Esta es la historia de una familia con tres menores que habitan en un pueblo desolado del desierto, donde los furgones de un ferrocarril abandonado son usados como casas, y la extrema pobreza contradice todo discurso del progreso.
El ferrocarril, la máquina que llevó a México a la modernidad del siglo 20, hoy significa abandono y un lugar donde no se ve un futuro luminoso.
El Jazminal es un ejido que antes era atravesado por el tren, pero cuando se llevaron los rieles, los habitantes usaron los vagones como un hogar.
Los niños que viven en los furgones visten harapos y tienen la cara y las manos mugrosas y el cabello despeinado y cenizo.
Por Jesús Peña
Ciudad de México, 30 de abril (SinEmbargo/Vanguardia).- A la 1:00 de la tarde, el sol pegando con todo, ni las víboras se asoman en El Jazminal.
Estoy parado frente a los viejos furgones de tren, sin ruedas ni riel, que hace ya mucho tiempo, nadie sabe cuánto, dejó abandonados aquí Ferrocarriles Nacionales de México, allá cuando el tren se quitó, los vagones se quedaron y la gente se posesionó de ellos.
Es la segunda vez que vengo a buscar a José Javier Coronado, el hijo de un ferrocarrilero que vive con Marianita Herrera, su mujer, y sus críos, en uno de estos carros.
Este vagón es el único recuerdo que Javier tiene de su padre, Javier vive en un recuerdo que en tiempo de frío es la Antártida y en tiempo de calor, como ahora, la guarida del diablo.
Es la segunda vez que vengo a buscar a Javier a este pellejo de tierra, de casas salteadas y montañas prepotentes, y no está.
Su casa que es este furgón, y un pedazo de solar con baño de tierra y cuarto, también de tierra, donde Javier guarda sus bicicletas, tiene el candado echado y a mí me da muina.
Pare llegar hasta acá primero hay que ir de Saltillo 60 kilómetros por la carretera 54, esa que conduce a Zacatecas, y luego meterse por una trocha polvorienta, solitaria, llena de hoyancos y bordeada de mezquites, 40 kilómetros hasta las profundidades mismas del Desierto Chihuahuense.
Ahí es El Jazminal. El Jazminal es un ejido retirado, aislado, lejano de la civilización, a donde ni los camiones de la Coca – Cola llegan, y ya es mucho decir, recuerdo que me dijo Flavio Treviño Cárdenas, el gerente estatal del Fideicomiso de Riego Compartido (Firco) en Coahuila.
Lo comprobé uno de esos mediodías incendiarios en que anduve buscando, por todo El Jazminal, una coca para refrescarme y no encontré ni gota de agua.
Hace más de un año se quemó la bomba que sacaba el agua del pozo del ejido, y los pobladores tienen que tomar del estanque donde abrevan los animales, las pocas cabras y las vacas que andan por aquí.
Los ejidatarios de El Jazminal ya han metido solicitudes de ayuda, pero hasta ahora no han recibido auxilio ninguno del Gobierno.
Así está la cosa.
Me quedo mirando un rato largo la casa-furgón de Javier y pienso ¿cómo será vivir en un vagón de tren?
La mañana que lo conocí, Javier me dijo que “normal”, que no, pos igual que aquí, como aquí, donde vive uno.
Ironías de la vida, reflexioné, cuando Javier me contó que de chico nunca había jugado con trenes eléctricos, “puras canicas, tropo, todo eso”, ni viajado en un ferrocarril de verdad.
La gente del pueblo me cuenta que antes corría por El Jazminal una máquina llamada “El Coahuilita”, que iba de Saltillo a Concha del Oro, Zacatecas, y viceversa, llevando personas y minerales de las minas.
Después un convoy de Ferrocarriles Nacionales de México, que transportaba viajeros de la capital del país a Nuevo Laredo.
Cuando el tren se quitó y se llevaron el riel y la madera, los furgones quedaron abandonados y los hombres del pueblo, que habían trabajado de ferrocarrileros, se adueñaron de ellos.
