra. Yo pensaba “A mí no me va a pasar algo así. Envejeceré allá, al sur de todos los sures”. Quién me iba a decir entonces que no querría irme nunca más de la otrora región más transparente. Quién me iba a decir que aquí encontraría ese sitio donde enraizar para poder después levantar vuelo. Que elegiría quedarme aquí para ver crecer a mi hija, para ir sintiendo cómo se me aja la piel y me lleno de canas. Que elegiría quedarme aquí, con los otros exiliados, con esta lluvia pertinaz que cae cada verano, con la voz de mis padres sonando dulce y profunda: “Si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”.
(1) En Digo yo, México, Fondo de Cultura Económica, 2011.
(2) https://www.europapress.es/internacional/noticia-trafico-personas-mundo-diez-datos-20170506174236.html
(3) Aunque, como bien nos recuerda el historiador Carlos Martínez Assad, la generosidad de Lázaro Cárdenas con los españoles republicanos –generosidad que luego nos tocaría a los exiliados sudamericanos- no se expresó de igual forma con los inmigrantes judíos que huían del nazismo. En 1936 la Ley General de Población prohibió, por ejemplo, el ejercicio de profesiones liberales, entre otras medidas. A las restricciones, las cuotas o el franco rechazo les daban “explicaciones” económicas, aunque se decía también que los judíos eran una comunidad no “asimilable” a la sociedad mexicana (¿?). Tema espinoso, sin duda, que habrá que seguir revisando.
Ver Carlos Martínez Assad, “La colonización judía en el gobierno de Lázaro Cárdenas”
https://relatosehistorias.mx/nuestras-historias/la-colonizacion-judia-en-el-gobierno-de-lazaro-cardenas
José Woldenberg, “El exilio incómodo” (sobre el libro de Daniela Gleizer, El exilio incómodo. México y los regugiados judíos) https://www.nexos.com.mx/?p=14719
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