La vuelta al mundo en una taza de café

30/03/2014 - 12:00 am

(espresso, huelga decir)

 

para Aquiles y Manuel

En un punto entre Ancona y Monte Carlo

Vivo la larga mañana del largo quinto día de una semana larga. Y es que la realidad de mi recorrido carretero por el norte de Italia no pudo –¡ay!– alcanzar las alturas de mi fantasía. Aunque difuso –tenía yo cuatro años–, mi recuerdo infantil de un viaje en coche de Roma a Venecia mucho hubo de contribuir a que me hiciera yo grandes expectativas del regreso a estos caminos. Y otro tanto hicieron el imaginario literario y cinematográfico, proyecciones íntimas en que me soñaba yo el Ravic de la Arco de Triunfo de Erich Maria Remarque, objeto de una felicidad pasajera merced a la pasajera apostada en el asiento del copiloto del Lancia, o el James Bond de la Goldeneye fílmica, jugando carreritas potencialmente letales al volante de emblemático Aston Martin contra el Ferrari rojo sangre conducido por una Famke Janssen de belleza mortífera y velocidad matona. Pero no. No voy en auto sino en auto… bús, lo que siempre resulta no sólo menos glamoroso sino infinitamente más lento. Por si fuera poco, no es uno de línea sino uno privado –es éste un viaje de prensa y el camión nuestro transporte asignado por la empresa naviera que nos ha invitado a hacer un reportaje–, lo que obliga a fingir convivialidad con personas a las que nunca habrá uno de volver a ver. Mejor entonces colocarse los auriculares y hacerse el dormido hasta conciliar de verdad el sueño. Lástima que ello conlleve despertar con esta sensación de nausea y abotagamiento, de mezcla de intranquilidad y pesadez.

La publirrelacionista anuncia una pausa en el camino para estirar las piernas. Su sede ha de ser un Autogrill, lo que me alegra un pelín, pues bien los recuerdo de aquel viaje de infancia. Fundada en 1977 –es decir apenas dos años antes de mi primera visita a Italia–, esta cadena eleva la idea del paradero carretero al summum de su potencialidad: un restaurante estilo buffet con especialidades nacionales, una tienda de productos alimentarios, vinos, libros, revistas y chucherías y –al fin y al cabo estamos en Italia– una barra de café. Confesaré que no abrigo demasiadas esperanzas sobre la calidad–estoy, a fin de cuentas, en un establecimiento de cadena– pero tengo tanta necesidad de algo que me vivifique y que no sea un producto industrializado que me animó a ordenar un caffè, que por estos pagos quiere decir un espresso.

Espresso

Espresso, por cierto, no significa que el café sea hecho a gran velocidad sino que es preparado en el momento, expresamente para el cliente que lo comanda. Y así sucede, en una Pavoni de apariencia fiera (es decir, por estos pagos, orgullosa). Me lo sirven. Procedo a beberlo a sorbitos, de pie, apoyado sobre la barra, como se hace por estos pagos. Imagino que tendrá la calidad correcta y banal de un Starbucks. Pero no. Este espresso, servido en un paradero carretero erigido en un punto perdido del norte de Italia, es perfecto: con una gruesa capa de crema al tope, una consistencia razonablemente espesa, un tostado que no amarga, una textura achocolatada, una complejidad de sabores que remite a fruta, a tabaco, a caramelo. Es tan bueno como el que bebí ayer en el lobby del lujoso hotel del balneario de Senigallia. Y como el que despaché esta mañana antes de abordar el autobús, en un bar de esquina, cutre y entrañable, en el centro de Ancona, puerto industrial. Y como el que paladearé un año más tarde, sentado ante una de las mesitas de mármol del Florian veneciano, envalentonado por el talante vacacional de la visita a ordenar también una copita de grappa. A pesar de ser tan bueno como ellos, sin embargo, éste resulta más memorable, ya sólo por haberme sido servido en un incongruente Autogrill, lo que me lleva a caer en una cuenta feliz: en este país que no siembra café ­–casi todo es etiope– pero que desde el 1901 del registro de la patente de La Pavoni cultiva una cultura del café, un espresso, se sirva donde se sirva, es siempre trascendental.

En Bogotá

Es éste un viaje en que todas las ilusiones que traía en la maleta sentimental se verán defraudadas. De una habré de recuperarme con el tiempo (al fin y al cabo no era sino un proyecto profesional); otra la llevo como herida ya no en el corazón sino en el paladar: la decepción de la virtual imposibilidad de encontrar un espresso notable en Colombia.

Vengo de México y el jefe que por fortuna no llegué a tener vuela de Lima. Dado que nuestros aviones aterrizarán con escasos 20 minutos de diferencia, hemos quedado de vernos en las Llegadas Internacionales. Decido aprovechar mi ventaja para ordenar, en el mostrador dispuesto junto a la salida, mi primer espresso colombiano. Presagio funesto. Aguado. Quemado. Incordiante en su acidez. “¿Qué esperabas de un café de aeropuerto?”, me digo, retórico y generoso. “Espera a llegar a la ciudad”.

