Alma Delia Murillo
30/01/2016 - 12:00 am
Sol de invierno
No tendría más de cuatro años, calzaba unas botitas amarillas y llevaba el pelo recogido en un chongo alto como bola de estambre a punto de desmadejarse.
Para Paz y Lizeth, por esos años de sol
No tendría más de cuatro años, calzaba unas botitas amarillas y llevaba el pelo recogido en un chongo alto como bola de estambre a punto de desmadejarse.
Bajó las escaleras y miró a mi perro que estaba sentado junto a mí.
Me arrebató su expresión: las cejas arriba, los ojos agrandados como si al crecerlos pudiera hacer que entrara más mundo por ellos, la boquita abierta, ¡guau, guau!
Se soltó del brazo de su padre y vino directo hacia nosotros, lanzaba unos grititos agudos y se empeñaba en abrazar al perro que suavemente esquivaba el entusiasmo de la niña.
– Perdón, es que se emociona; se disculpó el papá.
Sonreímos todos, hasta el policía con jeta de riñón que vigilaba la entrada de la tienda.
No se emociona, se asombra; corregí en mi interior. Y pensé en el asombro, tan escaso pero tan posible, tan redentor.
Mi parada frente a la tienda había sido un pretexto para permanecer bajo el sol que pegaba con ese ángulo oblicuo que anhelamos durante esta época del año.
Contemplé de lejos a la pequeña entusiasta hasta que la perdí de vista. Trituraba con sus pisadas amarillas las hojas secas de los árboles que se acumulaban en el camellón y gritaba con la misma euforia que lo había hecho frente al perro.
Me quedé ahí largo rato, dejando que mi compañero de cuatro patas se diera un banquete esnifando traseros de otros peludos a placer.
Cuando éramos niñas mi hermana, mi prima, y yo –trío peligroso y mal avenido– solíamos creer que el sol se comunicaba con nosotras como lo hacía con la Sunamita del canto bíblico a la que el astro había amado hasta dejarle la piel morena. Muy convencidas estábamos de nuestra capacidad de seducción.
Así que durante los días de invierno nos parábamos en el patio de la casa y cantábamos: solecito, no te vayas; solecito, no te vayas…
A veces ocurría que alguna nube se disipaba y los rayos de su majestad nos alcanzaban y, frenéticas, elevábamos nuestro conjuro supremo para rematar con un cantito ridículo (para nosotras muy ceremonial) que decía: caracol, caracolito, saca tus cuernos al Sol.
Entonces corríamos asombradas a contarle a cualquier adulto dispuesto a escucharnos que teníamos poderes para hacer que el sol saliera.
¿Quién es esta irreconocible persona que ya casi no se asombra?, es la pregunta que me queda resonando.
¿Vale la pena el tributo que pagamos como generación por refugiarnos en el cinismo?
Esta epidemia con su hablar y entender dosmilero que poco o nada tiene que ver con la escuela cínica post- socrática y que resulta tan yerma, tan árida, tan ya nada me sorprende y ya nada me escandaliza deja poco lugar para la admiración, para el placer extraordinario del asombro.
Eso pienso porque no sé, tal vez porque empiezo a entender que estamos hechos de destiempos; tal vez porque en mi armario ya sólo hay zapatos negros o café y ningún par de botas amarillas.
O tal vez porque, aunque me faltaron palabras para nombrar lo que vi en el Valle de México el domingo y el lunes antes de que se soltara este frío inaudito y sólo pude decir ¡qué cielo!, no quise quedarme sin compartirles mi asombro.
Así que – levanto las cejas, agrando los ojos para ver si así entra más mundo por ellos– y les pregunto ¿han visto qué cielo?
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