El Jazminal había sido desde siempre un ejido paupérrimo y en épocas de la hacienda, cuyo casco con su iglesia de la Purísima Concepción sobrevive todavía, a veces los peones comían un taco por la mañana y, a veces, otro hasta la noche.
Entonces no había trocas y la gente se movía en carretas, en carretones.
Era la pobreza, me platicó Raymundo Alexis Martínez Segovia, el comisariado del Jazminal, una tarde mientras cuidaba de sus cabras que estaban ahijando.
Es de lo único que viven algunas gentes de aquí: de criar y vender cabritos, otros de tallar lechuguilla, unos cuantos de cocer candelilla y casi nadie de sembrar maíz y frijol, porque acá ya tiene años que no llueve como antes, acá también les llegó el cambio climático.
El resto de los hombres se van a laborar a las granjas avícolas, otros a Chrysler.
Le pregunté al comisariado de El Jazminal, que entonces por qué seguían aquí, por qué no se iban.
“Pos porque aquí nací, aquí me crié y aparte le gusta a uno el rancho, hombre”.
Estoy contemplando los furgones, que son como un museo del ferrocarril en pleno desierto, cuando miro venir corriendo a tres chiquillos:
Es Milagros, 6 años, Jesús, 5, y María Guadalupe, 11, Coronado Herrera, los hijos de Javier y Marianita.
Jesús pide que le hagan una foto, una foto, señor, una foto, grita y posa.
Se nota que conoce bien las máquinas de fotografía y a los periodistas.
Otra mañana, Gabriela, la vecina de Javier y Marianita, me dirá que los Coronado Herrera salen seguido en los periódicos y en la televisión, que los periodistas se enfocan mucho en ellos, siempre vienen a entrevistarlos, siempre anda la gente ahí con ellos.
Será por cómo viven, por las condiciones en que viven, dice Gabriela.
Ya me imagino: Javier y Marianita: la pareja pobre de El Jazminal, que vive con sus críos pobres en un furgón de ferrocarril.
Vienen los del periódico, vienen los de la tele, les prometen cosas y nunca más vuelven, me contará luego Marianita.
Y a mí me remorderá la conciencia y no podré evitar sentir culpa.
La primera vez que hablé con Javier me dijo que trabajaba de tallador, tallando lechuguilla; otras veces haciendo cera de candelilla y últimamente plantando nopal en una plantación que hace poco trajo aquí el Gobierno.
A lo mucho Javier saca a la semana entre 500 y 600 pesos, nomás, “está muy dura ahorita la vida.
Nadie nos ayuda, ni el Gobierno nos ha ayudado nada”, dijo.
Él batalla para los uniformes y los zapatos de los niños, que recién entraron a la escuela.
Yo pensé: cómo es posible que los políticos estén tan ocupados en sus campañas políticas con esta pobreza.
“No, pos pobreza sí hay, pero yo creo que echándole ganas se supera uno. Ái al pasito. Si yo quiero estar pobre toda la vida, toda la vida me la voy a pasar así”.
Me dijo Raymundo Martínez, el comisariado, cargando en sus brazos a los hijos de las entrañas de sus cabras.
Por fin los nenes de Javier y Marianita vienen a mi encuentro, que me encarga una bicicleta, señor, están diciendo Milagros y Lupita; que una máscara, dice Jesús, le encargo una máscara señor y yo me quedo mudo.
Es la víspera del Día del Niño y me pregunto ¿cuántos chicos más como ellos no tendrán juguetes ese día, o sea, hoy?
Los gritos de Marianita llamando a sus hijos por todo el rancho, me sacan de mis cavilaciones.
Voy donde Marianita y trato de hacerle conversación: que dónde andaba, que por qué su casa-furgón está con el candado echado.
Dice que estaba con la vecina de junto, que “me vengo pa acá porque me aburro”.
La vecina, dice Mariana, es de su casa, prima de Javier, su marido, y a veces les ayuda.
A lo lejos miro a una mujer sacando la cabeza por el quicio de una puerta, “que no te estén preguntando, que te traigan qué comer”, oigo que grita la vecina de Mariana.
–¿Usted es de su casa?, le pregunto.
–Sí, ¿algún problema?, responde, sobra decir que hosca, la mujer y mejor ni abro la boca.
La mañana aquella que llegué a El Jazminal me vi charlando con un hombre chaparrito, 38 años, delgado, de un moreno tostado por el sol, sombrero, patillas y bigote ralo.
Era Javier, venía llegando en una bicicleta.
Se veía agotado, agitado, atosigado por el calor.
Me dijo que venía de plantar nopal, “¿cómo ve mi amigo?”.
En el solar de su casa-furgón, pintado con saña de un verde pastel, se hallaban Marianita, su mujer, y sus hijos Milagros y Jesús. Los críos vestían harapos y tenían la cara y las manos mugrosas y el cabello despeinado y cenizo.
“Andan asina porque no tengo, no me alcanza el dinero pa comprarles su ropita”, me dijo Javier, yo no se lo pregunté, la tarde que nos vimos en El Jazminal por segunda ocasión.
Frijolitos y sopa, dijo Javier, pero que no, gracias a Dios, no pasaban hambres, “comemos, pero si ustedes nos quieren apoyar con algo, unas despenas o algo, que nos ayuden, nomás me deja su nombre. Ái nos echan la mano, una despensita, un cemento pa mi cuarto que no tiene piso”.
“¿Esto qué es?”, me preguntó Milagros cuando miró que saqué mi grabador.
“¿Toca?”, preguntó.
¿Toca?, interrogó también Jesús y les dije que sí, que si uno graba música en este grabador, seguro toca.
“A ver, toca”, dijo Jesús.
“Toca”, dijo Milagros.
“Mila, Mila, hazte pa ca”, la riñó Javier.
No importa, dije, déjelos jugar.
“Es que son bien traviesíos”, se excusó Javier.
De pronto Milagros me abrazó y dijo que me quería mucho tío, lo quiere mucho tío, me dijo tío y me desconcertó.
Javier le llamó la atención: que ya Mila, estate seria, le dijo, y la niña se replegó un poco.
Desde que crucé miradas con Javier me pareció que era un hombre un tanto suspicaz, receloso, desconfiado, escurridizo.
Lo supe cuando le pedí que me invitara a pasar a su casa-furgón porque quería conocerla y él se negó.
“No, es que no, no puedo oiga. No es que no, pos no. Así nomás por fuera. No lo puedo dejar entrar pa dentro. Vaya a preguntar a las casas de aquí abajo. A la señora de allá, a ver qué le dice”, dijo Javier.
Y que ese que viene en la moto, siguió diciendo señalando a uno que venía en una moto, es el dueño de los carros, puede preguntarle también.
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Después anunció que ya se iba, que iba al tanquecillo a acarrear agua para regar el huerto de acelgas, tomate y chile que tiene “de aquel lado”, dijo apuntando al oriente con la cabeza y se despidió con un saludo de mano echando por delante a su mujer y a sus críos.
–¿Trai dinero, tio?, soltó Milagros y vi sus brazos negros de costra.
–Tío, ¿trai dinero?, dijo Jesús.
–Váyanse con su mamá, los reprendió Javier y en un segundo los vi a todos desaparecer en medio del desierto.
Cuando se alejaban escuché que Javier me decía en tono burlón señalando una colmena: “también teneos un panal de moscos, mírelo, pa la miel. Nomás que son bravos a esos no se les arrima uno”,
Por aquellos días, una fuente cercana a la municipalidad me contó sobre la posible razón de la desconfianza de Javier:
La brigada de la Policía de Saltillo, que hace servicio social en los ejidos de la entidad, le había reclamado a Javier las condiciones en las que tiene viviendo a su familia, a su mujer, a sus hijos.
“Ponte al tiro con esos niños, porque si no, el DIF te los va a quitar”, le dijeron.
Javier se quedó callado.
“Vaya a preguntar a las casas de aquí abajo”, recordé que me dijo Javier y fui con doña Gabriela, la vecina de al lado que también tiene un furgón.
La historia de Gabriela es muy parecida a la Marianita:
Su suegro, que era ferrocarrilero, le había heredado el vagón a su marido.
Vivieron ahí sus dos primeros años de casados, hasta que el esposo de Gabriela levantó un cuarto de adobe, después otro y luego toda la casa que ahora habitan.
El carro estuvo desocupado por muchos años hasta que hace poco una de sus hijas se casó, y Gabriela y su marido consintieron en que se pusiera a vivir en el vagón y ahí vive.
Más tarde Mariana, 34 años, bajita, atezada, menuda, me contará que ella no es de aquí, que es del Fraile, otro ejido a 12 kilómetros del Jazminal.
Pero que desde el día que Javier visitó su rancho y ambos se miraron, les nació el gusto al uno por el otro y se conocieron, se hicieron amigos, se enamoraron y Javier se la trajo para acá a vivir con él en un vagón de ferrocarril, el vagón que el padre al morir le había dejado por casa.
–¿Y es feliz?, le pregunté a Marianita una de aquellas tardes caniculares.
–Yo, gracias a Dios, con mi hombre, soy muy feliz, gracias a Dios, repitió sin titubear.
Después Marianita me contaría que ella y Javier tienen otro vástago: Javiercito, el mayor, de 13 años, que vive con sus abuelos, los padres viejecitos de Mariana, en el Fraile, un pueblo casi fantasma.
“Éste es el de Mariana, mira, se lo quité porque sufría mucha hambre”, me dice Gabina, 79 años, la madre de Mariana, señalando al chico flaquito, morocho, metro 50, que apenas asoma desde la otra pieza.
“Yo lo crié chiqutito”, dice Gabina con mucho orgullo.
Gabina está parada junto a la chimenea, volteando unas tortillas de maíz.
Hace poco que ella y su marido Isidro se vinieron a vivir a estos cuartos abandonados de la escuela abandonada del Fraile, porque se murió el señor que les prestaba una casa y ellos se quedaron sin casa.
Los cuartos no tienen luz y el techo de la cocina está que se desploma, de no ser por un barrote salvador que lo contiene.
A la hora del crepúsculo, Isidro, 78 años, el papá de Mariana, está sentado a la mesa con la pierna cruzada.
“Es que no les da de comer aquel hombre, ta bárbaro. Ya no entiende, ese hombre, ya no entiende por eso le quité al niño, ‘no, –dije–, me lo mata de hambre’”, dice Isidro de Javier, su yerno, el señor de Marianita.
Y dice que cuando Mariana viene al Fraile a pasar una temporada, hasta se pone gordita, bonita, pero entonces llega Javier y se la lleva.
La misma tarde Gabina, la suegra de Javier, me contará que Javier es celoso, que se emborracha, que una vez hasta le dio a Marianita con un block en la cabeza y que seguido maltrata a sus hijos azotándolos contra la pared.
“Puros aventones, puras regañadas. Lo ves muy santo, pero es…”, dirá Gabina.
El acabose fue el día que Javier le mentó la madre a Gabina, y ella lo agarró a puros cuartazos con una cuarta.
Gabina ríe cada vez que lo platica.
Y yo me pregunto si semejante pesadilla puede caber en un furgón de tren.
Un mediodía más en El Jazminal, los vecinos me dicen que Javier es un hombre tranquilo, trabajador, que casi no bebe, que es solo en el mundo, que tiene un hermano en Saltillo, pero que nunca viene a verlo, que no hace por él, que Javier es muy pobre, que a veces le llevan un taco y en Navidad lo invitan, con su mujer y sus niños, a cenar.
La segunda vez que fui al pueblo a buscar a Javier me llevé tremenda sorpresa:
Marianita me contó que ya no tenían casa, que había aparecido el verdadero dueño del furgón y estaba por echarlos.
“Ya no es de nosotros, ya nos la quitaron, ya es de otro señor, ya la casa no es mía, vinieron que sacara todo lo que era mío”, dijo y una sombra de tristeza le pasó por el rostro.
–¿Y ahora que van hacer?, le pregunté.
–Pos vamos a pedir casa, a ver quién nos da por ái, respondió Mariana.
Bonito Día del Niño, dije para mis adentros y me quedé mirando a la nada.