Pues tampoco. En el hotel no hay espresso (termino por beber té). En la Terrasse Renault tampoco, aunque lleve ese nombre. En Andrés Carne de Res –donde el kitsch folclorizante compite con la buena cocina tradicional… y por desgracia gana– ni siquiera me animo a ordenarlo. Y en casa de nuestro anfitrión –un poderoso periodista y editor bogotano– arruinan (entre tantas otras cosas) una comida consistente en un único plato (pero uno inolvidable: un ajiaco) rematándola con un tintico, esa agua pintada con café que acostumbran los colombianos. El del cafecito italianizante que descubro a apenas tres cuadras del hotel resulta meramente bebible. El mejor, pues, será el de ese Juan Valdez con el que me topo cruzando el Parque de la 93, y que no tengo que describir a quienes ya hayan frecuentado los locales que ha abierto en el último año en la ciudad de México esta cadena: un espresso muy decente, superior de hecho al de Starbucks, pero nada que (ejem) quite el sueño.

Cafe

Lo trágico es que yo ya he bebido café de Juan Valdez y me ha resultado memorable. La diferencia es que aquel lo preparé yo mismo. Dotado meses antes por una prima generosa y viajera de una bolsita de Huila traída como souvenir bogotano –no llegaba entonces todavía la marca de marras colombiana a México–, la agoté preparándolo en una cafetera italiana Bialetti, moliéndolo fino (que no turco), copeteando el receptáculo pero agitándolo antes de ponerlo al fuego para garantizar el flujo interno de aire, midiendo las tazas de agua, graduando el fuego a lo más bajo, vigilando el proceso: el resultado, repetido varias veces, hubo de ser un Moka de antología, superior al atoyaquense, a la altura del coatepecano, inferior sólo al keniano traído de… Laguna Beach. (Viajo mucho, sí, pero no he llegado a Nairobi.)

“Deberías poner un café”, me dijo lisonjera otra prima, a quien invitara uno en casa hace poco. El piropo me entusiasmó tanto que casi olvido la prohibición del incesto.

En Juan de la Barrera casi esquina con Parque España

No soy yo, sin embargo –otro ¡ay!– quien prepara el mejor café de la ciudad de México: ése ha de ser Aquiles González Pereyra, dueño y barista ahora ocasional (tiene demasiado trabajo para serlo en permanencia, como hace cuatro años, pero por fortuna ha entrenado más que bien a sus empleados) de Rococó, café enclavado en la colonia Condesa en que habito. Asociado con un Manuel García no por nada veracruzano, formado como proveedor de café durante una década antes de abrir su propio local, Aquiles es el Ciro Peraloca del café: bigote a lo John Gilbert, corbata de moño, es una delicia ya verlo afanarse tras sifones japoneses, prensas francesas, molinos y caffetiere para extraer lo mejor del mejor café de Veracruz. La especialidad de la casa es el Best Machiatto pero como yo no suelo beber leche con mi café –un sacrilegio– me decanto por ese espresso doble servido como en Italia, es decir concentrado al punto de no alcanzar siquiera a llenar la tacita. El café de Aquiles es perfecto: en el punto de acidez, en los efluvios dorados del tostado, en la consistencia voluptuosa, en la crema coronada. Antes de conocerlo, solía yo decir –aun si sólo para mis adentros– “Compra colombiano, bebe italiano”. Aquiles me legó un nuevo mantra: “Compra y bebe mexicano”.

En Municipio Libre casi esquina División del Norte

No fue mi paladar sino mi trabajo lo que me trajo por estos rumbos: tengo un proyecto profesional –uno mucho mejor aspectado que aquel bogotano– que involucra a la Delegación Benito Juárez; buen boy scout de la producción –¡siempre listo!– vengo de hacer un scouting. La zona dista mucho de ser glamorosa: un siempreabierto, un McDonald’s, un par de fondas (en una, por cierto, que de Tapanco no tiene más que el nombre, el arroz y la milanesa con ensalada están muy bien). Pero debemos quedarnos por aquí para celebrar (es un decir) una junta. ¿Dónde? Me dejo guiar por la mercadotecnia –o sea por el nombre– y sugiero recalemos en El Rincón de Coatepec, ya sólo porque lleva el nombre del pueblo de mi veracruzano amigo Avelino Hernández, otro gran hombre de café.

Espresso

Pido mi acostumbrado espresso doble sin mucha expectativa y, aunque la taza es incorrecta –un mug–, resulta buenísimo. Como el del Manduca y el Chiquitito en mi colonia Condesa. Como el del Etrusca y la Panadería de Rosetta y Käfge en la vecina Roma. Como el del Joselo en Polanco. Como el del tradicional Cordobés en el Centro. Como el de ese café cuyo nombre he olvidado en el centro de… ¿Durango? (La ciudad, en efecto; no la calle.)

El café mexicano es producto de exportación, aun si no goza del renombre internacional (aunque aventuro que sí de la calidad) del colombiano. Ahora, sin embargo, se antoja también uno de consumo interno gourmet. Ante esa constatación empírica a lo largo del último lustro, me envuelvo en mi sarape de Saltillo, me siento muy ufano de mi traje regional, me desacomodo la corbata de nudo asimétrico con toda la sprezzatura de la que soy capaz y me dispongo a desayunar, como todos los días, una brioche con un caffè de mi tierra.

(Nunca nadie me ha acusado de nacionalista.)

author avatar
Nicolás Alvarado
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas